Hansel y Gretel y otros cuentos. Jacob Grimm Willhelm GrimmЧитать онлайн книгу.
él, cayendo de rodillas—, esto no puede hacerlo el rodaballo. Emperador y Papa, quizás, ¿pero Dios? Te lo ruego, ¡conténtate con ser Papa!
La ira se apoderó de ella; agitando salvajemente la cabellera, se puso a gritar: —¡Yo no aguanto esto! No lo aguanto ni un momento más. ¿Quieres ir, o no? El hombre se puso los pantalones y se precipitó a la calle como loco.
Afuera arreciaba la tempestad, de tal modo que a duras penas el pescador
lograba sostenerse en pie. El viento derribaba las casas y arrancaba de cuajo los árboles; temblaban las montañas, y las rocas se precipitaban al mar; el cielo era negro como la noche; estallaban rayos y truenos, y se elevaban altas olas como campanarios, coronadas de blanca espuma.
El hombre se puso a gritar, sin que él mismo pudiera oír su voz: “Solín solar, solín solar, pececito del mar, Belita, mi esposa, quiere pedirte otra cosa”.
—Bien, ¿qué quiere, pues?
—¡Ay! —exclamó él—. ¡Quiere ser como Dios! —Vete ya, la encontrarás en la choza.
Y allí siguen todavía.
El acertijo
Érase una vez el hijo de un rey, a quien entraron deseos de conocer el mundo; y partió, sin más compañía que la de un fiel criado.
Llegó un día a un extenso bosque y, al anochecer, no encontrando ningún albergue, no sabía dónde pasar la noche. Vio entonces a una muchacha que se dirigía a una casita y, al cercarse, se dio cuenta de que era joven y hermosa.
Se dirigió ella y le dijo:
—Mi buena niña, ¿no nos hospedarías por una noche en la casita, a mí y al criado?
—De buen grado lo haría —respondió la muchacha con voz triste—; pero no se lo aconsejo. Mejor es que busquen otro alojamiento.
—¿Por qué? —preguntó el príncipe.
—Mi madrastra tiene malas tretas y odia a los forasteros —contestó la niña suspirando.
Se dio cuenta el príncipe de que aquella era la casa de una bruja; pero como no era posible seguir andando en la noche cerrada y, por otra parte, no era miedoso, entró.
La vieja, que estaba sentada en un sillón junto al fuego, miró a los viajeros con sus ojos rojizos:
—¡Buenas noches! —dijo con voz gangosa, que quería ser amable—. Pasen a descansar.
Y sopló los carbones, en los que se cocía algo en un puchero.
La hija advirtió a los dos hombres que no comieran ni bebieran nada, pues la vieja estaba cocinando brebajes nocivos.
Ellos durmieron apaciblemente hasta la madrugada y, cuando se dispusieron a reemprender la ruta, estando ya el príncipe montado en su caballo, dijo la vieja:
—Aguarda un momento, que tomarás un trago como despedida.
Mientras entraba a buscar la bebida, el príncipe se alejó a toda prisa, y cuando volvió a salir la bruja con la bebida, sólo halló al criado que se había entretenido arreglando la silla.
—¡Lleva esto a tu señor! —le dijo.
Pero en el mismo momento se rompió la vasija, y el veneno salpicó al caballo; tan virulento era, que el animal se desplomó muerto, como herido por un rayo. El criado echó a correr para dar cuenta a su amo de lo sucedido; pero, no queriendo perder la silla, volvió a buscarla.
Al llegar junto al cadáver del caballo, encontró que un cuervo lo estaba devorando. “¿Quién sabe si cazaré hoy algo mejor?”, se dijo el criado. Mató al cuervo y lo metió en su morral.
Durante todo el viaje estuvieron errando por el bosque, sin encontrar la salida. Al anochecer dieron con una hospedería y entraron en ella.
El criado dio el cuervo al posadero, a fin de que se lo guisara para cenar. Pero resultó que había ido a parar a una guarida de ladrones y, ya entrada la noche, se presentaron doce bandidos, que llevaban como propósito asesinar y robar a los forasteros. Sin embargo, antes de llevarlo a la práctica, se sentaron a la mesa, junto con el posadero y la bruja, y se comieron una sopa hecha con la carne del cuervo. Pero apenas hubieron tomado un par de cucharadas, cayeron todos muertos, pues el cuervo estaba contaminado con el veneno del caballo.
Ya no quedó en la casa sino la hija del posadero, que era una buena muchacha, inocente por completo de los crímenes de aquellos hombres. Abrió a los forasteros todas las puertas y les mostró los tesoros acumulados. Pero el príncipe le dijo que podía quedarse con todo, pues él nada quería de aquello, y siguió su camino con su criado.
Después de vagar mucho tiempo sin rumbo fijo, llegaron a una ciudad donde residía una orgullosa princesa, hija del Rey, que había mandado pregonar su decisión de casarse con el hombre que fuera capaz de plantearle un acertijo que ella no supiera descifrar, con la condición de que, si lo adivinaba, el pretendiente sería decapitado. Tenía tres días de tiempo para resolverlo; pero era tan inteligente, que siempre lo había resuelto antes de aquel plazo.
Eran ya nueve los pretendientes que habían sucumbido de aquel modo, cuando llegó el príncipe y, deslumbrado por su belleza, quiso poner en juego su vida. Se presentó a la doncella y le planteó su enigma:
—¿Qué es —le dijo— una cosa que no mató a ninguno y sin embargo, asesinó a doce?
En vano, la princesa daba mil y mil vueltas a la cabeza; no acertaba a resolver el acertijo. Consultó su libro de enigmas pero no encontró nada; había terminado sus recursos. No sabiendo ya qué hacer, mandó a su doncella que se introdujese de escondidas en el dormitorio del príncipe y se pusiera al acecho pensando que tal vez hablaría en sueños y revelaría la respuesta del enigma. Pero el criado, que era muy listo, se metió en la cama en vez de su señor, y cuando se acercó la doncella, arrebatándole de un tirón el manto en que venía envuelta, la echo del aposento a palos.
A la segunda noche, la princesa envió a su camarera a ver si tenía mejor suerte. Pero el criado le quitó también el manto y la echó a palos.
Creyó entonces el príncipe que la tercera noche estaría seguro, y se acostó en el lecho. Pero fue la propia princesa la que acudió, envuelta en una capa de color gris, y se sentó a su lado. Cuando creyó que dormía y soñaba, se puso a hablarle en voz baja, con la esperanza de que respondería en sueños, como muchos hacen. Pero él estaba despierto y lo oía perfectamente.
Preguntó ella:
—Uno mató a ninguno, ¿qué es esto?
Respondió él:
—Un cuervo que comió de un caballo envenenado y murió a su vez.
Siguió ella preguntando:
—Y mató, sin embargo, a doce, ¿qué es esto?
—Son doce bandidos, que se comieron el cuervo y murieron envenenados. Sabiendo ya lo que quería, la princesa trató de escabullirse, pero el príncipe la sujetó por la capa, que ella tuvo de abandonar.
A la mañana, la hija del Rey anunció que había descifrado enigma y, mandando venir a los doce jueces, dio la solución ante ellos. Pero el joven solicitó ser escuchado y dijo:
—Durante la noche, la princesa se deslizó hasta mi lecho y me lo preguntó; sin esto, nunca habría acertado.
Dijeron los jueces:
—Danos una prueba.
Entonces el criado entró con los tres mantos, y cuando los jueces vieron el gris que solía llevar la princesa, fallaron la sentencia siguiente:
—Que este manto se borde en oro y plata; será el de su boda.
El