Orgullo y prejuicio. Jane AustenЧитать онлайн книгу.
bien, no hay nada como el baile. Lo considero como uno de los mejores refinamientos de las sociedades más distinguidas.
—Ciertamente, señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos distinguidas del mundo; todos los salvajes bailan.
Sir William esbozó una sonrisa.
—Su amigo baila maravillosamente —continuó después de una pausa al ver a Bingley unirse al grupo— y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.
—Me vio bailar en Meryton, creo, señor.
—Desde luego que sí y me causó un gran placer verle. ¿Baila usted a menudo en Saint James?
—Nunca, señor.
—¿No cree que sería un cumplido para con ese lugar?
—Es un cumplido que nunca concedo en ningún lugar, si puedo evitarlo.
—Creo que tiene una casa en la capital.
El señor Darcy asintió con la cabeza.
—Pensé algunas veces en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad; pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas.
Sir William hizo una pausa con la esperanza de una respuesta, pero su compañía no estaba dispuesta a hacer ninguna. Al ver que Elizabeth se les acercaba, se le ocurrió hacer algo que le pareció muy galante de su parte y la llamó.
—Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, permítame que le presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que no puede negarse a bailar cuando tiene ante usted tanta belleza. Tomó a Elizabeth de la mano con la intención de pasársela a Darcy; quien, aunque extremadamente sorprendido, no iba a rechazarla; pero Elizabeth le volvió la espalda y le dijo a sir William un tanto desconcertada:
—De veras, señor, no tenía la menor intención de bailar. Le ruego que no suponga que he venido hasta aquí para buscar pareja.
El señor Darcy, con toda corrección le pidió que le concediese el honor de bailar con él, pero fue en vano. Elizabeth estaba decidida, y ni siquiera sir William, con todos sus argumentos, pudo persuadirla.
—Usted es excelente en el baile, señorita Eliza, y es muy cruel por su parte negarme la satisfacción de verla; y aunque a este caballero no le guste este entretenimiento, estoy seguro de que no tendría inconveniente en complacernos durante media hora.
—El señor Darcy es muy educado —dijo Elizabeth sonriendo.
—Lo es, en efecto; pero considerando lo que le induce, querida Eliza, no podemos dudar de su cortesía; porque, ¿quién podría rechazar una pareja tan encantadora?
Elizabeth los miró con coquetería y se retiró. Su resistencia no le había perjudicado nada a los ojos del caballero, que estaba pensando en ella con satisfacción cuando fue abordado por la señorita Bingley.
—Adivino por qué está tan pensativo.
—Creo que no.
—Está pensando en lo insoportable que le sería pasar más veladas de esta forma, en una sociedad como esta; y por supuesto, soy de su misma opinión. Nunca he estado más enojada. ¡Qué gente tan insípida y qué alboroto arman! Con lo insignificantes que son y qué importancia se dan. Daría algo por oír sus críticas sobre ellos.
—Sus conjeturas son totalmente equivocadas. Mi mente estaba ocupada en cosas más agradables. Estaba meditando sobre el gran placer que pueden causar un par de ojos bonitos en el rostro de una mujer hermosa. La señorita Bingley le miró fijamente deseando que le dijese qué dama había inspirado tales pensamientos. El señor Darcy, intrépido, contestó:
—La señorita Elizabeth Bennet.
—¡La señorita Bennet! Me deja atónita. ¿Desde cuándo es su favorita? Y dígame, ¿cuándo tendré que darle la enhorabuena?
—Esa es exactamente la pregunta que esperaba que me hiciese. La imaginación de una dama va muy rápido y salta de la admiración al amor y del amor al matrimonio en un momento. Sabía que me daría la enhorabuena.
—Si lo toma tan en serio, creeré que es ya cosa hecha. Tendrá usted una suegra encantadora, de veras, y ni que decir tiene que estará siempre en Pemberley con ustedes.
Él la escuchaba con perfecta indiferencia, mientras ella seguía disfrutando con las cosas que le decía, y al ver, por la actitud de Darcy, que todo estaba a salvo, dejó correr su ingenio durante largo tiempo.
La propiedad del señor Bennet consistía casi enteramente en una hacienda de dos mil libras al año, la cual, desafortunadamente para sus hijas, estaba destinada, por falta de herederos varones, a un pariente lejano; y la fortuna de la madre, aunque abundante para su posición, difícilmente podía suplir a la de su marido. Su padre había sido abogado en Meryton y le había dejado cuatro mil libras.
La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal señor Phillips que había sido empleado de su padre y le había sucedido en los negocios, y un hermano en Londres que ocupaba un respetable lugar en el comercio.
El pueblo de Longbourn estaba solo a una milla de Meryton, distancia muy conveniente para las señoritas, que normalmente tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro veces a la semana para visitar a su tía y, de paso, detenerse en una sombrerería que había cerca de su casa.
Las que más frecuentaban Meryton eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar más ociosas que sus hermanas, y cuando no se les ofrecía nada mejor, decidían que un paseíto a la ciudad era necesario para pasar bien la mañana y así tener conversación para la tarde; porque, aunque las noticias no solían abundar en el campo, su tía siempre tenía algo que contar. De momento estaban bien provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada de un regimiento militar que iba a quedarse todo el invierno y tenía en Meryton su cuartel general.
Ahora las visitas a la señora Phillips proporcionaban una información de lo más interesante. Cada día añadían algo más a lo que ya sabían acerca de los nombres y las familias de los oficiales. El lugar donde se alojaban ya no era un secreto y pronto empezaron a conocer a los oficiales en persona. El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para sus sobrinas una fuente de satisfacción insospechada. No hablaba de otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del señor Bingley, de la que tanto le gustaba hablar a su madre, ya no valía la pena comparada con el uniforme de un alférez. Después de oír una mañana el entusiasmo con el que sus hijas hablaban del tema, el señor Bennet observó fríamente:
—Por todo lo que puedo sacar en limpio de su manera de hablar deben de ser las muchachas más tontas de todo el país. Ya había tenido mis sospechas algunas veces, pero ahora estoy convencido. Catherine se quedó desconcertada y no contestó. Lydia, con absoluta indiferencia, siguió expresando su admiración por el capitán Carter y dijo que esperaba verle aquel mismo día, pues a la mañana siguiente se marchaba a Londres.
—Me deja pasmada, querido —dijo la señora Bennet—, lo dispuesto que siempre estás a creer que tus hijas son tontas. Si yo despreciase a alguien, sería a las hijas de los demás, no a las mías.
—Si mis hijas son tontas, lo menos que puedo hacer es reconocerlo.
—Sí, pero ya ves, resulta que son muy listas.
—Presumo que ese es el único punto en el que no estamos de acuerdo. Siempre deseé coincidir contigo en todo, pero en esto difiero, porque nuestras dos hijas menores son tontas de remate.
—Mi querido señor Bennet, no esperarás que estas niñas tengan tanto sentido como sus padres. Cuando tengan nuestra edad apostaría a que piensan en oficiales tanto como nosotros. Me acuerdo de una época