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La música de la República. Eva Brann T.H.Читать онлайн книгу.

La música de la República - Eva Brann T.H.


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que nadie, carece de motivos para temer a la muerte.

      VII LA LIRA Y EL TEJEDOR (84 b-88 c)

      El alentador discurso de Sócrates sobre no temer a la muerte tiene, sin embargo, una coda inquietante. Ofrece una descripción demasiado familiar y vívida de lo que justamente tememos en nuestra infantilidad: que nuestra alma se «disperse» y «disipe» en el momento de la muerte, ¡que «se desvanezca y no esté en ninguna parte»!

      El largo silencio que desciende con las palabras de Sócrates envuelve a todos los presentes. Simmias y Cebes tienen un aparte privado, pero Sócrates los saca del escondite. Los exhorta con vehemencia a expresar su desconfianza. Entonces Sócrates se ríe y compara su «canto del cisne» –su lógos musical– con el canto de los cisnes reales, que, dice, cantan de alegría el día de su muerte. Simmias retoma el hilo del argumento y habla de la necesidad de valor e ingenio. Si un ser humano no puede determinar lo que es verdadero, entonces, navegando entre explicaciones humanas como sobre una balsa, debe encontrar entre esas explicaciones «la mejor y menos refutable». El discurso de Simmias anuncia la «segunda navegación» que oiremos más adelante. También invoca como modelo para la virtud filosófica la figura de Odiseo, fecundo en ardides. En el Fedón se invoca a Odiseo en momentos cruciales. Odiseo, Teseo y también Heracles forman una suerte de heroico triunvirato en el diálogo. Proporcionan un paradigma para los esfuerzos de Sócrates y de sus amigos por matar a los monstruosos enemigos del discurso.

      Simmias expresa su desconfianza a través de la imagen de una lira afinada. Si el alma es al cuerpo como la afinación a la lira, entonces igual que la afinación se destruye con la lira, también se destruye el alma con el cuerpo, pues el alma no sería más que eso: «una mezcla de los elementos del cuerpo».

      Entonces oímos la desconfianza de Cebes. También usa una imagen. Su objeción es una versión más radical de la que Simmias ha expuesto. Aunque el alma fuera «más fuerte y duradera que el cuerpo», aunque sobreviviera a su cuerpo en el curso de muchas grandes muertes, ¿qué evitaría que el alma «se gastara»? Es como un viejo tejedor, dice Cebes, que tejió y desgastó muchos mantos, pero no «duró lo suficiente» para llevarlos para siempre. ¿Quién sabe? ¡El «manto» actual del alma –Cebes aquí, o Simmias, o Sócrates– puede ser el último!

      VIII EL ODIO AL ARGUMENTO (88 c-91 b)

      En ese peligroso momento, nos aproximamos al centro mismo del Fedón, el corazón del laberinto de Platón. Equécrates irrumpe en la conversación. Lo hace porque Simmias y Cebes acaban de plantear, cada uno de ellos, serias objeciones que amenazan con deshacer los argumentos de Sócrates. Se pregunta cómo podrá confiar en un argumento de ahora en adelante. De vuelta a Atenas, Sócrates ha previsto justo ese derrotismo y, como si hablase con Equécrates desde la tumba, se dirige a Fedón, que le contará a Equécrates lo que sucedió a continuación.

      Lo que sigue es seguramente uno de los momentos más memorables de los diálogos platónicos. Sócrates juega con el pelo de Fedón (algo que solía hacer, nos dicen) y adivina que mañana, cuando Sócrates ya no esté, Fedón se cortará esos hermosos rizos suyos, añadiendo que los dos tendrán motivo para cortarse el pelo incluso hoy, «si el argumento encuentra su final». Ese gesto afectuoso es suficiente para disipar toda noción de que Sócrates odie simplemente lo corporal.

