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La música de la República. Eva Brann T.H.Читать онлайн книгу.

La música de la República - Eva Brann T.H.


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ese momento los atenienses lo interrumpen, pues saben que esa sabiduría socrática, ese «conocimiento involuntario» (Eutifrón 11 e), solo tiene un contenido: el conocimiento de la ignorancia del propio Sócrates y la decidida exposición de la ignorancia de todos los demás en la ciudad (21 d).

      Parte del cargo de sofistería es el de «enseñar». La acusación real no lo especifica, pero Sócrates lo aduce y engaña a Meleto para que enmiende la redacción y lo incluya (26 b). ¿Por qué? Porque, al señalar que su actividad no es la enseñanza, trata de poner de relieve tres circunstancias: que no recibe dinero, que no transmite ningún contenido y que no acepta responsabilidad alguna (33 b).

      Que no reciba dinero solo significa que es incontrolable: no puede ser contratado ni destituido, como un padre podría alquilar o despedir a un profesional. Que no se responsabilice de las carreras de sus jóvenes asociados... bueno, a eso se le suele llamar irresponsabilidad. Que no transmita un contenido positivo a esos jóvenes es lo peor de todo, a la luz de lo que les muestra en su lugar. Pues con falsa inocencia da una vívida descripción de lo que les inculca en su compañía: entablar conversaciones con hombres públicos, poetas y artesanos que, en realidad, son exámenes, en el curso de los cuales emerge que verdaderamente no saben lo que están haciendo, aunque crean saberlo, mientras los jóvenes se mantienen aparte y miran y sonríen, pues, como dice de una manera encantadora: «No es desagradable» (33 c). Después, informa, deambulan por la ciudad imitándolo, presumiblemente como esos cachorros escépticos que se apropian inoportunamente de la dialéctica a quienes describe en la República (529 b). Eso es lo que Sócrates llama «no ser maestro de nadie», ¡y así es como se gana a sus conciudadanos!

      Completa su defensa del cargo de corrupción señalando que nadie que crea haber sido corrompido o sea padre de un hijo corrompido se ha presentado para quejarse (34 b). Pero, entonces, aparte de lo improbable que es que un padre proclame la corrupción de su hijo en público, toda la ciudad sabía que el principal acusador, Ánito, se consideraba precisamente ese padre. Jenofonte deja constancia de esa circunstancia (Apología 29).

      XII Esa es la defensa de Sócrates como Platón nos permite interpretarla en la mente de un miembro del jurado de la Heliae. Sin duda, hay algo autoincriminador en ella.

      Sócrates ni siquiera tiene escrúpulos en usar frases que den a entender al tribunal en sus propios términos la naturaleza equívoca de su actividad. Me refiero a las expresiones que en la República dan la definición práctica de derecho o justicia, a saber, «ocuparse de lo suyo», y de obrar mal, a saber, «ocuparse de muchas cosas» (433 a), inmiscuirse, «hacer de todo», siendo esta última su descripción favorita de la actividad de los sofistas (596 c). Sin embargo, las dos parecen coincidir para Sócrates en Atenas: sostiene que en sus interrogatorios privados «se ocupa de lo suyo» (33 a), lo cual consiste en inmiscuirse en lo que concierne a los demás (31 c), y que al hacer lo que concierne a los demás también está haciendo lo que concierne al dios (33 c).

      Así que da a entender algo posiblemente pernicioso, al tiempo que no se da cuenta de los temores reales de sus jueces. Esos temores afectan a la sustancia de la ciudad, compuesta de tradiciones –en particular los antiquísimos mitos sobre sus dioses y el respeto establecido por la sabiduría de sus ciudadanos–, de cuyo colapso Sócrates hace un espectáculo para los jóvenes. Además, puesto que no reconoce que enseña, evita dar una explicación cándida y consoladora de la lealtad esencial de sus intenciones, como la que incluso un ciudadano-maestro inconforme estaría obligado a dar a padres aprensivos; no dice que, en última instancia, tanto él como ellos cuiden de la misma ciudad.

      Es necesario recordar que la acusación de Sócrates era judicialmente correcta. En estas circunstancias me parece que un miembro decente del jurado, dándose cuenta durante el discurso de que ambos cargos, irreverencia y corrupción, tienen la misma raíz, lo que no había descubierto la defensa, podría incluso sentirse forzado a condenar y al mismo tiempo rezara para evitar la ejecución.

