¡Colombia a la vista!. Francisco Leal QuevedoЧитать онлайн книгу.
pero quería mostrarme poco interesado. Cuando ellos llegaron del trabajo, yo seguía ocupado en mis cosas, aunque tenía curiosidad y no pensaba en nada más.
—Te aceptaron —dijo mi papá mientras mostraba indiferencia.
Noté que había un cierto orgullo oculto en sus miradas.
—Está bien, iré, pero…
En ese momento puse una exigente condición:
—Si después de la tercera clase no quiero volver, nadie va a oponerse.
Luego me enteré, cuando mi mamá hablaba por teléfono con su mejor amiga, que el curso era exclusivo y carísimo.
—Vale casi tanto como si nos fuéramos de viaje, pero parece que es sensacional. Y solo aceptan a unos pocos, los mejores. Él se lo merece, es pilísimo.
3
El profesor Teruel
«§»
Así, esa mañana de lunes, sonó el despertador a las 6:00 a.m. Miré por la ventana. El cielo estaba encapotado. El calor de las cobijas era irresistible. Quise meterme de nuevo en el nido, pero ya me había comprometido. Hice un gran esfuerzo y logré levantarme.
“Lo inevitable: hay que aceptarlo”, me dije mientras buscaba la ropa en el armario.
Mi papá iba ese día por esos lados y ofreció llevarme. Pronto llegamos al Jardín Botánico, pues no vivimos lejos. Me bajé frente a la entrada y él siguió de largo. Desde lejos se veía el aviso. Todo sería seguir en línea recta. La puerta de ingreso quedaba a unos cien metros de la avenida, caminé por un sendero custodiado por inmensos árboles. Me agradó el paisaje. Mi respiración formaba una nubecita de vapor, que me empañaba los lentes. El sol se asomaba débil entre las densas nubes, hacía algo de frío, pero soportable. Además, tenía saco y chaqueta.
“Y la curiosidad también calienta el cuerpo”, me dije.
Varios caminábamos hacia la entrada. Entre ellos busqué alguna cara familiar. Alguien de mi barrio o de mi colegio, pero no conocía a nadie. Me entró una sensación de desamparo. Todos parecían animados, menos unos pocos. Dos más tenían mi misma cara de desubicado; me acerqué primero a ellos, se llamaban Mabel y Pablo. Más tarde supe que coincidíamos en que nuestros padres trabajaban mucho y no tenían tiempo para nosotros en esos días. Nos sentamos juntos, aunque en ese momento hablamos poco.
Algunos compañeros se destacaban fácilmente dentro del grupo, como una chica de piel morena, Manuela, con una sonrisa blanca, inmensa. Estaba allí Ramón, de muchos músculos, alto, nos llevaba a todos una cabeza. Rosita, de apariencia frágil, pero en realidad incansable y emprendedora. Sebastián, que no se quitaba la camiseta de la selección Colombia sino para ponerse otra, y hablaba de deportes todo el tiempo. Martín, se veía que el rock era su pasión y lucía cadenas y camisetas de un grupo conocido. Había dos extranjeros que posiblemente se quedarían a vivir unos años en este país: Maricarmen, española, con una voz varios decibeles más potente que las nuestras. Y Antoine, francés, de hablar pausado, creo que su madre trabaja en la Embajada de su país. También me llamó la atención Daniel, de mirada de despistado, daba la impresión de que su cerebro llegaba tarde a todo, pero siempre llegaba. Y Rodolfo, con el clásico aspecto nerd: de gafitas, callado y concentrado, con su morral pesado y con aire de sabérselas todas.
Había un grupito de unos cinco que parecían tolerar poco el frío, como si vinieran de lejos, de tierras más cálidas. Ricardo quien venía de Medellín. Elsie, cartagenera, simpática e inteligente, parecía casi una muñeca vestida con esmero, todos sus colores armonizaban. Gerardo, de Bucaramanga, seco, un poco hosco al comienzo, pero luego abierto y sincero. Luciano, de Neiva, algo lento al hablar, con un tono de canción, pero con un enorme sentido del humor. En el grupo sobresalía alguien más, una persona que se veía feliz, aunque un poco alocada. Simpatizamos al instante, se presentaba: “Mi nombre es Isabel de los Reyes, pero llámame Isa”. Iba de grupo en grupo conversando con todos, como si los conociera desde siempre.
