Breve historia del antipopulismo. Ernesto SemánЧитать онлайн книгу.
en una identidad política era una novedad en cualquier lugar del mundo. Alexandre Martin era un famoso maquinista y activista socialista designado secretario del gobierno provisional de Luis Blanc luego de la revolución de 1848 en Francia. Pero lo que lo distingue es su decisión de asumir el seudónimo de Alexandre l’Ouvrier (Alejandro el Obrero) y convertirse así en uno de los primeros casos no ya del acceso de los trabajadores al poder, sino del acceso al poder en tanto trabajadores. La revuelta de 1848 había sido vista por muchos como una forma barbárica de destruir el orden en nombre de la falta de orden. Ni siquiera Marx (por lejos quien mejor leyó esos eventos) escapaba enteramente a esa lectura sobre la dificultad de las masas para construir poder político. La fama de Alexandre l’Ouvrier venía a demostrar lo contrario.
Con todo, el cambio explosivo que había arrancado con la Revolución Francesa estaba centrado en la representación política de aquellos previamente excluidos. Como elemento disruptivo, “la cuestión social” irrumpiría de manera más central con el marxismo, y antes con configuraciones distintas bajo el anarquismo y el socialismo. La forma más radical que adoptó el republicanismo en América Latina, en cambio, asociaba esa ciudadanía política a alguna percepción de equidad, anticipando el reloj de la discusión sobre la igualdad social.
He aquí entonces una primera tensión hacia adentro del desarrollo del pensamiento liberal argentino del siglo XIX. A diferencia del antipopulismo del siglo siguiente, Sarmiento, Alberdi y otros recogen, con muchos matices, las banderas de un republicanismo radical que en 1810 imaginaba un sistema político inclusivo, pero también alguna forma de igualitarismo. La experiencia norteamericana que inspiraba a ambos gastaba sus energías en explicar y dilatar desigualdades económicas y políticas afianzadas en la estructura esclavista; el sueño que tenían para la Argentina ponía en la expansión de la ciudadanía, la educación pública universal y hasta en la imposición del castellano como idioma oficial un énfasis más marcado en una igualdad que ayudaría a acotar el conflicto político. Aun así, el enfrentamiento al autoritarismo rosista los enceguece de tal modo que les impide ver en las luchas de esos años la forma efectiva que adopta el republicanismo inclusivo en la Argentina.
El país no es la excepción; en toda América Latina, el poder de los caudillos carismáticos aparece como la llave para entender hacia dónde irá la región en esa búsqueda de naciones justas. Pero fue Sarmiento, y Alberdi antes que él, quienes entendieron mejor que la representatividad de los caudillos respecto de la sociedad ruralizada era sólida y excedía lo material.[23] Si en esa sociedad no había lugar para otro tipo de régimen, lo que había que cambiar era la sociedad.
El eterno retorno de la ciudad
El arma infalible para cambiar a la sociedad agraria será la ciudad. Los años que siguen a la batalla de Pavón en 1861 van a ser los del retorno a la ciudad, la matriz original de la América Latina que tomó forma durante los siglos de dominio español. Un retorno paradójico, porque la nueva vida urbana se cimienta (financieramente) en la espectacular explosión de la agroganadería. Será la victoria sobre el poder del interior, de los hacendados y de la sociedad barbárica que el campo había producido. El Arzobispo, un personaje detestable de Sartre, afirmaba que toda victoria, vista de cerca, era indistinguible de una derrota; el triunfo de la ciudad sobre el campo produce ese efecto por duplicado. Primero, porque ocurre sobre la base de la consolidación del Estado nacional y su expansión territorial, creando un poder agrario de nuevo tipo que marcará la experiencia argentina moderna. Que la idea del buen gobierno se siga discutiendo todavía hoy a golpes, silbidos, subsidios y amenazas en la muestra anual de la Sociedad Rural habla de la durabilidad férrea de aquella matriz. Y segundo, porque desde adentro mismo de la ciudad, aquella cura contra todos los males, volverán a emerger las amenazas espectrales del pasado agrario con nuevos y más agresivos ropajes.