      XIII De hecho, se puede abogar por los atenienses que lo condenan. Hegel, que adopta una perspectiva comprehensiva del asunto, es su enérgico defensor y algunos de los puntos que siguen provienen, de hecho, de la Historia de la filosofía (vol. II, «El destino de Sócrates»). Pero lo más interesante es que todos proceden de los propios diálogos.

      Primero, la opinión común de que fue un juicio político, el ataque de la rabiosa y restituida democracia contra un hombre de opiniones y asociados aristocráticos, no se sostiene. El propio Sócrates relata en el juicio las dificultados que ha pasado bajo varios regímenes, desde luego –en su beneficio– bajo los oligárquicos Treinta, que incluían a sus interlocutores Critias y Cármides (Apología 32 e; véase el cap. 4). Además, el principal acusador, Ánito, era un demócrata moderado, un «hombre ordenado y de buena conducta», de respetable reputación según cuenta Sócrates en el Menón (90 b).

      La descripción misma de Sócrates como un antidemócrata no es demasiado convincente. Leída sin prejuicio, la viñeta del régimen democrático en la República, un diálogo que tiene lugar en el bastión democrático del puerto de Atenas, muestra, a pesar de sus exageraciones, un rasgo vital y redentor: ese régimen es, dice Sócrates, un perfecto supermercado de constituciones y quien quiera erigir una ciudad, «como nosotros lo estamos haciendo ahora», debe acudir allí (557 d; cf. Político 303 a). La ocupación de Sócrates encaja perfectamente en una democracia, por no mencionar que los atenienses consideran que Sócrates instiga el mismo atrevimiento en los jóvenes que él mismo califica de endémico en las democracias (República 563 a).

      Como observa Sócrates en el Critón (52 e), los atenienses han tenido paciencia con él durante setenta años, a pesar del supuesto «gran odio» en su contra (28 a). Incluso sus dos incursiones en la política, por las que, como cuenta al tribunal, «tal vez» podría haber muerto (32 d), se desarrollaron de forma segura. Así que al hombre que dice a los atenienses que matarán a cualquiera que se les oponga públicamente (31 e), en realidad se le ha permitido llevar una larga vida de resistencia semipública.

      No había necesidad de llegar a esa tardía conclusión. Si lo hubieran llevado mejor, observa con tristeza Critón, el caso no habría tenido que llegar al tribunal (45 e). Tampoco era necesario que Sócrates muriera, siendo posible el exilio voluntario, como le recuerdan las leyes cuando las hace hablar (52 c). Incluso en el tribunal y a pesar de la intransigencia de Sócrates, 220 –casi la mitad– de los 500 (o 501) miembros del jurado piensan que la acusación no ha quedado suficientemente probada o están conmovidos por una vehemente sensación de la excelencia de Sócrates o de acuerdo con él en que la ciudad podría aprovecharse de su existencia o consideran que a la ciudad le sería más útil la tolerancia. Esos 220 se niegan a declararlo culpable. Su número sorprende a Sócrates, que evidentemente no ha hecho justicia a la buena disposición de algunos atenienses (36 a).

      Una vez se ha emitido el veredicto, de nuevo se le permite hablar libremente a Sócrates, siguiendo la civilizada costumbre ateniense, y reafirmar su relación con la ciudad participando en la formulación de su sentencia. Sócrates abusa de la ocasión al reiterar su opinión sobre la incompetencia del tribunal de la Heliae. Más aún, una vez sentenciado y en prisión, la ciudad de Atenas le permite mantener conversaciones diarias con sus amigos y acuerda una muerte sin derramamiento de sangre entre ellos. ¡No ha sido así en Jerusalén, Londres ni Berlín!

      De hecho, su libertad es completa para hablar ante el gran público del tribunal o en el círculo íntimo de amigos en la prisión. El asunto formal de un mero derecho a la libertad de expresión, contra lo que piensa Whitehead, no concierne a Sócrates ni a los atenienses; solo les importa la cuestión esencial de si el discurso de Sócrates es perjudicial.

      En este sentido, incluso la dura recomendación de Ánito de que el caso no debería haber llegado al tribunal ni como caso capital (29 c) puede, al menos, tomarse como prueba de un estado de ánimo opuesto a lo trivial, un estado de ánimo que Platón debe respetar. En el Político, un diálogo dramáticamente contemporáneo del juicio (Teeteto 210 d), el extranjero al que Sócrates se ha dirigido en la conversación dice que, en ausencia de un verdadero sentido de Estado, deben regir las leyes y costumbres ancestrales. Puesto


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