Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
No cambian jamás, ni siquiera por conveniencia: siguen cantando sus himnos sublimes hasta el último día. Son unos necios. Entre nosotros, en nuestra tierra rusa, no hay necios: esto es cosa sabida. Es precisamente lo que distingue a nuestro país de las tierras extranjeras. Entre nosotros no se ven esas naturalezas ideales en estado bruto, por decirlo así. Al imaginarse estúpidamente que los Constanioglos y los tíos Piotr Ivanovitch eran nuestro ideal, los críticos y los publicistas han juzgado que nuestros románticos son tan soñadores y tan sublimes como los de Alemania y Francia .
Y no es así. El carácter de nuestro romántico es completamente distinto de sus colegas extranjeros, y ninguna de las unidades de medida europeas puede convenirle (permítanme emplear el término «romántico», vieja y respetable palabra que todo el mundo conoce). El rasgo predominante de nuestro romántico es que lo comprende todo, que lo ve todo y que incluso lo ve mucho más claramente aún que los espíritus más positivos. Nuestro romántico no se inclinará ante la realidad, pero tampoco la desdeñará. Cederá si es preciso, pues no perderá nunca de vista el fin práctico, útil (una buena pensión, una linda medalla, un alojamiento del Estado), que percibirá a través de todo su entusiasmo, de todos sus volúmenes de poemas líricos. Pero conservará al mismo tiempo, intangible, su ideal «de lo bello, de lo sublime», sin dejar de conservarse a sí mismo, sin el menor reparo, entre algodones, como una joya, para mayor provecho de la belleza, de la sublimidad. Nuestro romántico es un hombre de espíritu extremadamente amplio y, a la vez, el mayor de nuestros canallas. Se lo aseguro a ustedes, incluso lo sé por experiencia. Pero todo esto sólo se refiere al romántico inteligente. ¡Oh! ¿Qué digo? Todos los románticos son inteligentes. Si ha habido algunos imbéciles entre nuestros románticos, éstos no cuentan, por la sencilla razón de que, en la flor de la vida, se convertían en verdaderos alemanes y acababan por instalarse en alguna parte de la Selva Negra o en Suiza, a fin de conservar intactos sus sublimes ideales. Así era yo. Yo despreciaba sinceramente mis ocupaciones, y si no les escupía era porque estaba obligado a ir a la oficina, ya que necesitaba el sueldo. Iba a la oficina por encima de todo: observen el detalle. Nuestro romántico perderá antes la razón (cosa que, por cierto, le sucede muy raramente) que escupirá a su carrera, a menos que se le ofrezca otra. No se le podrá obligar a marcharse, ni siquiera a puntapiés, y, si pierde completamente la cabeza, podrán encerrarlo en un manicomio, donde se jactará de ser rey de España..
Pero sólo pierden la razón los endebles. Un número incalculable de románticos llega a los más altos puestos. La diversidad de su talento es extraordinaria. ¡Con qué facilidad logran armonizar los sentimientos y las sensaciones más contradictorias! Esto me impresionaba y consolaba. Ésta es la razón de que tengamos tantas «naturalezas amplias» que conservan su ideal hasta en su última caída. Y aunque no muevan un dedo por sus ideales, aunque sean verdaderos bandidos, siguen siendo extraordinariamente honrados con su alma y conservan el respeto a su ideal, del que hablan con voz impregnada de lágrimas.
Sí, señores; en nuestra patria, incluso el peor de los canallas puede ser honrado con su alma, honrado hasta lo sublime, sin dejar de ser un miserable. Lo repito: de las filas de nuestros románticos se ve continuamente salir bribones tan hábiles (empleo la palabra «bribón» en tono cariñoso), que manifiestan un sentido tal de la realidad y conocimientos tan prácticos, que sus superiores jerárquicos y el público se frotan los ojos de estupefacción al observar el fenómeno.
¡Sí, nuestra diversidad y nuestra amplitud son verdaderamente extraordinarias, y sabe Dios lo que saldrá de ellas todavía y lo que nos anuncian para el porvenir! j Verdaderamente, el material no es malo! ¿Qué piensan ustedes de todo esto, señores? Al decir estas cosas, no me impulsa un ridículo sentimiento de patriotismo. Por lo demás, estoy seguro de que ustedes se imaginan otra vez que bromeo. O acaso me equivoque y, por el contrario, crean que hablo en serio. En todo caso, las dos opiniones me honran por igual, señores, y me causan la misma satisfacción.
Y perdonen esta disgresión.
