Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor DostoyevskiЧитать онлайн книгу.
pero Raskolnikof se había desviado e incluso había pasado a la otra acera. Rasumikhine, aunque había reconocido perfectamente a su amigo, había fingido no verle, a fin de no avergonzarle.
V
No hace mucho pensó me propuse, en efecto, ir a pedir a Rasumikhine que me proporcionara trabajo (lecciones a otra cosa cualquiera); pero ahora ¿qué puede hacer por mí? Admitamos que me encuentre algunas lecciones e incluso que se reparta conmigo sus últimos kopeks, si tiene alguno, de modo que yo no pueda comprarme unas botas y adecentar mi traje, pues no voy a presentarme así a dar lecciones. Pero ¿qué haré después con unos cuantos kopeks? ¿Es esto acaso lo que yo necesito ahora? ¡Es sencillamente ridículo que vaya a casa de Rasumikhine!»
La cuestión de averiguar por qué se dirigía a casa de Rasumikhine le atormentaba más de lo que se confesaba a sí mismo. Buscaba afanosamente un sentido siniestro a aquel acto aparentemente tan anodino.
«¿Se puede admitir que me haya figurado que podría arreglarlo todo con la exclusiva ayuda de Rasumikhine, que en él podía hallar la solución de todos mis graves problemas?», se preguntó sorprendido.
Reflexionaba, se frotaba la frente. Y he aquí que de pronto cosa inexplicable , después de estar torturándose la mente durante largo rato, una idea extraordinaria surgió en su cerebro.
«Iré a casa de Rasumikhine se dijo entonces con toda calma, como el que ha tomado una resolución irrevocable ; iré a casa de Rasumikhine, cierto, pero no ahora…; iré a su casa al día siguiente del hecho, cuando todo haya terminado y todo haya cambiado para mí.»
Repentinamente, Raskolnikof volvió en sí.
«Después del hecho se dijo con un sobresalto . Pero este hecho ¿se llevará a cabo, se realizará verdaderamente?»
Se levantó del banco y echó a andar con paso rápido. Casi corría, con la intención de volver a su casa. Pero al pensar en su habitación experimentó una impresión desagradable. Era en su habitación, en aquel miserable tabuco, donde había madurado la «cosa», hacía ya más de un mes. Raskolnikof dio media vuelta y continuó su marcha a la ventura.
Un febril temblor nervioso se había apoderado de él. Se estremecía. Tenía frío a pesar de que el calor era insoportable. Cediendo a una especie de necesidad interior y casi inconsciente, hizo un gran esfuerzo para fijar su atención en las diversas cosas que veía, con objeto de librarse de sus pensamientos; pero el empeño fue vano: a cada momento volvía a caer en su delirio. Estaba absorto unos instantes, se estremecía, levantaba la cabeza, paseaba la mirada a su alrededor y ya no se acordaba de lo que estaba pensando hacía unos segundos. Ni siquiera reconocía las calles que iba recorriendo. Así atravesó toda la isla Vasilievski, llegó ante el Pequeño Neva, pasó el puente y desembocó en las islas menores.
En el primer momento, el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus cansados ojos, habituados al polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los enormes y aplastantes edificios. Aquí la atmósfera no era irrespirable ni pestilente. No se veía ni una sola taberna… Pero pronto estas nuevas sensaciones perdieron su encanto para él, que otra vez cayó en un malestar enfermizo.
A veces se detenía ante alguno de aquellos chalés graciosamente incrustados en la verde vegetación. Miraba por la verja y veía a lo lejos, en balcones y terrazas, mujeres elegantemente compuestas y niños que correteaban por el jardín. Lo que más le interesaba, lo que atraía especialmente sus miradas, eran las flores. De vez en cuando veía pasar elegantes jinetes, amazonas, magníficos carruajes. Los seguía atentamente con la mirada y los olvidaba antes de que hubieran desaparecido.
De pronto se detuvo y contó su dinero. Le quedaban treinta kopeks… «Veinte al agente de policía, tres a Nastasia por la carta. Por lo tanto, ayer dejé en casa de los Marmeladof de cuarenta y siete a cincuenta…» Sin duda había hecho estos cálculos por algún motivo, pero lo olvidó apenas sacó el dinero del bolsillo y no volvió a recordarlo hasta que, al pasar poco después ante una tienda de comestibles, un tabernucho más bien, notó que estaba hambriento.
