Los viajes de Gulliver. Jonathan SwiftЧитать онлайн книгу.
a cualquier hombre para el servicio de su país, salvo aquellos casos en que se requieran estudios especiales. Y creían por de contado que la falta de virtudes morales estaba tan lejos de poder suplirse con dotes superiores de inteligencia, que nunca debían ponerse cargos en manos tan peligrosas como las de gentes que merecieran tal concepto, pues, cuando menos, los errores cometidos por ignorancia con honrado propósito jamás serían de tan fatales consecuencias para el bien público como las prácticas de un hombre inclinado a la corrupción y de grandes aptitudes para conducir y multiplicar y defender sus corrupciones.
Del mismo modo, no creer en una Divina Providencia incapacita a un hombre para desempeñar cargos públicos; porque, dado que los reyes se proclaman a sí Mismos diputados de la Providencia, los liliputienses entienden que no hay nada más absurdo en un príncipe que dar empleos a hombres que niegan la autoridad en nombre de la cual ellos se conducen.
Al hablar de estas y de las siguientes leyes quiero que se entienda que me refiero sólo a las instituciones originales, y no a la escandalosa corrupción en que este pueblo ha caído a causa de la degenerada naturaleza del hombre; pues por lo que toca a esa vergonzosa práctica de obtener altos cargos haciendo volatines, o divisas de favor y distinción saltando por encima de varillas o arrastrándose bajo ellas, ha de saber el lector que fue introducida por el abuelo del emperador hoy reinante, y ha prosperado a tal punto por el incremento gradual de partidos y facciones.
La ingratitud allí es un crimen capital, como leemos que lo ha sido en algunos otros países; porque -razonan ellos- aquel que paga con maldad a su bienhechor ha de ser necesariamente un enemigo común del resto de la Humanidad, que no le ha hecho beneficio ninguno, y, por lo tanto, tal hombre no es a propósito para esta vida.
Sus nociones respecto de los deberes de padres e hijos difieren extremadamente de las nuestras. De ningún modo conceden que un niño está obligado a su padre por haberlo engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo; lo cual, teniendo en cuenta las miserias de la vida humana, no es un beneficio en sí mismo, ni tampoco fue la intención de sus padres, cuyo pensamiento durante sus lides amorosas tenía bien distinta ocupación. Por estos y otros parecidos razonamientos, es su opinión que los padres son los últimos a quienes debe confiarse la educación de sus propios hijos, y, en consecuencia, hay en cada edad establecimientos públicos, adonde todos los padres, con excepción de los aldeanos y los labradores, están obligados a llevar a sus pequeños de uno y otro sexo para que los críen y eduquen así que llegan a la edad de veinte lunas, tiempo en que ya se les suponen algunos rudimentos de docilidad. Estos seminarios son de varias categorías, acomodadas a las diferentes clases, y para ambos sexos. Tienen profesores especialmente hábiles en la educación de niños para la condición de vida conveniente a la alcurnia de sus padres y a la propia capacidad de cada uno, así como a las particulares inclinaciones. Diré primero algo de los establecimientos para varones, y luego de los de hembras.
Los seminarios para niños varones de noble o eminente cuna cuentan con graves y cultos profesores y sus correspondientes auxiliares. Las ropas y el alimento de los niños son sencillos y simples. Se educa a éstos en los principios de honor, justicia, valor, modestia, clemencia, religión y amor de su país; se les tiene siempre dedicados a algún quehacer, excepto en las horas de comer y dormir, que son muy pocas, y en las dos que se destinan a recreo, que consiste en ejercicios corporales. Son vestidos por hombres hasta que tienen cuatro años de edad, y a partir de entonces se les obliga a vestirse solos, por elevado que sea su rango, y las mujeres ayudantes, que proporcionalmente tienen la edad de las nuestras de cincuenta años, realizan sólo los trabajos serviles. No se tolera a los niños que hablen nunca con criados, sino que han de ir juntos, en grupos mayores o menores, a esparcirse en sus recreos, y siempre en presencia de un profesor o auxiliar; así se evitan esas tempranas perniciosas impresiones de insensatez y vicio a que nuestros niños están sujetos. A los padres sólo se les tolera que los vean dos veces al año; la visita no dura más de una hora. Se les consiente que besen al niño al llegar y al marcharse; pero un profesor, que siempre está presente en tales ocasiones, no les tolera de ningún modo que cuchicheen, ni que usen de expresiones de mimo ni que les lleven regalos de juguetes, dulces o cosa parecida.