Naturalmente, nunca conseguía soportar durante mucho tiempo mis relaciones de amistad con mis colegas. Rompía con ellos tempestuosamente, dejaba de saludarlos -efecto de mi juvenil inexperiencia – y todo terminaba entre nosotros. Pero esto me ocurrió una sola vez, pues era excepcional que faltara a mi habitual misantropía.
En mi casa me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. Así procuraba apagar bajo impresiones externas lo que hervía constantemente en mí. Las únicas impresiones externas de que disponía había de buscarlas en la lectura. Naturalmente, eran para mí un gran reconfortante: me conmovían, me dis traían, me atormentaban. Pero llegaba un momento en que me sentía harto de ellas y experimentaba la necesidad de obrar. Entonces, de golpe y porrazo, me lanzaba al libertinaje, un libertinaje mezquino, nauseabundo, irrisorio, subterráneo. Mi continua irrit ación hacía mis pasiones ardientes, abrasadoras. Mis impulsos de pasión terminaban en ataques de nervios, lágrimas y convulsiones. Fuera de la lectura, no tenía ninguna distracción. En tomo a mí no había nada que pudiese imponerme algún respeto y atraerme. Una ola de angustia me inundaba; sentía una sed histérica de contrastes, de oposiciones, y me lanzaba a la disipación.
No digo esto para disculparme… Sin embargo… Sí, miento. Quería precisamente excusarme. Y no quiero mentir: he dado mi palabra.
Por la noche iba en busca de las mujeres, a hurtadillas, con un sentimiento de vergüenza que no se apartaba de mí ni siquiera en los momentos más innobles y que me exasperaba hasta la locura. Entonces, mi alma ya llevaba en ella su subsuelo. Tenía un miedo atroz a que alguien me viera y me reconociese. Por eso iba a las zahúrdas más sórdidas.
Una noche, al pasar ante un pequeño restaurante, asistí, a través de las ventanas iluminadas, a una batalla entre jugadores de billar, que utilizaban como armas los tacos, y vi cómo echaban a uno de ellos por la ventana. En otro momento cualquiera, aquella conducta me habría repugnado, pero el estado de ánimo en que me hallaba entonces me hizo tener envidia de aquel señor al que habían arrojado a la calle. Fue tan fuerte aquel sentimiento, que entré en la sala de billares. «¿Quién sabe -me decía-. Quizá también yo logre armar una buena trifulca y que me echen por la ventana.
No estaba borracho, pero ¿qué quieren ustedes?, el tedio y la angustia me volvían loco. Y resultó que yo ni siquiera era digno de que me echasen por la ventana, y me fui sin haber podido reñir con nadie. Desde el primer momento, un oficial me puso en mi sitio.
Me había situado cerca de la mesa de billar y, como no conocía nada del juego, estorbaba a los jugadores. A fin de poder pasar, el oficial me puso las manos en los hombros y, sin la menor explicación, sin decir ni palabra, me apartó. Luego pasó como si yo no existiese. Le habría perdonado que me golpeara, pero me mortificó que me apartara en silencio.
Sólo el diablo sabe lo que yo habría dado por una disputa en regla, por una querella conveniente, literaria, por decirlo así. Me habían tratado como a una mosca. El oficial era un hombre de aventajada estatura; yo, bajito y enclenque. Sin embargo, sólo de mí dependía provocar un escándalo. Si hubiese protestado, me habrían hecho tomar al punto el camino de la ventana. Pero reflexioné y preferí escabullirme, aunque mi corazón rebosaba de cólera.
De nuevo me vi en la calle. Estaba conmovido y perplejo. Regresé derecho a casa. Y al día siguiente volví a lanzarme, más atemorizado aún, más tristemente, en mi irrisorio libertinaje. Tenía lágrimas en los ojos, pero continuaba. No crean ustedes, sin embargo, que retrocedí ante el oficial por temor. Jamás sen tí miedo, aunque siempre lo tuviese a la acción. ¡No se rían aún! Hay una explicación para esto. Yo tengo explicaciones para todo.
¡Oh, si ese oficial hubiese sido de los que admiten batirse en duelo! ¡Pero no! Era precisamente uno de esos señores (¡ay!, este tipo ha desaparecido hace mucho tiempo) que prefieren servirse de los tacos de billar o bien quejarse a sus jefes, a la manera del teniente Pirogov que nos presenta Gogol. Estos oficiales no se batían, y sobre todo cuando tenían una disputa con nosotros, miserables paisanos, consideraban el duelo una inconveniencia, una moda francesa, algo propio de espíritus liberales. Pero esto no les impedía, especialmente cuando eran altos y fornidos, insultar pródigamente