El sacrificio de la misa. Juan BonaЧитать онлайн книгу.
ministerio del Señor como un lento viaje, un ininterrumpido caminar hacia Jerusalén para allí ofrecerse como victima por todos los hombres.
Así la vida de la Iglesia y la de todos los cristianos está orientada hacia la Misa como a su centro.
Y después de nuestra entrega con Cristo a Dios Padre en el Sacrificio, la entrega de Cristo a nosotros en el Sacramento. Dios vivo se nos da con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. «Quien come mi Carne vivirá por mí», «el Pan que yo daré es mi Carne para la vida del mundo». El mundo necesita a los cristianos, y los necesita ofrecidos y generosamente entregados y distribuidos con Cristo.
Nuestra vida así tendrá forma de Misa, y en ella podremos tener eficazmente «los mismos sentimientos que tenía Cristo»: la gloria de Dios y la santificación y salvación de los hombres.
Que, como pide el autor de este pequeño gran libro, la gracia se vuelque sobre los que quieran aprovechar sus experiencias vividas para encenderse en el amor de Cristo al pie del altar de ese Dios Padre nuestro, que llena de alegría nuestra juventud, una juventud siempre esperanzada y estrenada cada día ante la grandeza del Sacrificio Santo.
JOSÉ LUIS JIMÉNEZ
[1] La traducción ha sido hecha sobre el texto original latino del cardenal Bona, inserto en el volumen 23 de Theologiae Cursus Completus, de varios autores, edición de París 1840 dirigida por J. P. M. (sic) pp. 1302-1366.
ADVERTENCIA
MUY POCO TE ENTRETENDRÉ en este vestíbulo, sacerdote quienquiera que seas que te dignas meditar este mi tratado, para darte a conocer mi propósito al publicarlo, su finalidad y manera de aprovecharlo. Ya desde que fui ordenado sacerdote empecé a sopesar lo arduo que es desempeñar rectamente el ministerio recibido e inmolar a diario por mis pecados y los ajenos al mismo Dios en el incruento sacrificio. Inducido, pues, por los estímulos de mi conciencia, repasando los escritos de los Santos Padres y de casi todos los autores más recientes que han publicado algo sobre el modo de celebrar santamente la Misa, de ellos recogí muchos documentos, los reuní y, añadiendo alguna cosa de mi cosecha, compuse este opúsculo que, a instancias de mis amigos, publico ahora después de muchos años. En primer lugar, hago, de un modo general, algunas consideraciones preliminares sobre este sacrificio, su valor y sus frutos. En segundo lugar, trato de aquellas cosas que son necesarias al sacerdote para la recta y piadosa celebración de la santa Misa. En tercer lugar trato de los actos inmediatamente anteriores a la celebración de la Misa y de su preparación próxima. En cuarto lugar, de la celebración en sí misma. Finalmente, de aquello que ha de hacerse una vez terminada la Misa.
Para mí y para los que como yo aún permanecen en el umbral de la perfección, inserté algunas oraciones y ejercicios que, si se rezan con frecuencia, fácilmente podrán preservar de las distracciones y encender en el amor de Dios. A otros, sin embargo, que se encuentran en un grado más alto, la unción del Espíritu Santo les enseñará más sublimes ejercicios.
Ahora bien, estos ejercicios no se han escrito con el fin de que cada día los recite el sacerdote que va a celebrar, sino que se recomienda leer algunas veces el librito, hasta tanto que las ideas en ellos expresadas sean perfectamente captadas y con ellas la voluntad se imbuya en piadosos afectos; entonces cada uno puede escoger aquellos con que más se sienta impresionado; y cuantas veces vaya a celebrar, puede de esos tomar según su arbitrio y devoción.
Su abundancia y extensión espantará a algunos; pero ello es debido a su inexperiencia, pues ellos mismos, una vez formados con el ejercicio y la práctica, llegarán a convencerse de que es facilísimo y de muy poco trabajo lo que antes creyeron difícil y laborioso. La mente camina con mayor rapidez que la lengua, y lo que no puede explicarse sino por un largo discurso, se concibe con un único acto de la mente.
Mucho enseña la experiencia, con la ayuda de Dios, y pido insistencia, sobre todo para mí, «no sea que habiendo predicado a los otros venga yo a ser reprobado»[1]. Que la gracia del Señor se vuelque con largueza sobre mí y sobre los que quieran utilizar mi trabajo.
