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inmediatamente.
No sé qué demonios ocurre repuso Koch . Hace un momento casi echo abajo la puerta… ¿Y usted de qué me conoce?
¡Qué mala memoria! Anteayer le gané tres partidas do billar, una tras otra, en el Gambrinus.
¡Ah, sí!
¿Y dice usted que no están? ¡Qué raro! Hasta me pared imposible. ¿Adónde puede haber ido esa vieja? Tengo que hablar con ella.
Yo también tengo que hablarle, amigo mío.
¡Qué le vamos a hacer! exclamó el joven . Nos tendremos que ir por donde hemos venido. ¡Y yo que creía que saldría de aquí con dinero!
¡Claro que nos tendremos que marchar! Pero ¿por qué me citó? Ella misma me dijo que viniera a esta hora. ¡Con la caminata que me he dado para venir de mi casa aquí! ¿Dónde diablo estará? No lo comprendo. Esta bruja decrépita no se mueve nunca de casa, porque apenas puede andar. ¡Y, de pronto, se le ocurre marcharse a dar un paseo!
¿Y si preguntáramos al portero?
¿Para qué?
Para saber si está en casa o cuándo volverá.
¡Preguntar, preguntar…! ¡Pero si no sale nunca!
Volvió a sacudir la puerta.
¡Es inútil! ¡No hay más solución que marcharse!
¡Oiga! exclamó de pronto el joven . ¡Fíjese bien! La puerta cede un poco cuando se tira.
Bueno, ¿y qué?
Esto demuestra que no está cerrada con llave, sino con cerrojo. ¿Lo oye resonar cuando se mueve la puerta?
¿Y qué?
Pero ¿no comprende? Esto prueba que una de ellas está en la casa. Si hubieran salido las dos, habrían cerrado con llave por fuera; de ningún modo habrían podido echar el cerrojo por dentro… ¿Lo oye, lo oye? Hay que estar en casa para poder echar el cerrojo, ¿no comprende? En fin, que están y no quieren abrir.
¡Sí! ¡Claro! ¡No cabe duda! exclamó Koch, asombrado . Pero ¿qué demonio estarán haciendo?
Y empezó a sacudir la puerta furiosamente.
¡Déjelo! Es inútil dijo el joven . Hay algo raro en todo esto. Ha llamado usted muchas veces, ha sacudido violentamente la puerta, y no abren. Esto puede significar que las dos están desvanecidas o…
¿O qué?
Lo mejor es que vayamos a avisar al portero para que vea lo que ocurre.
Buena idea.
Los dos se dispusieron a bajar.
No dijo el joven ; usted quédese aquí. Iré yo a buscar al portero.
¿Por qué he de quedarme?
Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
Bien, me quedaré.
Óigame: estoy estudiando para juez de instrucción. Aquí hay algo que no está claro; esto es evidente…, ¡evidente!
Después de decir esto en un tono lleno de vehemencia, el joven empezó a bajar la escalera a grandes zancadas.
Cuando se quedó solo, Koch llamó una vez más, discretamente, y luego, pensativo, empezó a sacudir la puerta para convencerse de que el cerrojo estaba echado. Seguidamente se inclinó, jadeante, y aplicó el ojo a la cerradura. Pero no pudo ver nada, porque la llave estaba puesta por dentro.
En pie ante la puerta, Raskolnikof asía fuertemente el mango del hacha. Era presa de una especie de delirio. Estaba dispuesto a luchar con aquellos hombres si conseguían entrar en el departamento. Al oír sus golpes y sus comentarios, más de una vez había estado a punto de poner término a la situación hablándoles a través de la puerta. A veces le dominaba la tentación de insultarlos, de burlarse de ellos, e incluso deseaba que entrasen en el piso. «¡Que acaben de una vez! p, pensaba.
Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? murmuró el de fuera.
Habían pasado ya varios minutos y nadie subía. Koch empezaba a perder la calma.
Pero ¿dónde se habrá metido ese hombre? gruñó.
Al fin, agotada su paciencia, se fue escaleras abajo con su paso lento, pesado, ruidoso.
«¿Qué hacer, Dios mío
Raskolnikof descorrió el cerrojo y entreabrió la puerta. No se percibía el menor ruido. Sin más vacilaciones, salió, cerró la puerta lo mejor que pudo y empezó a bajar. Inmediatamente sólo había bajado tres escalones oyó gran alboroto más abajo. ¿Qué hacer? No había ningún sitio donde esconderse… Volvió a subir a toda prisa.
¡Eh, tú! ¡Espera!
El que profería estos gritos acababa de salir de uno de los pisos inferiores y corría escaleras abajo, no ya al galope, sino en tromba.
¡Mitri, Mitri, Miiitri! vociferaba hasta desgañitarse . ¿Te has vuelto loco? ¡Así vayas a parar al infierno!
Los gritos se apagaron; los últimos habían llegado ya de la entrada. Todo volvió a quedar en silencio. Pero, transcurridos apenas unos segundos, varios hombres que conversaban a grandes voces empezaron a subir tumultuosamente la escalera. Eran tres o cuatro. Raskolnikof reconoció la sonora voz del joven de antes.
Comprendiendo que no los podía eludir, se fue resueltamente a su encuentro.
«¡Sea lo que Dios quiera! Si me paran, estoy perdido, y si S me dejan pasar, también, pues luego se acordarán de mí.»
El encuentro parecía inevitable. Ya sólo les separaba un piso. Pero, de pronto…, ¡la salvación! Unos escalones más abajo, a su derecha, vio un piso abierto y vacío. Era el departamento del segundo, donde trabajaban los pintores. Como si lo hubiesen hecho adrede, acababan de salir. Seguramente fueron ellos los que bajaron la escalera corriendo y alborotando. Los techos estaban recién pintados. En medio de una de las habitaciones había todavía una cubeta, un bote de pintura y un pincel. Raskolnikof se introdujo en el piso furtivamente y se escondió en un rincón. Tuvo el tiempo justo. Los hombres estaban ya en el descansillo. No se detuvieron: siguieron subiendo hacia el cuarto sin dejar de hablar a voces. Raskolnikof esperó un momento. Después salió de puntillas y se lanzó velozmente escaleras abajo.
Nadie en la. escalera; nadie en el portal. Salió rápidamente y dobló hacia la izquierda.
Sabía perfectamente que aquellos hombres estarían ya en el departamento de la vieja, que les habría sorprendido encontrar abierta la puerta que hacía unos momentos estaba cerrada; que estarían examinando los cadáveres; que en seguida habrían deducido que el criminal se hallaba en el piso cuando ellos llamaron, y que acababa de huir. Y tal vez incluso sospechaban que se había ocultado en el departamento vacío cuando ellos subían.
Sin embargo, Raskolnikof no se atrevía a apresurar el paso; no se atrevía aunque tendría que recorrer aún un centenar de metros para llegar a la primera esquina.
«Si entrara en un portal se decía y me escondiese en la escalera… No, sería una equivocación… ¿Debo tirar el hacha? ¿Y si tomara un coche? ¡Tampoco, tampoco…!»
Las ideas se le embrollaban en el cerebro. Al fin vio una callejuela y penetró en ella más muerto que vivo. Era evidente que estaba casi salvado. Allí corría menos riesgo de infundir sospechas. Además, la estrecha calle estaba llena de transeúntes, entre los que él era como un grano de arena,
Pero la tensión de ánimo le había debilitado