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Siete Planetas. Massimo LongoЧитать онлайн книгу.

Siete Planetas - Massimo Longo


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de las serpientes. Agresivos, pero con poco ingenio, eran la única etnia capaz de competir, por número y fuerza, con los anic por el poder. Vestían un largo chaleco de seda que les cubría hasta por encima de la rodilla, abrochado sobre el vientre con un par de botones. Para asegurarse su apoyo, Ruegra había elegido a uno de ellos como gobernador de Bonobo.

      El general fue recibido con gran pompa en el salón acristalado del palacio de gobierno desde el cual se podía admirar un espléndido paisaje tropical. Era una tarde maravillosa y el cielo brillaba con los reflejos de los anillos.

      Ruegra miró a través del cristal que reflejaba su imagen. El color de su poderoso cuerpo cubierto de escamas, capaz de adaptarse al color del entorno, se distinguía ahora apenas de los árboles del paisaje exterior. Una rígida corona de escamas queratinosas de unos treinta kidus, o centímetros, de altura rodeaba su silueta desde la cabeza y se extendía alrededor de su cuerpo, desplegándose en momentos de peligro y convirtiéndose en una coraza que los anic habían utilizado en la antigüedad para intimidar a sus adversarios. Sobre el brazo, una vez abierta, se seguía utilizando como protección.

      Alrededor del rostro ovalado, las escamas encogidas adquirían una ligera uniformidad, bajo la alta frente, las cejas y las pestañas de color azul queratinoso hacían resaltar los grandes ojos verdes y los pómulos salientes de un color más suave, en contraste con la nariz grande y algo deforme, como la de algunos boxeadores. La boca estaba bien proporcionada, con unos grandes y carnosos labios de color verde.

      Los anic superaban en tamaño a todos los pueblos del sistema solar y, desde siempre, habían dominado la pirámide depredadora.

      Ruegra, como todos los anic, vestía con una falda abierta por los lados a causa de las escamas que rodeaban su cuerpo. Sobre los hombros llevaba una capa que distinguía su casta y su rango; la suya era dorada, el color del mando, con contornos gris humo y un bordado central del mismo color que representaba una ave rapaz atrex.

      —Mi saludo es para el más invencible de los carimeanos. Siempre bienvenido, mi general. ¿Cómo ha ido el viaje? —le saludó Mastigo haciendo una ligera reverencia.

      —Bien, la misión discurre según lo previsto —mintió Ruegra—, solo necesito descansar. Los anillos siempre nos hacen bailar un poco —dijo con intención de librarse de su interlocutor.

      Mastigo se sirvió una taza de frutas locales para recuperarse del largo viaje interplanetario. Más le valía acomodarse, ya que tenía que informar de un hecho insólito que había ocurrido.

      —Tengo que dar parte de un caso extraño —comenzó a exponer Mastigo—, hace dos días bonobianos, una nave comercial fue interceptada entrando sin autorización, los centinelas no tuvieron tiempo de detenerla, se sumergió en el mar del Silencio antes de que pudiera parecer potencialmente peligrosa.

      Lo investigamos, y su dueño nos informó que la había vendido recientemente a una euménide. He enviado soldados a reconocer el supuesto lugar de aterrizaje, pero, ya sabes cómo es, no es posible recibir ninguna comunicación del mar del Silencio, así que lo único que podemos hacer es esperar pacientemente.

      Confundido por la insistencia del gobernador en un hecho sin importancia, preguntó:

      —¿Qué tiene de extraño? No entiendo...

      —El lugar al que se dirigía... Fíjese... —dijo Mastigo señalando sobre un mapa del mar del Silencio.

      —Esa es la zona donde se encuentra la antigua ciudadela sagrada de los bonobianos... —susurró Ruegra, casi para sí mismo.

      —Por eso me he tomado la libertad de informar de un hecho que, en sí mismo, es trivial. He enviado un equipo al lugar. Podría ser una coincidencia, pero mejor no arriesgarse, ese lugar está lleno de misterios. Sería el sitio ideal para una base rebelde dada la falta de comunicación y de detección por radar de la que goza, casi como si fuera un agujero negro...

