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El paraiso de las mujeres. Vicente Blasco IbanezЧитать онлайн книгу.

El paraiso de las mujeres - Vicente Blasco Ibanez


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sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo, pinchándole en las muñecas y en los tobillos con las agudas lanzas de unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.

      - Es verdaderamente extraordinario -continuó el profesor- que haya conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona se apiadaron al enterarse de la categoría a que indudablemente pertenece usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y he contribuido, en la medida de mi influencia, a conseguir que las altas personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento. Como la lengua de todos los Hombres-Montañas que vinieron aquí ha sido siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un gentleman.

      Gillespie no ocultó su extrañeza ante tan repetida afirmación.

      - ¿Y como llegaron ustedes a conocer que soy un gentleman? -preguntó, sonriendo.

      - Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que lo hemos sometido a un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la influencia del narcótico, empezó esta operación a la luz de los faros de nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos continuado a la luz del sol. Una máquina-grúa ha ido extrayendo de sus bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar gracias a mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla a un orificio abierto en la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia transparente muy inferior a nuestros cristales; máquina ruidosa y primitiva que sirve entre los Hombres-Montañas para marcar el paso del tiempo, y que haría reír por su rudeza a cualquier niño de nuestras escuelas.

      También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le trajo a nuestras costas. He examinado todo lo que hay en el; he traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio, carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman porque no tiene las manos callosas y porque su olor a humanidad es menos fuerte que el de los otros Hombres-Montañas que nos visitaron, los cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe bañarse todos los días, ¿no es cierto, gentleman?… Además, el pedazo de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de jardín.

      Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:

      - Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un verdadero gentleman, porque he ordenado a dos de mis secretarios que volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético. Indudablemente, el Gentleman-Montaña ha pasado por una universidad. En nuestro país, solo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente a la grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí en una materia tan delicada como es la poesía.

      Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor, teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su minúscula persona.

      Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro carilleño y lampiño estaba encuadrado por unas melenillas negras y cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada a la cintura por un cordón, que hacia más visible la exagerada curva de sus caderas, y unos pantalones que, a pesar de ser anchos, resultaban tan ajustados como el mallon de una bailarina.

      - ¡Pero usted es una mujer! -exclamó Gillespie, asombrado de su repentino descubrimiento-.

      - ¿Y qué otra cosa podía ser? -contestó ella—. ¿Cómo no perteneciendo a mi sexo habría llegado a figurar entre los sabios de la Universidad Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que solo conocen los privilegiados de la ciencia?

      Calló, para añadir poco después con una voz lánguida, dejando a un lado la bocina:

      - ¿Y en qué ha conocido usted que soy mujer?

      El ingeniero se contuvo cuando iba a contestar. Presintió que tal vez corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:

      - Lo he conocido en su aspecto.

      La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal respuesta.

      - ¡Ah, si! -dijo al fin con cierta sequedad-. Lo ha conocido usted, sin duda, en mis abundancias corporales. Yo soy una persona seria, una persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia es una diosa cruel con los que se dedican a su servicio.

      - Lo he conocido también -se apresuró a añadir Edwin- en la dulzura de su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuido a salvar mi vida.

      La profesora acogió estas palabras con una larga pausa, durante la cual sus anteojos de concha lanzaron un brillo amable que parecía acariciar al gigante. Pensaba, sin duda, que este hombre grosero y de aspecto monstruoso era capaz de decir cosas ingeniosas, como si perteneciese al sexo inteligente, o sea el femenino. Bajo los ojos y añadió con una expresión de tierna simpatía:

      - Por algo he encontrado tantas veces en sus versos la palabra Amor con una mayúscula más grande que mi cabeza.

      Después pareció sentir la necesidad de cambiar el curso de la conversación, recobrando su altivo empaque de personaje universitario. Aunque ninguno de los presentes pudiera entenderla, temía haber dicho demasiado.

      - Usted se ira dando cuenta, Gentleman-Montaña -continuó-, de que ha llegado a un país diferente a todos los que conoce, una nación de verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el principio del mundo… . Deje de mirarme a mí unos instantes y examine la muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así hará su estudio con mayor comodidad. Espere a que de mis órdenes.

      Y recobrando su portavoz, empezó a lanzar rugidos en un idioma del que no pudo entender el americano la menor sílaba. La máquina volante que descansaba sobre su pecho levantó el vuelo, y los otros cuatro aeroplanos aflojaron los hilos metálicos sujetos a sus extremidades. La muchedumbre se arremolinó, iniciando a continuación un movimiento de retroceso.

      Gillespie vio que unos grupos de jinetes repelían al gentío para que se alejase. Otros soldados acababan de descender de varias máquinas rodantes que tenían la forma de un león. Estos guerreros jóvenes eran de aire gentil y graciosamente desenvueltos.

      Uno de ellos pasó muy cerca de sus ojos, y entonces pudo descubrir que era una


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