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El conde de montecristo. Alexandre DumasЧитать онлайн книгу.

El conde de montecristo - Alexandre Dumas


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favorito de Morrel? ¡Picaruelo!

      -El señor Morrel ha sido siempre muy bondadoso conmigo -respondió Dantés.

      -En ese caso, has hecho muy mal en rehusar su invitación.

      -¡Cómo! ¿Rehusar su invitación? -exclamó el viejo Dantés-. ¿Te ha convidado a comer?

      -Sí, padre mío -replicó Edmundo sonriéndose al ver la sorpresa de su padre.

      -¿Y por qué has rehusado, hijo? -preguntó el anciano.

      -Para abrazaros antes, padre mío -respondió el joven-; ¡tenía tantas ganas de veros!

      -Pero no debiste contrariar a ese buen señor Morrel -replicó Caderousse-, que el que desea ser capitán, no debe desairar a su naviero.

      -Ya le expliqué la causa de mi negativa -replicó Dantés-, y espero que lo haya comprendido.

      -Para calzarse la capitanía hay que lisonjear un tanto a los patrones.

      -Espero ser capitán sin necesidad de eso -respondió Dantés.

      -Tanto mejor para ti y tus antiguos conocidos, sobre todo para alguien que vive allá abajo, detrás de la Ciudadela de San Nicolás.

      -¿Mercedes? -dijo el anciano.

      -Sí, padre mío -replicó Dantés-; y con vuestro permiso, pues ya que os he visto, y sé que estáis bien y que tendréis todo lo que os haga falta, si no os incomodáis, iré a hacer una visita a los Catalanes.

      -Ve, hijo mío, ve -dijo el viejo Dantés-, ¡Dios te bendiga en tu mujer, como me ha bendecido en mi hijo!

      -¡Su mujer! -dijo Caderousse-; si aún no lo es, padre Dantés; si aún no lo es, según creo.

      -No; pero según todas las probabilidades -respondió Edmundo, no tardará mucho en serlo.

      -No importa, no importa -dijo Caderousse-, has hecho bien en apresurarte a venir, muchacho.

      -¿Por qué? -preguntole.

      -Porque Mercedes es una buena moza, y a las buenas mozas nunca les faltan pretendientes, a ésa sobre todo. La persiguen a docenas.

      -¿De veras? -dijo Edmundo con una sonrisa que revelaba inquietud, aunque leve.

      -¡Oh! ¡Sí! -replicó Caderousse-, y se le presentan también buenos partidos, pero no temas, como vas a ser capitán, no hay miedo de que te dé calabazas.

      -Eso quiere decir -replicó Dantés, con sonrisa que disfrazaba mal su inquietud-, que si no fuese capitán…

      -Hem… -balbució Caderousse.

      -Vamos, vamos -dijo el joven-, yo tengo mejor opinión que vos de las mujeres en general, y de Mercedes en particular, y estoy convencido de que, capitán o no, siempre me será fiel.

      -Tanto mejor -dijo el sastre-, siempre es bueno tener fe, cuando uno va a casarse; ¡pero no importa!, créeme, muchacho, no pierdas tiempo en irle a anunciar tu llegada y en participarle tus esperanzas.

      -Allá voy -dijo Edmundo, y abrazó a su padre, saludó a Caderousse y salió.

      Al poco rato, Caderousse se despidió del viejo Dantés, bajó a su vez la escalera y fue a reunirse conDanglars, que le estaba esperando al extremo de la calle de Senac.

      -Conque -dijo Danglars-, ¿le has visto?

      -Acabo de separarme de él -contestó Caderousse.

      -¿Y te ha hablado de sus esperanzas de ser capitán?

      -Ya lo da por seguro.

      -¡Paciencia! -dijo Danglars-; va muy de prisa, según creo.

      -¡Diantre!, no parece sino que le haya dado palabra formal el señor Morrel.

      -¿Estará muy contento?

