Mi hermano James Joyce. James JoyceЧитать онлайн книгу.
aprobación. Se desenvolvió plena de buen humor. Se trata de una obra genuinamente racial y admirablemente representada. El joven Joyce, de considerable talento dramático, es una verdadera promesa”. Un diario serio, el Cork Examiner, dice: “El señor J. S. Joyce desempeñó el papel de O’Bryan, el emigrante irlandés, dándole cierto tono burlesco –un error debido a la inexperiencia–, pero muy por encima de la actuación de un aficionado. Las canciones del señor Joyce, en verdad admirables, merecieron también el aplauso del público”. Mi padre pasó a ser el principal actor cómico de la Sociedad Dramática del Queen College.
Tras un intento frustrado de enrolarse como voluntario en el ejército francés, alrededor del año 1870 (tenía entonces veintiún años) con tres amigos universitarios, y de una fuga a Londres, perseguido por su madre para hacerlo volver alicaído, se unió a un grupo de fenianos [12]en Rebel Cork, con lo que la atormentada madre resolvió terminantemente abandonar Cork. En su decisión influyó el hecho de que, en vísperas del centenario de O’Connell, [13]su primo Peter Paul M’Swiney, a su vez primo del Libertador, había salido electo lord mayor de Dublín. [14]Tenía la esperanza de que el lord mayor diera a su hijo el cargo de secretario.
Antes de que John Joyce partiera para Dublín, se celebró una cena en su honor; ya que cantaba en los conciertos de Cork desde su primera juventud, fueron invitados los miembros de una compañía inglesa de ópera, que entonces visitaba Cork. Después de la cena, el tenor principal de la compañía y mi padre improvisaron canciones. Mi padre cantó un aire de ópera en boga entonces. El tenor inglés, que parecía liberado de los habituales celos profesionales, lo felicitó calurosamente y declaró que daría gustoso doscientas libras por cantar esa aria de la misma manera que mi padre. Más tarde, viviendo ya en Dublín, recibió otros estímulos de gente cuya opinión en esta materia consideraba valiosa. Al llegar a la capital irlandesa se dirigió, con la mejor intención, a casa de una dama italiana, profesora de canto. La dama le escuchó algunas piezas y fue a la habitación de al lado a llamar a su hijo mayor. “Ven y escucha a este joven. He encontrado al sucesor de Campanini”. Italo Campanini era el tenor que hacía furor en esa época en el Covent Garden y que más tarde, en 1883, hizo el papel de Fausto en la inauguración de la Metropolitan Opera de Nueva York. Los elogios halagaron la vanidad de mi padre, pero no despertaron su ambición ni estimularon su voluntad. Después de la edad madura, formaban parte de su arsenal de recuerdos consoladores que, a diferencia de las meditaciones de su hijo, no tenían rastro de autocrítica, reproche o amargura. ¿Será a causa de la hostilidad a mi propia gente, por haber estado separado de ellos tanto tiempo, que juzgo esta inútil y pueril vanidad como típicamente irlandesa? La encuentro en Yeats, en Shaw, en Wilde. Hasta a Swift, educado en Irlanda, se le despertaban instintos criminales cuando se sentía ofendido. Únicamente en el “magnánimo Goldsmith” [15]la vanidad era una entretenida debilidad. Esto hace a los irlandeses amantes de lo raro. Mi hermano no carecía de vanidad, pero la suya estaba llena de intención y en su lucha con editores y críticos la convirtió en una especie de armadura protectora contra el oprobio y el desdén. Mi padre no fue secretario del lord mayor, pero invirtió lo que le quedaba de las mil libras que le había regalado el abuelo por su mayoría de edad en una destilería, la Dublín and Chapelizod Destillery Co., de la que se convirtió en secretario. Algunos socios eran ingleses, pero los dueños habían vivido en Cork, como mi padre. El director, del que mi hermano tomó el nombre para “Contrapartidas”, había sido amigo de mi abuelo en Cork. Mi padre lo describía como una especie de duodécimo lord Chesterfield, personaje todavía famoso en Irlanda. Salía todas las mañanas para Chapelizod, donde estaba la destilería, en un coche de dos ruedas con un criado sentado detrás de él, con los brazos cruzados. Los obreros lo odiaban y una vez intentaron matarlo, dejando caer desde una galería una pesada viga de madera, cuando realizaba una inspección. Mi padre, con oportuna rapidez, lo empujó bajo un cobertizo un instante antes de que cayera la viga. Por otra parte, mi padre era el favorito de este hombre, con quien solía jugar a la petanca. No sé cuánto duró en su cargo de secretario, pero parece que tres o cuatro años, hasta que descubrió que el