Mi hermano James Joyce. James JoyceЧитать онлайн книгу.
de los socios de la destilería era un tal John Murray, de Longford, agente de vinos y licores. Tenía una melodiosa voz. Mi padre comenzó a frecuentar la casa y, al poco tiempo, él y la muchacha, Mary Jane, estaban secretamente comprometidos. Algún rumor de los anteriores compromisos de John Joyce, o quizá de sus borracheras, debió llegar a los oídos del padre y, a pesar de que John Murray no era precisamente un abstemio, se opuso al noviazgo. De todas formas la pareja tenía pocas dificultades para escribirse o encontrarse. Fue el único acto de obstinación de Mary Murray en su desgraciada vida. Los celosos rivales expresaron sus celos calificando a la pareja como la Bella y la Bestia, lo que resultaba completamente inadecuado. [17]Mi padre tenía un aspecto muy agradable y era un joven alegre y afable. En una ocasión, el padre de Mary los encontró paseando por Grafton Street, una calle de tiendas elegantes. Provocó una escena y llamó un coche para llevarse a su hija. Mientras esperaban el coche, se reunió su alrededor un pequeño grupo de curiosos. Uno de los hombres preguntó a mi padre qué sucedía.
–Oh, nada serio –fue la caprichosa respuesta–, la vulgar historia de la hija hermosa y el padre irascible.
Pero la buena educación, excepto en público, estaba lejos de ser una de sus características. En el seno de su familia mostraba otra cara. Hasta que su esposa, prematuramente avejentada, murió con solo cuarenta y cuatro años, la herida infligida a su vanidad fue creciendo y se dedicó a perseguir a su suegro (después de muerto, a su memoria), así como a su familia, con un odio y una virulencia tan implacables que se convirtió en una obsesión. Sus diatribas iban desde las cómicas –“lavabotellas con sombrero de papel”– hasta las vitriólicas –“viejo fornicador”– (el viejo, después de morir su primera esposa, se volvió a casar). El único miembro de la familia que se salvó de su lengua procaz fue la madre de su mujer, que había apoyado el casamiento. Su suegra pertenecía a una familia de músicos, amigos de Balfe, de los que hay en cierto modo una parodia en “Los muertos”. Tenía una voz agradable, aunque nunca intervino en conciertos, y parece ser que estimó a su yerno. Este hombre extraño, que no se entendió con su madre, su esposa y sus hijos, siempre respetó la memoria de su suegra. En parte, esta quedó indemne por haber muerto en los primeros años de su matrimonio.
Se casaron el 5 de mayo de 1880, cuando mi madre no tenía aún veintiún años, y pasaron la luna de miel en Londres. Ya en el viaje de bodas, el esposo comenzó a injuriar a su paciente esposa. Un día que remaban en el Támesis, en Windsor, vio que el bote de un joven con una muchacha intentaba pasarlos. En la improvisada carrera, insultaba abundantemente a su mujer para que mantuviera derecho el bote y, cuando logró poner distancia entre él y su rival, se burló de la violencia de su lenguaje en el calor de la excitación. Lo que prueba que una de sus máximas era: “Nunca te disculpes”.
Con la ayuda de sus amigos, obtuvo un empleo en la Oficina General de Recaudaciones de Impuestos y Contribuciones, y así se cumplió el anuncio del profeta que había predicho que estaría entre los recaudadores de impuestos y los pecadores. Su madre se había opuesto al noviazgo –“Son gente peleadora, John”–, y cuando su hijo, su único niño, se casó, regresó a Cork. Nunca la volvió a ver. Murió sola.
Mi hermano narra este hecho en Exiliados; ningún escritor en Inglaterra, desde Sterne, utilizó su más insignificante experiencia tan a conciencia como mi hermano, con el fin de crear un personaje o completar la pintura de un ambiente. Algunos críticos han insistido en la similitud entre Sterne y mi hermano, basándose en la extravagancia del estilo, la originalidad de la construcción novelística, la paciente e intencionada acumulación de detalles que asombra al lector; y, profundizando en el corazón de ambos escritores, la devoción a la memoria del padre, la hostilidad hacia la madre y el desprecio por las exigencias de la vida cotidiana, que les repugnaban. Sterne, al perder a su padre en un duelo, sufrió en plena juventud un rudo golpe, y esto pudo llevarle a cultivar una visión trágica de la vida; sin embargo, no fue así. Eligió ser Yorick, porque no quería ser Hamlet.
