Patrimonios migrantes. AAVVЧитать онлайн книгу.
y las heterogeneidades resultantes, desde modelos externalizados, en los que prepondera la pluralidad y la hibridación, la mezcla y hasta lo simplemente azaroso. «Lo nuestro» –entendido como algo compartido y no ya como algo estrictamente propio– supone, sin discusión, la suma de las partes y comporta una axiología altamente diversificante.
Quizás el precedente chovinismo de la especificidad dio relevo legitimador a la apertura sistemática hacia lo interdisciplinar. Aquella añorada individuación, singularizada al máximo, sería devorada por el juego de la globalidad sistemática. Y en el intermedio de ambas fronteras cronológicas y temáticas, las oportunidades de respaldar el afloramiento histórico de lo patrimonial, como sustrato y memoria compartida en su caracterización, como manera de caminar y desarrollarse culturalmente en la existencia, han constituido y siguen integrando un verdadero horizonte de posibilidades abiertas.
Pero ¿y dónde quedaba, de hecho, «lo migrante»? ¿A qué exigencias responde, efectivamente, este nuevo requisito en el horizonte del tsunami socio-cultural que se impone entre las últimas décadas del XX y las primeras del XXI?
Ya ni el arte, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la religión marcan, por convención, sus respectivos límites, ni mantienen sus aislamientos. Opera aperta. Ahora sí, de pleno. Todo está ya en situación de apertura máxima, de recepción sistemática, de expansión ilimitada. Tampoco los géneros artísticos rastrean ya sus especificidades ciegamente. Las fronteras se hacen crecientemente porosas, por doquier, aunque haya que recurrir a la fuerza de los nuevos proyectos para imponer sus exigencias de disparidad. También el sujeto es la suma interactuante de elementos dispares. Del yo se ha pasado, pues, al nosotros, como quien no quiere la cosa... También lo sensible y lo racional, lo imaginario y lo emotivo, más que ámbitos dispares, son ya partes directamente interconectadas de un todo flexible y fluctuante, en cuyo núcleo la histórica categoría de sustancia ha sido definitivamente relevada, de cuajo, por las potentes y reactualizadas categorías de relación y/o de proceso.
Precisamente para elaborar nuestros actuales patrimonios culturales necesitamos convertirnos, cada vez más, en seres propiamente migrantes, viajeros impenitentes de una geografía plural, teóricamente sin límites –mapa en ristre–, cruzando ámbitos complejos de interdisciplinaridad difusa. No podemos ya guardar celosamente y preservar nuestra especificidad pre-global, ni siquiera manteniéndonos en nuestro espacio atávico de existencia añorada en los recuerdos.
El principio de los cantos rodados, aplicado al fenómeno de la migración generalizada, atestigua abiertamente los efectos del diferente grado de frottage resultante entre las culturas, entre las costumbres y entre las existencias desplazadas y los correspondientes contextos de recepción. De ahí que –porque tenemos la necesidad de transmitir, explorar y comunicar, de sentirnos agarrados al mundo y a la historia– Patrimonios Migrantes, quizás, en determinados momentos, comenzaron siéndolo unos, pero en la actualidad ya lo son potencialmente todos. Claro que algunos contextos patrimoniales se muestran más fácilmente flexibles a los fenómenos de ósmosis culturales externas, mientras que otros se presentan, en su resistencia, plenamente integristas y a la defensiva en favor de sus perfiles originarios y de sus atávicas raíces y básicas convenciones. De ahí ciertos fenómenos convulsos que afectan de manera directa a medio mundo y preocupan consiguientemente al otro medio.
En este juego de estrategias cruzadas, se mueven también, con sus radicalidades y acomodaciones, el grueso del hecho artístico contemporáneo y la propia educación artística, en sus diálogos con el pasado y en sus conexiones constantes y operativas –in fieri– con el futuro, en toda su efervescencia y disparidad. Trahit sua quemque voluptas. Virgilio (Buc. 2, 65). Sin duda alguna, a cada cual le arrastra su pasión.
TRANSVISUALIDAD Y LENGUAJES MIGRANTES
Uno de los principios que regula el funcionamiento de la iconosfera, entendida ésta como universo global e interactivo de las imágenes, es precisamente el de la Tranvisualidad. Según su funcionamiento, implica que la interpretación de cualquier imagen es siempre holística, es decir que se ejercita por totalidades. Entender una imagen supone siempre relacionarla, vincularla a otras, conectarla, compararla, distinguirla o contextualizarla con otros racimos o series de imágenes.
