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Ciudadanía y etnicidad en Bosnia y Herzegovina. Esma Kučukalić IbrahimovićЧитать онлайн книгу.

Ciudadanía y etnicidad en Bosnia y Herzegovina - Esma Kučukalić Ibrahimović


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década contra la élite intelectual bosniaca–, y el único político que no procedía de la estructura comunista. Abogaba por la independencia, pero por un Estado unido. Y como tercera pata, el partido radical serbio, Srpska Demokratska Stranka (Partido Demócrata Serbio) (SDS), liderado por Radovan Karadžić, que decía no estar dispuesto a que su pueblo viviera como una minoría en un Estado islámico. Ya es histórico el discurso del poeta y psiquiatra en octubre de 1991, cuando dijo que tenía a 20.000 serbios armados apostados en los montes que rodean Sarajevo y que iban a convertir la ciudad en un enorme karakazan para 300.000 musulmanes. «¿No sabéis qué es un karakazan [palabra de origen turco]? Es una caldera. Una caldera negra». No mintió. El hombre que había estudiado en Sarajevo, el mismo que había trabajado en su hospital de referencia y que había vivido durante décadas en esta ciudad, perpetraría el asedio más largo de la historia moderna de una capital en el que perecieron más de 11.500 civiles. 1.600 de ellos, niños. En las cafeterías del céntrico barrio en el que vivió, no pocas veces entre carcajadas, comentó a los vecinos que era un declarado četnik. Casi nadie tomó sus comentarios en serio.

      Milošević sí. Se servirá de las técnicas de aquellas formaciones paramilitares reencarnadas en sus Escorpiones, en los Águilas Blancas de Vojislav Šešelj, o en los Tigres de Željko Ražnatovic, conocido como Arkan, tanto en Croacia como en Bosnia y Herzegovina. Así, antes del referéndum sobre la independencia que celebró el Estado bosnio a principios de 1992, ya andaban por la localidad de Bijeljina los Tigres de Arkan, recién llegados de sus labores de «limpieza» en Vukovar. Los Tigres morían bajo la bandera del nacionalismo serbio, pero tenían sus buenos motivos. Iban a la línea del frente y robaban cuanto cabía en sus camiones mientras que Arkan se iba haciendo con las aduanas, el carburante y el armamento requisado. Y mientras su figura se iba ensombreciendo ante la mirada internacional, en su país natal será catapultado a la categoría de héroe nacional, más aún tras su enlace en terceras nupcias con la cantante de turbo folk, Svetlana Veličković-Ceca. Como anécdota queda su intervención en un talk show de la televisión serbia poco después de su fastuosa boda, bautizada en su momento como el enlace del siglo. En un momento del programa entró una llamada en directo de una espectadora que alababa las joyas que lucía Ceca. «¿Y cómo sabes que mis anillos son de tantos quilates?», le preguntó la diva con sorpresa. «Porque tu marido me los robó en Bijeljina». Estos fueron, según el Tribunal de la Haya, los artífices de la ejecución masiva y la quema de pacientes en el hospital del municipio croata de Vukovar en 1991, y más tarde, de las masacres y saqueos en Bosnia y en Kosovo. Quién le diría a Milošević que, con la finalización de las guerras y los Tigres en paro, Arkan, su sicario, sería un contrincante en el plano político. En 1992 todo parecía diferente.

      El 6 de abril de 1992, aniversario más que simbólico para Sarajevo por ser la fecha en el que fue liberada a manos de sus ciudadanos de las tropas alemanas en 1945, fue el día en el que, cuarenta y siete años después, la comunidad internacional reconocía el Estado surgido de la votación popular celebrada apenas un mes antes, y le otorgaba la membresía en las Naciones Unidas. La misma fecha en la que, ante su mirada impasible, se cerró el anillo de fuego y acero –como lo llamaría el escritor Miljenko Jergović – en torno a Sarajevo, condenando a sus ciudadanos al peor de los destinos. Por aquel entonces, los serbobosnios ya estaban armados hasta los dientes desde los bastiones del JNA, Jugoslovenska Narodna Armija (Ejército Popular Yugoslavo), que supuestamente estaba abandonando Bosnia y Herzegovina, alimentados por la retórica de una alianza «ustašo-jihadista» que, según se decía, pretendía acabar con ellos, y que vomitaban los medios de comunicación serbios, todos en manos de Milošević. No tardaría en reclamar su parte del pastel el nacionalismo croata con la adhesión y creación de la denominada Herceg-Bosna. La mecha de aquella llamada a la guerra épica que se invocó en el campo de Kosovo prendió y adquirió su máxima expresión durante los cuatro años de atrocidades sobre suelo bosnio, país al que se había impuesto además un embargo internacional de armas.