El fin del rosismo tras la batalla de Caseros en 1852 abrió, otra vez, una década de guerras civiles en las que caudillos del interior y fuerzas bonaerenses buscaron una forma de imponer el diseño de algo que parecía necesario aunque no inevitable: la formación de una nación. Mientras fuerzas liberales surgían desde San Juan hasta la Mesopotamia, los caudillos federales, aun en retirada, seguían ejerciendo una resistencia formidable a una integración nacional subordinada a Buenos Aires. Eso terminó en 1861, con el improbable triunfo del gobernador bonaerense Bartolomé Mitre sobre las fuerzas federales de Urquiza en la batalla de Pavón. Sobre la base del control bonaerense de las catorce provincias y manteniendo vigente la Constitución de 1853, los unitarios establecieron la República Argentina, lo que significó el comienzo del fin del caudillismo clásico.
La Argentina moderna tomó forma en el siguiente cuarto de siglo, uno de los períodos más conflictivos de la historia, bajo las presidencias de Mitre, Sarmiento, Nicolás Avellaneda y Julio A. Roca entre 1862 y 1886. Hay razones poderosas para que esa etapa proyecte su sombra hacia el futuro y llegue hasta nuestros días. Desde las ideas liberales de avanzada durante la década del treinta hasta los argumentos contra el legado de Perón y las advertencias del siglo XXI contra el retorno de los caudillos, una mirada de la historia permanece obsesivamente fijada en el período que comenzó ese año y a las ideas que se forjaron en las dos décadas siguientes al calor de la prosperidad económica más grande que haya vivido la Argentina.
He aquí una segunda marca diferenciadora entre los proyectos de las élites del siglo XIX y las del siguiente. Mirando hacia 1810 como un intento fracasado para fundar una república moderna, las generaciones del 37 y del 80 construyeron un futuro triunfal que los distinguiera de aquel paso en falso inicial. Los intelectuales de los siglos XX y XXI, en cambio, serán presa de aquel apogeo de fines del siglo XIX y tendrán una enorme dificultad para analizar el presente e imaginar el futuro si no es como réplica de aquel pasado de gloria.
La Argentina en la que había nacido Sarmiento en 1811 al calor de la revolución, o la de 1845 cuando escribió Facundo, eran irreconocibles en esta nueva realidad apenas unas décadas más tarde. El tiempo en esos treinta años se aceleró. Las calles, los trenes, los edificios gigantes, los parques, los puertos, la riqueza del campo, los artesanos, los rostros de la gente común, la cantidad de gente. La Argentina de catorce provincias que se constituyó en 1862 expande sus bordes y su extensión. Los propietarios de la tierra acompañan esta expansión al ritmo del ejército y a veces precediéndolo. Una ampliación ejecutada a costa del desplazamiento, disciplinamiento y ejecución de las poblaciones indígenas: entre treinta y cincuenta mil indígenas murieron a manos del ejército argentino o producto de enfermedades derivadas de su desplazamiento y malnutrición durante la llamada Conquista del Desierto, entre 1878 y 1888 solamente. Muchos más fueron asesinados antes, durante la campaña de Rosas en 1833, y durante el período, a manos de pobladores locales, prototipo de gauchos, contratados por estancieros decididos a hacer respetar el derecho de propiedad.[24] La inmigración ya era un rasgo distintivo de los pequeños pueblos durante el rosismo (Sarmiento la imaginaba como el último anticuerpo contra el régimen) pero, fomentada por la Constitución de 1853, tomó un impulso gigantesco unas décadas después. Casi un millón de personas se radicaron en la Argentina en esa época, unos seiscientos mil entre 1880 y 1889, como preámbulo para la oleada europea que llegaría en las décadas siguientes. Aunque en números totales la inmigración de comienzos del siglo XX es abrumadora, la quintuplicación de la inmigración durante este período no tiene comparación. Para 1895, Buenos Aires era una metrópolis de más de medio millón de habitantes, cinco veces más que en 1850: apenas la mitad de ellos eran nativos. Era la plataforma para el nacimiento de lo que José Luis Romero llamó “las ciudades burguesas”, que incluían a buena parte de las urbes portuarias de América Latina, con una vida cultural y económica vibrante y una arquitectura, mayormente de inspiración francesa, pensada para deslumbrar.[25]
Fuera de la ciudad, la Argentina era reconocible como una identidad singular en una serie de instituciones más allá del ejército, incluidos desde el correo hasta las escuelas (Sarmiento diría que el país tenía más maestros que soldados, lo cual no era estadísticamente cierto, pero ayuda a comprender el complejo de ideas que alimentaba la época), y también un sistema tributario relativamente extendido. Esa expansión vino acompañada de un crecimiento económico acelerado, en parte porque el país arrancaba de una base bien baja tras cuatro décadas de guerras, en