      —Puede que tengas razón, mantenme constantemente informado, Mastigo. Ahora mismo, será mejor vaya a descansar, mañana partiremos al amanecer.

      Esa noche Ruegra tenía otras cosas en las que pensar. Se retiró a sus aposentos, se sentó en el mullido sofá y se sirvió una copa de sidibé, un destilado hecho con los frutos de un cactus local. Su mirada se perdía en el vacío y sus pensamientos lo merodeaban como nubes previas al huracán.

      El viaje del que regresaba, en contra de lo que acababa de declarar a su leal aliado, había sido un enorme fracaso.

      Había viajado hasta la luna de Enas, que albergaba la colonia minera de Stoneblack, famosa por sus mármoles, para encontrarse con un hombre al que su padre había respetado, un viejo enemigo de Carimea.

      La colonia estaba gobernada por la tribu de los trik, originaria de Carimera, como el pueblo anic, pero con influencias secundarias en el gobierno del planeta.

      Su naturaleza era servil y traicionera; siempre se habían mostrado dispuestos a la traición en cuanto el viento hinchaba sus velas en otra dirección. En esa luna, incluso sus aliados podían conspirar contra él, así que disfrazó la visita como una inspección sorpresa y exigió gotas de ámbar lunar para entregárselas a su hermano cuando volviera.

      Ruegra desfiló frente a los oficiales, que le saludaron situando el codo a la altura del hombro y la mano, con la palma extendida hacia abajo, paralela al suelo, delante de la boca. Ese gesto de la mano representaba el silencio y la obediencia absoluta frente a los altos mandos. Debido a su presencia, contenían la respiración.

      La colonia minera utilizaba como mano de obra a delincuentes convictos y a prisioneros de guerra. A uno de ellos se le vigilaba más que al resto... Ese era el hombre al que había venido a ver. Este, además de tener un mayor rango, gozaba del respeto de sus camaradas y los representaba.

      El general, flanqueado por el comandante y seguido por algunos soldados encargados de las oficinas, fue acomodado en la sala de descanso de la comandancia reservada a los oficiales.

      El comandante de la colonia hizo los honores y le preguntó si podía serle útil de algún modo.

      Ruegra, sin perder tiempo, rechazó la oferta y ordenó:

      —Quiero verificar las condiciones de los prisioneros políticos de la guerra contra el Sexto Planeta. Me gustaría hablar con el de mayor rango entre ellos.

      —¿Con el general Wof?

      —Sí, exacto. ¡Traédmelo!

      —Sí, señor.

      El comandante hizo un gesto con la cabeza a dos guardias y, unos minutos después, regresaron a la sala con un hombre que, a pesar de no estar ya en la flor de la vida, con el cuerpo cansado y fatigado, conservaba la mirada orgullosa e indomable del guerrero que nunca había sido derrotado.

      —Dejadnos solos —ordenó Ruegra.

      Se quedó a solas con el que había sido su enemigo de ingenio más aguzado. Recordó que, durante las batallas, gracias a su habilidad estratégica y con pocos sistianos (así es como se conocía a los habitantes del Sexto Planeta) bajo su mando, consiguió echar por tierra los presagios que le daban ya por vencido.

      Dudó un momento antes de dirigirse a él. Había meditado varias estrategias durante el largo viaje, sabía que era poco probable que pillara a su oponente desprevenido. Había llegado el momento de decidirse por una de ellas y comenzar la escaramuza verbal.

      Optó por utilizar la adulación, esperando que la vejez y el cansancio hubiesen abierto una vía hasta la vanidad.

      —Saludos, Wof, puedo decir que no te encuentro mal, a pesar de no estar recibiendo el mejor de los tratos. He dispuesto, pero, que te traigan libros y conocimientos.

      —Hacía mucho tiempo que no nos veíamos —dijo Wof, mirándole fijamente con sus profundos ojos negros—, ¿qué te trae a este lugar olvidado por la luz, donde la oscuridad es soberana?

      —He venido a hablarte de mi padre. De niño, recuerdo haberle oído fantasear sobre un pergamino cuyos secretos tú conocías.


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