      Si nos preguntamos por qué la comunidad internacional esperó cuatro años para intervenir en lo que a todas luces no fue un conflicto interno sino las pretensiones de Estados soberanos sobre el territorio de Bosnia y Herzegovina sirviéndose de sus satélites ultranacionalistas internos, la respuesta, como señala Noel Malcolm en su obra Bosnia: A short history (1996) está en la idea que acabaría comprando la opinión internacional, y es aquella de que Bosnia y Herzegovina como nación, era un producto creado por Tito donde en realidad «los odios étnicos ancestrales eran irreconciliables». Y es en esta aceptación reduccionista tan propia de la posverdad, donde yace una de las peores decisiones de la diplomacia internacional que, para frenar la agresión, justificaría un modelo estatal fragmentado internamente, y dará así a los portadores de esos odios una legitimidad soberana, en un marco en el que, como señala el filósofo Eldar Sarajlić (2010), las instituciones estatales representarán solo la corteza del poder étnico. Y esta consecuencia, quizá la más dura que ha dejado la guerra, es el legado para las futuras generaciones del país, pero también más allá de éste en un momento en el que los totalitarismos y los giros nacionalistas parecen tomar el pulso a los valores de ciudadanía.

      Tras el apocalipsis, cuya magnitud se puede resumir en más de cien mil muertos, millones de desplazados y la devastación del país, en el año 1995 se firmaría el Acuerdo Marco General para la Paz en Bosnia y Herzegovina (también conocido como Acuerdo de Dayton) auspiciado por la comunidad internacional que grosso modo dio pie a la fórmula «un Estado, dos entidades» (más un distrito), tres pueblos constituyentes: serbios, croatas y bosniacos». Mientras se anula la concepción estatal de aquella república de Bosnia y Herzegovina que se creó antes de la guerra y sus fundamentos de derecho previos, se establece internamente una división entre la Republika Srpska (o República Serbia de Bosnia y Herzegovina), étnicamente homogénea, y de una federación bosniocroata, que a su vez está subdividida en diez cantones. En todos y cada uno de los niveles de gobierno, que son muchos, desde el estatal, pasando por los entitarios, cantonales y locales, el ciudadano está obligado a identificarse permanentemente en cada uno de ellos con un grupo étnico si quiere tener cabida en los mismos. Un sistema formalmente democrático y moderno, pero en la práctica altamente segregado pues se construye de espaldas al otro, en tanto que establece dos categorías de sujetos soberanos: por una parte, los tres pueblos constituyentes y, por otra, todos los demás ciudadanos, con rango inferior explícito.

      Si bien este tipo de anclaje étnico tuvo una razón de ser en los primeros compases de un proceso de pacificación altamente volátil, en el que ninguno de los bandos quería ceder posiciones, hoy, más de un cuarto de siglo después, es una estructura que le supone a Bosnia y Herzegovina una parálisis funcional permanente. El acceso a dos de los principales órganos de poder, la presidencia y la Cámara de los Pueblos del Parlamento, solo contemplan la entrada de los miembros de los tres grupos constituyentes y condenan al resto de los ciudadanos que no forman parte de estas etnias o no quieren identificarse con ninguna de ellas a vivir en el apartheid establecido por un acuerdo internacional vinculante. De este modo, los máximos responsables de las atrocidades del conflicto fueron los que de pronto, en Dayton, se enfundaron el traje de pacificadores, y aseguraron la continuación de su idea política, sirviéndose de la estrategia etnonacionalista del miedo para perpetuar el statu quo.

      Y aquí surge otra de las paradojas de Dayton, pues curiosamente sus detractores, aquellos que a diario hablan de la secesión y claman a los cielos por la condena de vivir juntos, tienen en ese discurso separatista su principal baza para que nada cambie, porque los unos son los mejores socios para los otros en la alianza etnonacionalista contra la democracia. Para ello es fundamental difuminar al individuo, y su voto independiente, y jalear el valor sacro del grupo, el mito de la sangre y de la tierra, de los derechos étnicos protegidos por el interés vital nacional, y por toda una estructura territorial entitaria, e institucionalmente etnificada.

      En la actualidad, el país se halla a la cola de toda la región en cuanto a indicadores económicos y padece como ninguno los estragos de la crisis, con una tasa de desempleo superior al 27 por ciento, y con una constante tendencia de los jóvenes a abandonar el país de la que apenas se habla, mientras que la atención mediática se centra en las llamadas a consultas populares


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