La pensión para la educación y el mantenimiento de los niños se encargan de cobrarla a las familias, por medio de embargo, los oficiales del emperador, en caso de no haber sido debidamente satisfecha.
Los establecimientos para niños de familias de posición media, como comerciantes, traficantes y menestrales, funcionan proporcionalmente según el mismo sistema, sólo que los que han de dedicarse a oficio empiezan el aprendizaje a los once años, mientras los de las personas de calidad continúan sus ejercicios hasta los quince, que corresponden a los veinticinco entre nosotros, aunque su reclusión va perdiendo gradualmente en rigor durante los tres años últimos.
En los seminarios para hembras, las niñas de calidad son educadas casi lo mismo que los varones, sólo que las viste reposada servidumbre de su mismo sexo, pero siempre en presencia de un profesor o auxiliar, hasta que se visten ellas solas, que es cuando llegan a los cinco años. Si se descubre que estas niñeras intentan alguna vez distraer a las niñas con cuentos terroríficos o estúpidos, o con alguno de los disparates que acostumbran las doncellas entre nosotros, son públicamente paseadas con azotes tres vueltas a la ciudad, encarceladas por un año y desterradas de por vida a la parte más desolada del país. De este modo las señoritas sienten tanta vergüenza como los hombres, de ser cobardes y melindrosas, y desprecian todo adorno personal que vaya más allá de lo decente y lo limpio; ni tampoco advierten en su educación diferencia ninguna basada en la diferencia de sexo, a no ser que los ejercicios femeninos nunca llegan a ser tan duros, que se les instruye en algunas reglas referentes a la vida doméstica, y que se les asigna un plan menos amplio de estudios. Es allí una máxima que, entre gentes de calidad, la esposa debe ser siempre una discreta y agradable compañía, ya que no puede ser siempre joven. Cuando las muchachas llegan a los doce años, que es entre ellos la edad del matrimonio, sus padres o tutores se las llevan a casa con vivas expresiones de gratitud para los profesores, y rara vez sin lágrimas de la señorita y de sus compañeras. En los colegios para hembras de más baja categoría se enseña a las niñas toda clase de trabajos propios de su sexo y de sus varios rangos. Las destinadas a aprendizajes salen a los siete años, y las demás siguen hasta los once.
Las familias modestas que tienen niños en estos colegios, además de la pensión anual, que es todo lo más reducida posible, tienen que entregar al administrador del colegio una pequeña parte de sus entradas mensuales, destinada a constituir un patrimonio para el niño, y, en consecuencia, la ley limita los gastos a todos los padres, porque estiman los liliputienses que nada puede haber tan injusto como que las gentes, en satisfacción de sus propios apetitos, traigan niños al mundo y dejen al común la carga de sostenerlos. En cuanto a las personas de calidad, dan garantía de apropiar a cada niño una cantidad determinada, de acuerdo con su condición, y estos fondos se administran siempre con buena economía y con la justicia más rigurosa.
Los aldeanos y labradores conservan a sus hijos en casa, ya que su ocupación ha de ser sólo labrar y cultivar la tierra, y, por tanto, su educación, de poca consecuencia para el común. A los pobres y enfermos se les recoge en hospitales, porque la mendicidad es un oficio desconocido en este imperio.
Y ahora quizá pueda interesar al lector curioso que yo le dé alguna cuenta de mis asuntos particulares y de mi modo de vivir en aquel país durante una residencia de nueve meses y trece días. Como tengo idea para las artes mecánicas, y como también me forzaba la necesidad, me había hecho una mesa y una silla bastante buenas valiéndome de los mayores árboles del parque real. Se dedicaron doscientas costureras a hacerme camisas y lienzos para la cama y la mesa, todo de la más fuerte y basta calidad que pudo encontrarse, y, sin embargo, tuvieron que reforzar este tejido dándole varios dobleces, porque el más grueso era algunos puntos más fino que la batista. Las telas tienen generalmente tres pulgadas de ancho, y tres pies forman una pieza. Las costureras me tomaron medida acostándome yo en el suelo y subiéndoseme una en el cuello y otra hacia media pierna, con una cuerda fuerte, que sostenían extendida una por cada punta, mientras otra tercera medía la longitud de la cuerda con una regla de una pulgada de largo. Luego me midieron el dedo pulgar de la mano derecha, y no necesitaron más, pues por medio de un cálculo matemático, según