      -Está más que contento, está insolente. Ya me ha ofrecido sus servicios, como si fuese un gran señor, y dinero como si fuese un capitalista.

      -Por supuesto que habrás rehusado, ¿no?

      -Sí, aunque bastantes motivos tenía para aceptar, puesto que yo fui el que le prestó el primer dinero que tuvo en su vida; pero ahora el señor Dantés no necesitará de nadie, pues va a ser capitán.

      -Pero aún no lo es -observó Danglars.

      -Mejor que no lo fuese -dijo Caderousse-, porque entonces, ¿quién lo toleraba?

      -De nosotros depende -dijo Danglars- que no llegue a serlo, y hasta que sea menos de lo que es.

      -¿Qué dices?

      -Yo me entiendo. ¿Y sigue amándole la catalana?

      -Con frenesí; ahora estará en su casa. Pero, o mucho me engaño, o algún disgusto le va a dar ella.

      -Explícate.

      -¿Para qué?

      -Es mucho más importante de lo que tú te imaginas.

      -Tú no le quieres bien, ¿es verdad?

      -No me gustan los orgullosos.

      -Entonces dime todo lo que sepas de la catalana.

      -Nada sé de positivo; pero he visto cosas que me hacen creer, como te dije, que esperaba al futuro capitán algún disgusto por los alrededores de las Vieilles-Infirmeries.

      -¿Qué has visto? Vamos, di.

      -Observé que siempre que Mercedes viene por la ciudad, la acompaña un joven catalán, de ojos negros, de piel tostada, moreno, muy ardiente, y a quien llama primo.

      -¡Ah! ¿De veras? Y ¿te parece que ese primo le haga la corte?

      -A lo menos lo supongo. ¿Qué otra cosa puede haber entre un muchacho de veintiún años y una joven de diecisiete?

      -¿Y Dantés ha ido a los Catalanes?

      -Ha salido de su casa antes que yo.

      -Si fuésemos por el mismo lado, nos detendríamos en la Reserva, en casa del compadre Pánfilo, y bebiendo un vaso de vino, sabríamos algunas noticias…

      -¿Y quién nos las dará?

      -Estaremos al acecho, y cuando pase Dantés adivinaremos en la expresión de su rostro lo que haya pasado.

      -Vamos allá -dijo Caderousse-, pero ¿pagas tú?

      -Pues claro -respondió Danglars.

      Los dos se encaminaron apresuradamente hacia el lugar indicado, donde pidieron una botella y dos vasos. El compadre Pánfilo acababa, según dijo, de ver pasar a Dantés diez minutos antes. Seguros de que se hallaba en los Catalanes, se sentaron bajo el follaje naciente de los plátanos y sicómoros, en cuyas ramas una alegre bandada de pajarillos saludaba con sus gorjeos los primeros días de la primavera.

      Capítulo 3 Los Catalanes

      A cien pasos del lugar en que los dos amigos, con los ojos fijos en el horizonte y el oído atento, paladeaban el vino de Lamalgue, detrás de un promontorio desnudo y agostado por el sol y por el viento nordeste, se encontraba el modesto barrio de los Catalanes.

      Una colonia misteriosa abandonó en cierto tiempo España, yendo a establecerse en la lengua de tierra en que permanece aún. Nadie supo de dónde venía, y hasta hablaba un dialecto desconocido. Uno de sus jefes, el único que se hacía entender un poco en lengua provenzal, pidió a la municipalidad de Marsella que les concediese aquel árido promontorio, en el coal, a fuer de marinos antiguos, acababan de dejar sus barcos. Su petición les fue aceptada, y tres meses después aquellos gitanos del mar habían edificado un pueblecito en torno a sus quince o veinte barcas.

      Construido en el día de hoy de una manera extraña y pintoresca, medio árabe, medio española, es el mismo que se ve hoy habitado por los descendientes de aquellos hombres que hasta conservan el idioma de sus padres. Tres o cuatro


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