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Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.

Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski


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seis pasos de largo y ofrecía el aspecto más miserable, con su papel amarillo y polvoriento, despegado a trozos, y tan baja de techo, que un hombre que rebasara sólo en unos centímetros la estatura media no habría estado allí a sus anchas, pues le habría cohibido el temor de dar con la cabeza en el techo. Los muebles estaban en armonía con el local. Consistían en tres sillas viejas, más o menos cojas; una mesa pintada, que estaba en un rincón y sobre la cual se veían, como tirados, algunos cuadernos y libros tan cubiertos de polvo que bastaba verlos para deducir que no los habían tocado hacía mucho tiempo, y, en fin, un largo y extraño diván que ocupaba casi toda la longitud y la mitad de la anchura de la pieza y que estaba tapizado de una indiana hecha jirones. Éste era el lecho de Raskolnikof, que solía acostarse completamente vestido y sin más mantas que su vieja capa de estudiante. Como almohada utilizaba un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el diván había una mesita.

      No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono; pero Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la casa, que de vez en cuando echaba a su habitación una ojeada, le ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales dominados por ideas fijas.

      Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni siquiera le había pasado por la imaginación ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasia, la cocinera y única sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar hacía tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la escoba. Ella fue la que lo despertó aquella mañana.

      ¡Vamos! ¡Levántate ya! le gritó . ¿Piensas pasarte la vida durmiendo? Son ya las nueve… Te he traído té. ¿Quieres una taza? Pareces un muerto.

      El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció a la sirvienta.

      ¿Me lo envía la patrona? preguntó, incorporándose penosamente.

      ¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?

      Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un poco de té, y dos terrones de azúcar amarillento.

      Oye, Nastasia; hazme un favor dijo Raskolnikof, sacando de un bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque, como de costumbre, se había acostado vestido . Toma y ve a comprarme un panecillo blanco y un poco de salchichón del más barato.

      El panecillo blanco te lo traeré en seguida pero el salchichón… ¿No prefieres un plato de chtchis? Es de ayer y está riquísimo. Te lo guardé, pero viniste demasiado tarde. Palabra que está muy bueno.

      Cuando trajo la sopa y Raskolnikof se puso a comer, Nastasia se sentó a su lado, en el diván, y empezó a charlar. Era una campesina que hablaba por los codos y que había llegado a la capital directamente de su aldea.

      Praskovia Pavlovna quiere denunciarte a la policía dijo.

      El frunció las cejas.

      ¿A la policía? ¿Por qué?

      Porque ni le pagas ni lo vas a hacer: la cosa no puede estar más clara.

      Es lo único que me faltaba murmuró el joven, apretando los dientes . En estos momentos, esa denuncia sería un trastorno para mí. ¡Esa mujer es tonta! añadió en voz alta . Hoy iré a hablar con ella.

      Desde luego, es tonta. Tanto como yo. Pero tú, que eres inteligente, ¿por qué te pasas el día echado así como un saco? Y no se sabe ni siquiera qué color tiene el dinero. Dices que antes dabas lecciones a los niños. ¿Por qué ahora no haces nada?

      Hago algo replicó Raskolnikof secamente, como hablando a la fuerza.

      ¿Qué es lo que haces?

      Un trabajo.

      ¿Qué trabajo?

      Medito respondió el joven gravemente, tras un silencio.

      Nastasia empezó a retorcerse. Era un temperamento alegre y, cuando la hacían reír, se retorcía en silencio, mientras todo su cuerpo era sacudido por las mudas carcajadas.

      ¿Has ganado mucho con tus meditaciones? preguntó cuando al fin pudo hablar.

      No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además, odio las lecciones: de buena gana les escupiría.

      No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.

      ¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks! ¿Qué haría yo con eso?

      Seguía hablando como a la fuerza y parecía responder a sus propios pensamientos.

      Entonces, ¿pretendes ganar una fortuna de una vez?

      Raskolnikof le dirigió una mirada extraña.

      Sí, una fortuna respondió firmemente tras una pausa.

      Bueno, bueno; no pongas esa cara tan terrible… ¿Y qué me dices del panecillo blanco? ¿Hay que ir a buscarlo, o no?

      Haz lo que quieras.

      ¡Ah, se me olvidaba! Llegó una carta para ti cuando no estabas en casa.

      ¿Una carta para mí? ¿De quién?

      Eso no lo sé. Lo que sé es que le di al cartero tres kopeks. Espero que me los devolverás.

      ¡Tráela, por el amor de Dios! ¡Trae esa carta! exclamó Raskolnikof, profundamente agitado . ¡Señor…! ¡Señor…!

      Un minuto después tenía la carta en la mano. Como había supuesto, era de su madre, pues procedía del distrito de R. Estaba pálido. Hacía mucho tiempo que no había recibido ninguna carta; pero la emoción que agitaba su corazón en aquel momento obedecía a otra causa.

      ¡Vete, Nastasia! ¡Vete, por el amor de Dios! Toma tus tres kopeks, pero vete en seguida; te lo ruego.

      La carta temblaba en sus manos. No quería abrirla en presencia de la sirvienta; deseaba quedarse solo para leerla. Cuando Nastasia salió, el joven se llevó el sobre a sus labios y lo besó. Después estuvo unos momentos contemplando la dirección y observando la caligrafía, aquella escritura fina y un poco inclinada que tan familiar y querida le era; la letra de su madre, a la que él mismo había enseñado a leer y escribir hacía tiempo. Retrasaba el momento de abrirla: parecía experimentar cierto temor. Al fin rasgó el sobre. La carta era larga. La letra, apretada, ocupaba dos grandes hojas de papel por los dos lados.

      «Mi querido Rodia decía la carta : hace ya dos meses que no te he escrito y esto ha sido para mí tan penoso, que incluso me ha quitado el sueño muchas noches. Perdóname este silencio involuntario. Ya sabes cuánto te quiero. Dunia y yo no tenemos a nadie más que a ti; tú lo eres todo para nosotras: toda nuestra esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir. Sólo Dios sabe lo que sentí cuando me dijiste que habías tenido que dejar la universidad hacía ya varios meses por falta de dinero y que habías perdido las lecciones y no tenías ningún medio de vida. ¿Cómo puedo ayudarte yo, con mis ciento veinte rublos anuales de pensión? Los quince rublos que te envié hace cuatro meses, los pedí prestados, con la garantía de mi pensión, a un comerciante de esta ciudad Ilamado Vakruchine. Es una buena persona y fue amigo de tu padre; pero como yo le había autorizado por escrito a cobrar por mi cuenta la pensión, tenía que procurar devolverle el dinero, cosa que acabo de hacer. Ya sabes por qué no he podido enviarte nada en estos últimos meses.

      »Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por otra parte, en estos momentos no podemos quejarnos de nuestra suerte, por el motivo que me apresuro a participarte. Ante todo, querido Rodia, tú no sabes que hace ya seis


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