La radio ante el micrófono. Miguel Álvarez-FernándezЧитать онлайн книгу.
varios relojes (también el canto del cuco), sirenas, el canto de un gallo, silbidos más o menos afinados, confusos parloteos femeninos, griteríos infantiles, susurros y besuqueos, risas, animados cantos corales (tanto de niños como de adultos —algunos de carácter religioso—), bandas de música que se aproximan y después se alejan del oyente siempre impulsadas por contundentes golpes de bombo, tintineos de cubiertos que se funden con el del metal —más contundente— de unas campanas. Hacia el final de la pieza, cuando retornamos a la rutinaria jornada laboral, escuchamos el timbre de un reloj despertador, más sirenas propias de una fábrica, el bostezo de quien intenta desperezarse, suspiros, una máquina de escribir, la voz de lo que podría ser un jefe o un capataz…
Músicas, parlamentos, ruidos más o menos molestos o identificables… Todo queda integrado, gracias al agnosticismo del micrófono, en una secuencia temporal homogénea: once minutos y quince segundos de sonido. Ruttmann no solo poseía —y demostró— una sólida intuición respecto a esa característica del micrófono; también participaba de la idea de que ese instrumento actúa como un filtro respecto a la realidad, frente a ese «mundo exterior» que ubicamos más allá de la frontera microfónica del espacio radiofónico. Una realidad que, ciertamente, es mucho más amplia que la que los sonidos caracterizados como musicales pueden ofrecernos:
Fuera de los límites impuestos a los instrumentos, nosotros disponemos hoy de un campo vastísimo: todo lo que es susceptible de ser vivo nos pertenece, y podemos extraer de la vida misma mucho más de lo que habíamos extraído con el cinema mudo. Este dominio se encuentra ensanchado por las condiciones del espacio; hay una perspectiva del sonido, como hay una perspectiva de la línea, perspectiva que en aquél se obtiene aproximando o alejando del micrófono una gama infinitamente variada de valores sonoros.
Estas palabras de Ruttmann, que fueron citadas dentro de un artículo de José Pizarro titulado «Un film “sin imágenes”» y publicado en el diario madrileño La Nación el 29 de julio de 1930 —otra muestra de la rápida acogida de la obra en la España de la Edad de Plata—, manifiestan esa concepción del micrófono como una suerte de embudo o jeringuilla capaz de «extraer de la vida misma mucho más» que la cámara de cine. La membrana microfónica, en el límite del espacio de la radio con el mundo exterior, abstrae de él fragmentos de la existencia, sin tener en cuenta si estos se encuentran «[f]uera de los límites impuestos a los instrumentos», es decir, si pertenecen al dominio prefigurado de lo musical.
Respecto a la tentadora comparación entre el medio cinematográfico y el radiofónico, al analizar esta misma obra el teórico y compositor francés Michel Chion resalta cómo aquí Ruttmann lleva hacia la radio una técnica hasta entonces más propia del cine: el rodaje (entendido como la recreación artificial de una serie de circunstancias que propician la grabación de una determinada escena, que más tarde se insertará —por vía de montaje— en una secuencia más compleja). En particular nos interesa mencionar aquí —aunque será algo más adelante cuando nosotros retomemos esta argumentación— las ideas de Chion, dentro de su libro El arte de los sonidos fijados, sobre esta idea de «rodaje radiofónico»:
Cuando se escucha por ejemplo en Week-End lo que se supone es una sierra acometiendo [sic] la madera, todo eso en medio de un gran silencio, se sospecha que ahí no hay nada de espontáneo. Ha sido necesario arreglárselas para evitar todo ruido simultáneo o vecino, escoger la hora o el lugar en el que ningún estrépito perturbara la grabación.
Las palabras de Chion recién anotadas apuntan hacia algo que, sin demasiados ambages, puede perfectamente ser calificado como manipulación. ¿Qué otra cosa implica recrear una situación en la que el ruido de una sierra al cortar aparece solo, exento de cualquier otro sonido? Podríamos, de hecho, conectar esta cita con la anterior, del propio Ruttmann, y añadir que la ubicación a mayor o menor distancia del micrófono respecto de esa sierra —una decisión, qué duda cabe, totalmente consciente por parte del autor de la grabación— también representa una forma de manipulación. Desde luego, nuestra percepción como oyentes de esos sonidos variará enormemente dependiendo de las maniobras técnicas que decidan practicar quienes manejan el micrófono.
