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El tulipán negro. Alejandro DumasЧитать онлайн книгу.

El tulipán negro - Alejandro Dumas


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del año, Corneille de Witt vino a Dordrecht para vivir tres meses en su antigua casa familiar; porque se sabe que no solamente Corneille había nacido en Dordrecht, sino que la familia de los De Witt era originaria de esta ciudad.

      Corneille comenzaba entonces, como decía Guillermo de Orange, a gozar de la más perfecta impopularidad. Sin embargo, para sus conciudadanos, los buenos habitantes de Dordrecht, no era todavía un facineroso a prender, y aquéllos, poco satisfechos de su republicanismo algo demasiado puro, pero orgullosos de su valor personal, quisieron ofrecerle el vino de la ciudad cuando llegó.

      Después de haber dado las gracias a sus conciudadanos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos.

      Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal.

      Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baerle simpatías olvidando completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de los tulipanes.

      Por eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.

      Y sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los orangistas más hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de prolongarse por el sacrificio más allá de la muerte.

      En el momento en que Cornelius comenzó a entregarse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre. Había en Dordrecht y viviendo puerta a puerta con él, un burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura elf loristefrançais, es decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.

      Boxtel no tenía la suerte de ser rico como Van Baerle. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de Dordrecht; había preparado el terreno según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la farmacopea de los jardineros autoriza.

      Con la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores. Así, sus productos comenzaban a gustar. Eran bellos, incluso poco comunes. Varios aficionados habían venido a visitar los tulipanes de Boxtel. Por último, Boxtel había lanzado al mundo de los Limé y de los Tournefort un tulipán con su nombre. Aquel tulipán viajó, atravesó Francia, entró en España, penetró hasta Portugal, y el rey don Alfonso VI que, expulsado de Lisboa, se había retirado a la isla de Ter- ceira, donde se divertía, como el gran Cond, regando claveles, sino cultivando tulipanes, dijo: «No está mal», contemplando el susodicho Boxtel.

      De pronto, como continuación a todos los estudios a que se había dedicado, y habiendo invadido a Cornelius van Baerle la pasión por los tulipanes, decidió éste modificar su casa de Dordrecht que, como hemos dicho, era vecina a la de Boxtel a hizo elevar un piso a cierto edificio de su patio, el cual, al alzarse, robó medio grado de calor y, en cambio, produjo medio grado de frío al jardín de Boxtel, sin contar con que cortó el viento y trastornó todos los cálculos y toda la economía hortícola de su vecino.

      Después de todo, esa desgracia no era nada a los ojos del vecino Boxtel. Van Baerle no era más que un pintor, es decir, una especie de loco que intenta reproducir sobre la tela, desfigurándolas, las maravillas de la Naturaleza. El pintor hacía levantar un piso a su taller para tener mejor luz, lo que entraba en su derecho. El señor Van Baerle era pintor como el señor Boxtel era florista-tulipanero; quería sol para sus cuadros, y le robaba medio grado a los tulipanes del señor Boxtel.

      La ley estaba de parte del señor Van Baerle. Bene sit.

      Por otra parte, Boxtel había descubierto que demasiado sol perjudicaba al tulipán, y que esta flor crece mejor y más coloreada con el tibio sol de la mañana o de la tarde que con el ardiente sol del mediodía.

      Tuvo, pues, casi que agradecer a Cornelius van Baerle el haberle proporcionado gratis un parasol.

      Tal vez no fuera esto enteramente verdad, y lo que decía Boxtel respecto a su vecino Van Baerle no fuese la total expresión de su pensamiento. Sin embargo, las grandes almas hallan en la filosofía asombrosos recursos en medio de las grandes catástrofes.

      Pero desgraciadamente, ¡qué fue de este infortunado Boxtel, cuando vio los vidrios del nuevo piso edificado llenarse de cebollas, de bulbos, de tulipanes en plena tierra, de tulipanes en botes, en fin de todo lo que concierne a la profesión de un monómano tulipanero!

      Había paquetes de etiquetas, casilleros, cajas con compartimientos y los enrejados de hierro destinados a cerrar esos casilleros para renovarles el aire sin permitir el acceso a las ratas, a los lirones, a los turones y a los ratones, curiosos aficionados a los tulipanes de dos mil francos la cebolla.

      Boxtel quedó muy impresionado cuando vio todo aquel material, pero todavía no comprendía la extensión de su desgracia. Se sabía que Van Baerle era amigo de todo lo que alegraba la vista. Estudiaba a fondo la Naturaleza para sus cuadros, acabados como los de Gérard Dow, su maestro, y los de Miéris, su amigo. ¡No era posible que teniendo que pintar el interior de un tulipanero, hubiera reunido en su nuevo taller todos los accesorios de la decoración!

      Sin embargo, aunque tranquilizado por esta engañosa idea, Boxtel no pudo resistir la ardiente curiosidad que le devoraba. Llegada la noche, aplicó una escala contra el muro medianero y, mirando la casa de su vecino Baerle, se convenció de que la tierra de un enorme cuadrado, poblado hacía poco de plantas diferentes, había sido removido, dispuesto en platabandas de mantillo mezclado con lodo de río, combinación esencialmente simpática a los tulipanes, todo rodeado con un borde de césped para impedir los desmoronamientos. Además, al sol naciente, al sol poniente, sombra dispuesta para tamizar el sol del mediodía; agua en abundancia y al alcance, exposición al sur suroeste, en fin, condiciones completas, no solamente para el éxito, sino para el progreso. Sin ningún género de duda, Van Baerle se había convertido en un tulipanero.

      Boxtel se representó inmediatamente a ese sabio de cuatrocientos mil florines de capital y diez mil de yenta, empleando sus recursos morales y físicos en el cultivo de los tulipanes al por mayor. Entrevió su éxito en un vago pero cercano porvenir, y concibió, por adelantado, tal dolor por ese éxito, que sus manos se relajaron, las rodillas se debilitaron, y cayó desesperado al pie de su escala.

      Así pues, no era por tulipanes pintados, sino por tulipanes reales por lo que Van Baerle le robaba medio grado de calor. Así pues, Van Baerle iba a tener la más admirable de las exposiciones solares y, además, una vasta habitación donde conservar sus cebollas y sus bulbos: habitación alumbrada, aireada, ventilada, riqueza prohibida a Boxtel, que se había visto obligado a dedicar a ese use su dormitorio y que, para no perjudicar con la influencia de los espíritus animales a sus bulbos y sus tubérculos, se resignaba a acostarse en el granero.

      Así, puerta a puerta, pared por pared, Boxtel iba a tener un rival, un emulador, un vencedor tal vez, y ese rival, en lugar de ser cualquier oscuro jardinero, desconocido, ¡era el ahijado del amo Corneille de Witt, es decir, una celebridad!

      Boxtel, como se ve, tenía un espíritu menos fuerte que el de Porus, que se consolaba por haber sido vencido por Alejandro justamente a causa de la celebridad de su vencedor.

      En efecto, ¡qué sucedería si alguna vez Van Baerle hallaba un tulipán nuevo y lo llamaba el Jean de Witt, después de haber llamado a uno el Corneille! Era


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