      Sócrates le pide a Fedón que sea su Heracles, como él será el Yolao de Fedón, en la hazaña de salvar la vida del relato, lo que casualmente ilustra lo que Fedón acaba de contarle a Equécrates: que nunca admiró a Sócrates más que en esa ocasión por haber sido tan amable y admirativo al tratar con las críticas de los jóvenes. Heracles es el gran héroe y Yolao su joven compañero y Sócrates propone modestamente que se inviertan los papeles. Ahora advierte de un peligro, una experiencia que deben evitar. Para nombrarlo, acuña una palabra análoga a «misantropía», el odio a los seres humanos. Es «misología», el odio al argumento. Igual que alguien llega a desconfiar y odiar a todos los seres humanos porque una confianza equivocada lo ha «quemado», una manera inocente e ingenua de confiar en argumentos hace que al final desconfíe de todos ellos y los odie, ya que no hay cosa ni argumento que dure para siempre ni satisfaga su exigencia de librarse de la decepción. Entonces, en vez de culparse por su ineptitud, renuncia a dar explicaciones y elaborar argumentos.

      Ese memorable drama entre Sócrates y Fedón, dispuesto con tanto cuidado en el centro del diálogo, sugiere que el odio al argumento es más terrible que el miedo a la muerte, que ese odio es el verdadero y más profundo Minotauro en el alma. También nos ayuda a comprender la función musical y encantatoria del discurso de Sócrates, aquí, como en otras partes del diálogo, vinculado sin duda al poder del canto de Orfeo. En varias ocasiones oímos hablar del encantador que puede conjurar el miedo a la muerte. Tal vez ese conjuro no sea distinto a lo que en realidad vemos que pasa ante nosotros en el drama, no solo en los momentos no argumentativos del diálogo, sino también en los propios argumentos. El grano al que la filosofía suele ir, como Cebes, posee una «música» parecida a Simmias. La música del discurso filosófico calma la ansiedad humana por la muerte, sin aducir «pruebas» irrefutables «de la inmortalidad del alma», llevando al alma al grano cotidiano del filósofo de proponer argumentos.

      IX DESAFINAR (91 b-95 a)

      Sócrates se dirige entones a Simmias y Cebes. Los ayuda a demoler el argumento más familiar para ellos como discípulos de Pitágoras, el argumento de que el alma es una afinación, una mera relación de partes. Aquí empieza la lucha cerrada por la supervivencia del discurso y el argumento razonables. Sócrates resume brevemente sus respectivas formas de desconfianza y con eso retoma la objeción de Simmias. En su primer «ataque a la Armonía», señala a Simmias y Cebes que la tesis de la afinación desentona con la enseñanza de que el aprendizaje es reminiscencia: si confías en una, tienes que rechazar la otra.

      En su segundo asalto, Sócrates, dirigiéndose ahora a Simmias, argumenta que si el alma fuera una cuestión de afinación y estar afinado significara siempre estar bien hecho y con orden, entonces todas las almas serían buenas y ordenadas: el vicio sería imposible. No solo eso, sino que, puesto que una afinación no puede estar más afinada ni ordenada que otra, todas las almas serían virtuosas por igual.

      El tercer y último ataque apela al comportamiento de los contrarios. El supuesto crucial aquí es que una afinación debe seguir siempre la disposición de sus partes y no ir en contra de ellas. Si el alma fuera de hecho una suerte de afinación, entonces, puesto que sus partes serían los elementos corporales en tensión unos con otros, el alma nunca iría contra su cuerpo: el cuerpo siempre dirigiría. Pero esa conclusión es contraria a lo que se había acordado antes: que el alma, por naturaleza, rige. Sócrates apoya la opinión de la hegemonía natural del alma sobre el cuerpo apelando a las incontables ocasiones en las que restringimos o refrenamos nuestros deseos corporales.

      El ataque al alma como afinación termina con una apelación a la autoridad poética. Como el «Poeta Divino» nos muestra, Odiseo (a quien Simmias había invocado indirectamente con su imagen de la balsa) habla a su corazón y se controla. Pero la referencia apunta a una dificultad que Sócrates no menciona. En el pasaje de Homero, Odiseo refrena su ira y animosidad más que sus deseos corporales. De hecho, se refrena para no matar a las doncellas por haber sacrificado todo honor y lealtad a los placeres del cuerpo. Si el alma no es un compuesto y si la única oposición que se debe considerar es la que hay entre el alma y el cuerpo, ¿cómo explicamos lo que parece una tensión dentro del alma de Odiseo en el ejemplo que Sócrates escoge astutamente?

      X LA AMENAZA DE CEGUERA Y LA SEGUNDA NAVEGACIÓN (95 a-102 a)


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