Recordemos, siquiera de pasada, que la manipulación no fue algo exótico para Walter Ruttmann, tampoco en años posteriores a la creación de Wochenende. Durante el periodo nazi trabajó como asistente de la directora Leni Riefenstahl durante la filmación de El triunfo de la voluntad. De hecho, Ruttmann figura a menudo como coguionista del documental propagandístico por antonomasia (en el que, por supuesto, se basó Chaplin para construir la secuencia del discurso anteriormente analizada). Ya en 1941, su fallecimiento estuvo provocado por las heridas recibidas mientras trabajaba en el frente como fotógrafo de guerra —tarea que no sabemos si desarrolló con grandes pretensiones de objetividad—.
MONTAJE RADIOFÓNICO SIN ENCUADRE NI RODAJE
Las ideas de Chion acerca del «rodaje radiofónico» nos ponen en la pista de cómo el micrófono, en una obra como la de Ruttmann, es cómplice de un falseamiento de la realidad al presentarnos solo, exento de cualquier sonido parasitario, el resultado acústico de la fricción entre la sierra y la madera que corta. Lo que Chion no desarrolla en este punto, sino que más bien confunde al emplear la expresión «rodaje», es que en ese falseamiento se manifiesta un rasgo genuino del medio radiofónico, que en absoluto es compartido por el cine (ni, a los mismos efectos, por la televisión).
Es evidente que un rodaje cinematográfico también falsea la realidad. Partamos de la grabación de un plano en el que alguien está cortando un pedazo de madera con una sierra. Si uno ampliase la mirada sobre ese fragmento de la realidad que está siendo registrado, es decir, si abriese el plano —realizando una suerte de zoom out—, seguramente vería una serie de elementos que no necesariamente tienen que ver con la realidad que se está filmando y que antes, con la mirada acotada por el plano cinematográfico, no existían para esa persona. Posiblemente no se haya tratado y retratado esta cuestión de manera más bella y profunda que en la película La noche americana, un verdadero tratado sobre la dirección cinematográfica —y sobre el amor en general— dirigido y protagonizado en 1973 por François Truffaut (quien encarna a un cineasta, Ferrand, que está —o se hace el— sordo, en una metáfora particularmente acertada para describir un tipo de relación muy frecuente entre los practicantes de ese oficio y el sonido).
En una toma de sonido radiofónica, por su parte, en principio no existe la posibilidad de ampliar la escucha (como antes decíamos «ampliar la mirada»), para captar una realidad más amplia que la inicialmente registrada. El micrófono no puede hacer zoom out. Uno puede, desde luego, alejarse de la fuente sonora (con este gesto, ciertamente, esta no tendrá tanta presencia en la grabación). También puede, claro, variar la orientación de las membranas de los micrófonos (así, si se usan dos o más, se podrá crear la ilusión de un espacio más o menos amplio). Pero la toma de sonido es esencialmente distinta de un rodaje porque en aquella no existe nada comparable al encuadre cinematográfico.
Tampoco el micrófono puede, por lo demás, realizar un zoom in. Por suerte o por desgracia, y sin perjuicio de que empresas como Apple o Samsung anuncien en 2019 el «audio zoom» como una nueva característica de sus más recientes modelos de teléfono (cuyos algoritmos supuestamente «ajustan el sonido al encuadre de la imagen», según la publicidad del iPhone 11 —el Galaxy Note 10 promete, por su parte, «seleccionar unidireccionalmente el sonido del objetivo grabado»—), la noción de encuadre sonoro, así como la correspondiente posibilidad de realizar un zoom propiamente dicho, seguirá siendo una entelequia. Magistrales películas como The Conversation, de Francis Ford Coppola, o Blow Out, de Brian De Palma, reflexionan sobre este hecho y las dramáticas consecuencias del mismo para sus respectivos protagonistas. Ni Harry Caul (interpretado por Gene Hackman en la primera película) ni Jack Terry (el personaje que encarna John Travolta en la segunda) consiguen resaltar con precisión un detalle particular del sonido captado por sus respectivos micrófonos, por mucho que intenten magnificar su intensidad y su nitidez. Esta imposibilidad, que contrasta con lo que sucede en la película Blow Up, de Michelangelo Antonioni (fuente de inspiración para De Palma, si bien el director italiano juega con las posibilidades