Entró en el figón, se bebió una copa de vodka y dio algunos bocados a un pastel que se llevó para darle fin mientras continuaba su paseo. Hacía mucho tiempo que no había probado el vodka, y la copita que se acababa de tomar le produjo un efecto fulminante. Las piernas le pesaban y el sueño le rendía. Se propuso volver a casa, pero, al llegar a la isla Petrovski, hubo de detenerse: estaba completamente agotado.
Salió, pues, del camino, se internó en los sotos, se dejó caer en la hierba y se quedó dormido en el acto.
Los sueños de un hombre enfermo suelen tener una nitidez extraordinaria y se asemejan a la realidad hasta confundirse con ella. Los sucesos que se desarrollan son a veces monstruosos, pero el escenario y toda la trama son tan verosímiles y están llenos de detalles tan imprevistos, tan ingeniosos, tan logrados, que el durmiente no podría imaginar nada semejante estando despierto, aunque fuera un artista de la talla de Pushkin o Turgueniev. Estos sueños no se olvidan con facilidad, sino que dejan una impresión profunda en el desbaratado organismo y el excitado sistema nervioso del enfermo.
Raskolnikof tuvo un sueño horrible. Volvió a verse en el pueblo donde vivió con su familia cuando era niño. Tiene siete años y pasea con su padre por los alrededores de la pequeña población, ya en pleno campo. Está nublado, el calor es bochornoso, el paisaje es exactamente igual al que él conserva en la memoria. Es más, su sueño le muestra detalles que ya había olvidado. El panorama del pueblo se ofrece enteramente a la vista. Ni un solo árbol, ni siquiera un sauce blanco en los contornos. Únicamente a lo lejos, en el horizonte, en los confines del cielo, por decirlo así, se ve la mancha oscura de un bosque.
A unos cuantos pasos del último jardín de la población hay una taberna, una gran taberna que impresionaba desagradablemente al niño, e incluso lo atemorizaba, cuando pasaba ante ella con su padre. Estaba siempre llena de clientes que vociferaban, reían, se insultaban, cantaban horriblemente, con voces desgarradas, y llegaban muchas veces a las manos. En las cercanías de la taberna vagaban siempre hombres borrachos de caras espantosas. Cuando el niño los veía, se apretaba convulsivamente contra su padre y temblaba de pies a cabeza. No lejos de allí pasaba un estrecho camino eternamente polvoriento. ¡Qué negro era aquel polvo! El camino era tortuoso y, a unos trescientos pasos de la taberna, se desviaba hacia la derecha y contorneaba el cementerio.
En medio del cementerio se alzaba una iglesia de piedra, de cúpula verde. El niño la visitaba dos veces al año en compañía de su padre y de su madre para oír la misa que se celebraba por el descanso de su abuela, muerta hacía ya mucho tiempo y a la que no había conocido. La familia llevaba siempre, en un plato envuelto con una servilleta, el pastel de los muertos, sobre el que había una cruz formada con pasas. Raskolnikof adoraba esta iglesia, sus viejas imágenes desprovistas de adornos, y también a su viejo sacerdote de cabeza temblorosa. Cerca de la lápida de su abuela había una pequeña tumba, la de su hermano menor, muerto a los seis meses y del que no podía acordarse porque no lo había conocido. Si sabía que había tenido un hermano era porque se lo habían dicho. Y cada vez que iba al cementerio, se santiguaba piadosamente ante la pequeña tumba, se inclinaba con respeto y la besaba.
Y ahora he aquí el sueño.
Va con su padre por el camino que conduce al cementerio. Pasan por delante de la taberna. Sin soltar la mano de su padre, dirige una mirada de horror al establecimiento. Ve una multitud de burguesas endomingadas, campesinas con sus maridos, y toda clase de gente del pueblo. Todos están ebrios; todos cantan. Ante la puerta hay un raro vehículo, una de esas enormes carretas de las que suelen tirar robustos caballos y que se utilizan para el transporte de barriles de vino y toda clase de mercancías. Raskolnikof se deleitaba contemplando estas hermosas bestias de largas crines y recias patas, que, con paso mesurado y natural y sin fatiga alguna arrastraban verdaderas montañas de carga. Incluso se diría que andaban más fácilmente enganchados a estos enormes vehículos que libres.
Pero ahora cosa extraña la pesada carreta