En tal sentido, el aislacionismo icónico (es decir la interpretación aislada y simplista de una imagen) nunca será ya explicativamente aceptable. De hecho, no es viable... igual que tampoco podemos presumir de miradas inocentes en cualesquiera contextos culturales. Siempre se darán contextos «imaginarios» / de imágenes en el que se enmarcará el juego semántico, la estructura sintáctica, la noción de campo, la exigencia pragmática y la tendencia holística de la imagen, siempre además en relación constante con otras. Pero asimismo tampoco hay que relegar el peso, la influencia y la acción de las convenciones, de los iconotipos, es decir de las imágenes implantadas como definitorias y como claves características y como pautas determinantes de un marco cultural, con sus determinaciones e influencias fundamentales en la constitución de la memoria y de la cultura visual contemporánea, enraizada en la dimensión patrimonial de nuestra existencia. Así pues, desde tal marco interrelacional, deberemos abordar y rastrear todo el plural radio de acción de nuestros patrimonios migrantes. Y nos atreveríamos a puntualizar, en tal sentido, la existencia fundada de dos conceptos imprescindiblemente correlacionados, a pesar de sus diferencias.
Por una parte tendríamos la noción de sustrato, en ese bagaje migrante, conformado precisamente por las costumbres, experiencias, iconotipos adquiridos / heredados, habilidades adquiridas, tradiciones y procedimientos ejercitados. Sólo dentro de tal contexto activo –sustrato cultural donde se enraízan los arquetipos– podemos sentir / experimentar / construir «algo» y además reconocernos plenamente en ello. Y es ese algo lo que estamos también más predispuestos a comunicar, dado que es ése nuestro aire de respiración, en el que justamente encontramos nuestras raíces y donde anida supuestamente nuestra identidad. Es nuestro mapa confortable, fruto de la paideia / la formación que nos facilitó valores, anhelos y capacidades de lucha y de respuesta.
Pero asimismo en ese juego constante de desplazamientos y migraciones persistentes, el sustrato, en su profundidad, resistencia y ocupación activa, se topa inevitablemente con múltiples paisajes que nos son desconocidos, con rostros ajenos y pupilas de otro color. Pero que igualmente –todos ellos– nos observan o ignoran, mantienen la distancia o ayudan, al ritmo y oportunidades marcadas por el principio de los cantos rodados, ya anteriormente citado. Y es en tales contextos de implicaciones mutuas donde se irá consolidando asimismo, ni más ni menos, la noción de horizonte de acogimiento, que acabamos por compartir con el radio de acción que delimita y señala nuestras intervenciones. Ese horizonte de acogimiento es el directo escenario, el marco que posibilita la dimensión performativa –de acción y de actuación– donde se irá gestando el fruto progresivo de la nueva educación. En este caso estamos refiriéndonos primordialmente a la aventura apasionante de la educación artística y estética, con sus persistentes y plurimorfas conexiones patrimoniales. La que se aporta / se desarrolla desde los orígenes y la que se reestructura / revisa y transforma en los nuevos encuentros de llegada y acogida, característicos de la intensa dialéctica los Patrimonios migrantes.
Si el sustrato respectivo que aporta el viajero tiene su historia a flor de piel, atávica y/o personal, como una mochila vital o un museo imaginario, también aquel horizonte con el que nos encontramos y que ayudamos a construir vitalmente –en la medida en que reaccionamos junto con lo otro, con aquello que nos es circundante y, por tanto, condicionador–, va a ir exigiendo también sus paulatinas y complejas modulaciones socio-históricas.
Nos afincamos así culturalmente en el espacio del «entre» –en intervalos, con intersticios (palabras de alta significación en estas coyunturas)– que nos permite y ofrece, a su vez, el denominado horizonte de acogimiento, tras la llegada sostenida, abierta e interminable. Pues siempre estamos, en este viaje existencial, logrando algo y despidiéndonos de alguien o abandonando algún lugar. Y, con ello, el comportamiento del sustrato tendrá relevantes consecuencias, según endurezca su viabilidad o flexibilice sus aprendizajes. Y ambos extremos –la flexibilización dialogante o la reacción inflexible– van a abrir diferentes opciones culturales a esta apasionante historia de Patrimonios migrantes y expandidos.
Todos,