Somos 25 en total, 13 mujeres y 12 hombres. Si contamos al profe quedamos igualados. Detrás de él, sin falta, está Victoria, su asistente; menuda, discreta, siempre en movimiento, como si de ella dependiera todo. Y detrás de Victoria, Moisés, su ayudante.
El famoso profesor Teruel entró saludándonos a todos, uno por uno, por nuestro nombre de pila. No era difícil, nos habían puesto en el pecho una escarapela muy visible. Sin embargo, sabía de qué colegio veníamos, nuestro rendimiento académico y los hobbies que se habían declarado en la hoja de vida.
—Todos ustedes son especiales. Son los pocos elegidos. Recibimos más de doscientas solicitudes.
Cuando llegó mi turno me dijo:
—Dizque sobresaliente en composición literaria, mis respetos —le sonó con gracia, no se estaba burlando.
Era inevitable analizarlo. De estatura mediana y más bien flaco, parecía de unos cuarenta años. Tenía un cierto aire al profesor Chiflado: calvo, pero con pelos a los lados que caían sobre las orejas como guardabarros de una bicicleta. De chiflado no tenía sino ese detalle. Vestía informal, quizás quería lucir más joven. Se veía jovial y despreocupado. Parecía estar muy a gusto con su vida y su trabajo. Uno sentía que ya lo conocía desde antes.
Empezaron las sorpresas desde el primer momento, no entramos a un salón con pupitres en fila, sino que nos llevó al teatrino, un edificio evidentemente nuevo.
—Ustedes lo están estrenando. Esta será nuestra aula, mejor, nuestro centro de operaciones. Ha sido diseñada especialmente para nuestro curso.
Parecía la cabina de un avión del futuro. Habían construido una consola que a mí me pareció de nave espacial. La proyección se haría sobre una pantalla de doce módulos, que podían funcionar juntos, individuales o por segmentos. Las imágenes mostraban una nitidez absoluta. El sonido parecía brotar de mil sitios. Las sillas eran aerodinámicas, con auténticos cinturones de seguridad. Estaban dispuestas en semicírculos, en una gradería de tres niveles. Desde cualquier punto la visibilidad era perfecta. Se disponía de escenario y espacio para proyección, música y luces. Además, allí cabíamos cómodos los 25 del grupo. Todo estaba diseñado para que nos olvidáramos del mundo exterior y nos concentráramos en la inmensa pantalla.
—Muchachos, vamos a pasarla bien. Espero que a ratos superbién, mientras hacemos un viaje lleno de descubrimientos. Se trata de aprender en grande, pero de divertirnos en grande, también. No solo ustedes van a aprender, yo también espero hacerlo a diario, esta Historia nuestra es muy compleja y nadie se las sabe todas. El curso se llama “¡Colombia a la vista! I. La voz de sus objetos”. En ninguna parte existe algo similar. Es un invento mío que se hace aquí por primera vez y es posible que también sea la última que se haga.
»Si alguien nos pregunta de dónde somos, al instante respondemos que somos colombianos, obviamente. Somos inconfundibles por nuestro acento, por cierta alegría, por el amor al baile, por cierto humor, entre otras mil cosas. Pero ¿alguno de ustedes me puede responder esta pregunta?: ¿Qué es ser colombiano? Es difícil ponerlo en pocas palabras o en muchas. Durante todo el curso tendremos esa pregunta siempre presente. Iremos por partes, al final podremos responder con alguna claridad esta y otras más, como por ejemplo: ¿Tenemos algo que sea colombiano para ofrecerle al mundo? ¿Cómo se ha hecho este país? ¿Quiénes lo han hecho? Y, finalmente, tomaremos posiciones: ¿Podemos cambiar en algo nuestro país? ¿Existe algo concreto que cada uno de nosotros pueda hacer para lograr ese cambio?
»Estaremos juntos buena parte del tiempo, todas las mañanas, de lunes a sábado, durante casi cinco semanas. Nos van a unir los descubrimientos y las vivencias. Los datos que oirán, con el tiempo los olvidarán, pero les habrá quedado para siempre una mirada nueva sobre esto que integramos juntos y que se llama Colombia.
Miré a mis compañeros. La atención era total.
—Para este curso les traigo algo fuera de serie —anunció con su voz potente—. Para conocer los objetos lejanos