director había hecho un desfalco en la firma. Tras una discusión muy acalorada y un torrente de insultos de parte del director, que terminó cuando el joven secretario se disponía a recurrir a la violencia, mi padre hizo una convocatoria de acreedores. El director se fugó y se liquidó la firma. En la reunión, los socios expresaron su agradecimiento “al joven que los había salvado de pérdidas mayores” y lo nombraron síndico. Todo el dinero que se pudo cobrar de la liquidación de la destilería fue depositado a su nombre en el Banco de Irlanda y aún debe estar allí, supongo, a menos que el Estatuto de Restricciones haya dispuesto su inversión. Los papeles de la firma, hasta casi diez años después, se hallaban guardados, en un desmañado paquete, en el baúl del desván. Cuando estaba de malas, preguntaba con cierto humor si no podía sacar ese dinero, pero un amigo con experiencia mundana le aconsejaba no irritar al león. [16]
Logró cierta posición como secretario del National Liberal Club, y parece que cumplió eficientemente con sus obligaciones. El National Liberal Club se adjudicó el mérito de la victoria nacionalista en una elección en la que uno de los candidatos conservadores, sir Arthur Guinness, después lord Ardilaun, fue derrotado, y recompensó a su secretario con un obsequio de cien guineas por cada candidato electo, una buena suma para un joven de Dublín de hace setenta y tantos años. Hasta se llegó a hablar de su candidatura en un distrito; tenía facilidad de palabra y había estado entre los primeros que saludaron el ascenso estelar de Parnell. Fue una fanática devoción de toda su vida que transmitió a su hijo mayor. En cuanto al “don de locuacidad”, exceptuando la alusión literaria de Gabriel Conroy sobre las cabezas de sus oyentes, el discurso de “Los muertos” es un claro ejemplo, un poco pulido y corregido, de su oratoria de sobremesa. Nada resultó de aquella proposición. Probablemente no tuvo la paciencia ni la docilidad que los políticos mayores esperaban encontrar en sus discípulos del partido.
No tenía una urgente necesidad de trabajar y podía disfrutar de la vida. Su madre era independiente y él tenía una pequeña renta de una propiedad en Cork. Vivían en las afueras de Dublín, cerca de la bahía, hacia Dalkey. Tenía un pequeño bote de vela, pagaba a un muchacho para que lo cuidara y, ocasionalmente, cantaba en conciertos. Solía suceder, si había una taberna cerca de la sala de conciertos, que deleitara a sus amigos cantando la segunda estrofa antes que la primera. Tenía el temperamento adecuado de un cantante de conciertos y, aunque no cantaba a menudo en público, sabía conquistar sabiamente, por adelantado, el favor del auditorio, actuando con perfecta naturalidad en el escenario. En uno de los conciertos a su cargo, estuvo acompañado por un profesor del Conservatorio de Música de Dublín. Una de las canciones tenía una introducción de casi una página que a mi padre le gustaba, pero el profesor, en lugar de tocarla, hizo unos cuantos acordes y dio la señal a mi padre para que comenzara. Mi padre se volvió con naturalidad hacia su acompañante y exclamó con aprobación: “¡Bravo!
¡Muy bien, hombre!”. El público se rio tanto que transcurrió un buen rato hasta que el profesor finalmente tocó la partitura que tenía delante y mi padre comenzó a cantar.
En resumen, pasó una época divertida con sus amigos, grandes bebedores de esa generación de bebedores. No obstante, carecer del sentido de la autocrítica debía hacerle sufrir al no poder estimarse a sí mismo. Había fracasado en todo lo que había iniciado. Llegar a ser médico, actor, cantante, secretario comercial y finalmente político. Pertenecía a esa clase de hombres que no pueden ser miembros activos de ningún sistema social. Son saboteadores de la vida, aunque lleven el nombre de viveurs. Tuvo todas las ventajas naturales, incluso la salud de un toro, pero no la fuerza para aprovecharlas. Y entiendo por fuerza precisamente la confianza en sí mismo. No deja de ser asombroso que un padre tan débil haya engendrado un hijo con tanta fuerza.
Estando libre, se enamoró de una muchacha dublinesa. Por una vez, algo le resultaba fácil y agradable. Tenía, quizá, la ilusión de la vida de familia que, como hijo único, no había conocido. Siempre le gustaron los niños, y cuando ya tenía una docena se detenía en el bullicioso centro de la ciudad si veía un niño haciendo pinitos delante de sus padres, indiferente a lo que sucedía a su alrededor, y se ponía a conversar con él.
–¡Qué grandote estás ! ¿A dónde vas en este día tan precioso?