[1] 1 Cor 9, 27.
I.
CUESTIONES PRELIMINARES SOBRE EL MISMO SACRIFICIO DE LA MISA
QUÉ CLASE DE SACRIFICIO ES LA MISA
Aunque muchos eran los sacrificios en la antigua Ley, en la nueva, sin embargo, solo existe un único sacrificio, que tanto más perfectamente excede la diferencia de todos los holocaustos de la Ley mosaica cuanto más excelente y aceptable a Dios es la víctima que en él se inmola. Es, pues, la Misa sacrificio latréutico o de adoración, ofrecido a Dios para rendirle el supremo culto y el más alto honor, como a nuestro primer principio y nuestro último fin, en testimonio de su excelencia infinita, de su dominio y majestad, y de nuestra dependencia, servidumbre y sujeción a Él. Es eucarístico: acción de gracias por todos los beneficios (que nos hace el mismo Dios en cuanto es nuestro bienhechor) de naturaleza, de gracia y de gloria. Es propiciatorio y satisfactorio por los pecados y las penas merecidas, pues aplica a todos aquellos por quienes se ofrece la fuerza y la virtud del sacrificio de la cruz; más aún, es el mismo sacrificio en la sustancia (quoad substantiam), la misma hostia y el mismo oferente principal, aunque se ofrezca de diverso modo. Y se llama propiciatorio porque por esta oración el Señor es aplacado y concede la gracia y el don de la penitencia a los pecadores que no ponen obstáculos; condona las penas merecidas por el pecado porque por el sacrificio de la Misa se aplica el sacrificio de Cristo, quien satisfizo en la cruz por los pecados de todo el mundo. Condona las mismas penas a los difuntos que están en el purgatorio, porque con este fin fue instituido también por Cristo, como consta por la potestad que se confiere a los sacerdotes en la ordenación, de ofrecerlo por vivos y difuntos; este efecto nunca se puede impedir, porque es imposible que aquellos pongan óbice alguno. Por tanto, para aquellos por los cuales se ofrece, vivos o difuntos, la remisión de la pena será en la misma medida que en su misericordia fijó el mismo Cristo. Pues aunque la víctima que se ofrece es de valor infinito, sin embargo, nuestra oblación, según enseñan comúnmente los teólogos, solo tiene un efecto finito. Para los que conjuntamente ofrecen el sacrificio, este efecto se aumenta según la devoción y disposición interior de cada uno. Por último, habiéndonos merecido Cristo no solo la remisión de los pecados, sino también otros muchos beneficios, este sacrificio es por consecuencia también impetratorio de todos los bienes, primero de los espirituales, y en segundo lugar de los temporales, en cuanto que a aquellos conducen. Pero como de por sí solamente tiene el poder de impetrar en general, para que algo determinado se impetre, la intención del oferente debe aplicarse a ello de modo especial. Sin embargo, para impetrar por la Iglesia siempre interviene la intención de la misma Iglesia, principalmente con relación a aquello que en las oraciones de la Misa se pide a Dios; pues también la Iglesia es oferente en la persona de su ministro.
DE LOS QUE OFRECEN ESTE SACRIFICIO
El primero y principal oferente es Cristo, el único que pudo ofrecer un sacrificio aceptable al Padre, y por ofrecerlo diariamente y por medio de sus ministros sacerdotes, se dice que es sacerdote eterno, según está escrito: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec»[1]. Cristo, pues, no solo es oferente por haber instituido el sacrificio y por haberle conferido toda la fuerza de sus méritos, sino sobre todo porque el sacerdote en su persona, en cuanto ministro y legado de Cristo, realiza el sacrificio en representación suya, como consta por las palabras de la consagración; pues no dice: «Este es el Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino «Este es mi Cuerpo»[2], «Esta es mi Sangre»[3]. Por lo tanto, Cristo juntamente con el sacerdote ofrece a Dios Padre por los hombres el mismo sacrificio; y en virtud de su Persona, que es de una santidad purísima y de una dignidad infinita, este sacrificio es siempre puro y grato a Dios, aunque se ofrezca por un ministro pecador.
El segundo oferente es la Iglesia católica, de quien es ministro el sacerdote y todos sus fieles no excomulgados, que de algún modo lo ofrecen también por medio del sacerdote no en cuanto ministro, sino en cuanto legado o mediador.