Mi hermano era más inflexible. La actitud hacia su madre no llegó a ser de desprecio, como la de Sterne, ni tampoco de hostilidad personal. Estaba en desacuerdo con ella porque no se entendían en materia religiosa. Por otra parte, lo extravagante en su estilo era deliberado. La literatura no era para él un pasatiempo tranquilizador que a medias arrulla y a medias obstruye la conciencia. Le daba satisfacciones de otra índole, derivadas de las grandes realizaciones que arrancan al corazón sus tiránicos secretos y le despiertan sentimientos de liberación y conmiseración. En el espejo de su arte la fealdad de la cabeza de la Gorgona puede estar reflejada con nitidez, pero fue cortada y no convierte el corazón del espectador en piedra.
Sin embargo, compartía con Sterne un innato escepticismo respecto a los sucesos extraordinarios y los magníficos personajes que manejan los novelistas. A menudo me he preguntado por qué razón tales personajes no se convierten en primeros ministros, no solo de Inglaterra –que sería demasiado poco–, sino de Europa. Sería un destino adecuado para estos hombres y mujeres tan excepcionales. He conocido personas que alcanzaron la máxima celebridad por creer de todo corazón en una o dos cosas. Tampoco sus relaciones con los demás hombres y mujeres fueron como una página de la prosa pulcra y ordenada de Henry James. En su primera juventud, mi hermano fue un enamorado, como todos los poetas románticos, de las grandes concepciones y creyó en la suprema importancia del mundo de las ideas. Sus dioses fueron Blake y Dante. Pero luego la vida diaria en la tierra atrajo su interés y contempló con cierta compasión su juventud alucinada por los ideales que exigen la servidumbre a “las grandes palabras que nos hacen tan desgraciados”. Sin embargo, había creído en ellas sinceramente; en Dios, en el arte o más bien en el deber (él no lo hubiera llamado así) que le imponía su talento.
La vehemente creencia en lo absoluto es un don del poeta. No se tiene por ayunar, rezar o consumir petróleo en la medianoche; quien lo posee está marcado. Uno de ellos fue mi hermano, que deliberadamente eligió para su obra el hombre común y el acontecer diario, y ambos suelen despreciarse. Toda su obra está penetrada por esas atenuaciones, antítesis del romanticismo y la característica distintiva de la literatura moderna, que logra significar más de lo que expresa. Sin embargo, hay escritores de gran talento que escudriñan el mundo para elegir sus temas y escenarios y son inmensamente populares. Por mi parte, creo que carecen en gran medida tanto de sutileza como de sinceridad. Han ganado el mundo entero, pero han perdido sus almas. Además, a diferencia de su amigo Svevo, a quien preocupaba el éxito, a mi hermano nunca le interesó que lo leyeran. Creo que escribía para sí mismo. ¿Para qué publicar, entonces?, se podría preguntar. Bien, la expresión de nuestras ideas y sensaciones, aunque dirigida a nosotros mismos, cobra mayor nitidez con los destinatarios, y es también la forma de asumir una responsabilidad.
Los temas que elegía mi hermano adulaba mi vanidad de una manera curiosa. Cuando éramos muy jóvenes y mi hermano aún estaba bajo la esclavitud de las Grandes Palabras, escribí en mi diario, chapuceando como un académico, que hay científicos cuya labor se desarrolla en los infinitos espacios estelares que se consideran excepcionales, y otros que realizan su trabajo con un microscopio y se les juzga de la misma manera. Y agregué que, en una escala más pequeña, hay una diferencia análoga entre los escritores, y que mi hermano pertenecería a la última categoría. Acostumbraba a leer mi diario sin mi autorización, y en general se burlaba, pero aprobó esta anotación.
En el comienzo de su vida matrimonial, mis padres parecen haber sido lo que el Tribunal de Divorcio llama “razonablemente felices”. Comenzaron a llegar los niños, con intervalos regulares de un año. Los cuatro primeros, entre los que estábamos mi hermano (el segundo) y yo (el cuarto), nacieron en Dublín. Luego John Joyce resolvió trasladarse a Bray, con la esperanza, como repetía con frecuencia, de que el precio del pasaje en tren mantendría alejada a la familia de su mujer. No guardo memoria de aquellos primeros años en Dublín, pero tengo recuerdos vívidos de Bray. La eliminación de la muy afectuosa familia de su mujer, incluyendo a tres adorables tías, no pareció enmendar demasiado las cosas. Mi padre aún no había abandonado totalmente su vida deportiva. Intervino en una regata de Bray, pilotando un bote de cuatro remos, a los cuarenta años, y la ganó (no recuerdo la regata, pero sí haberlo visto entrenarse); iba a pescar platijas y lenguados y desde el bote se tiraba a tomar un baño con los Vance, antes mencionados, o con algún pescador de Bray, feliz del resultado