Mi hermano James Joyce. James JoyceЧитать онлайн книгу.
de nuestra familia, que creía que arriesgaba su preciosa alma si jugaba a las cartas con los Vance, solía poner inconvenientes. Se trata de la mujer que aparece en Retrato del artista adolescente con el nombre de señora Riordan, y de la que hablaré luego.
Vance formaba parte de un pequeño grupo de amigos que compartían las grandes esperanzas que mi padre había puesto en su precoz jovencito. En verdad, no estaban tan equivocados. Murió mientras mi hermano, alumno del curso superior, alimentaba todavía esas esperanzas. Mi hermano lo estimaba y lo introdujo con su verdadero nombre en Retrato del artista adolescente. Este hecho atestigua, como otros ejemplos en Retrato del artista adolescente y Ulises, un recuerdo de gratitud.
De un escritor cuyas primeras impresiones fueron tan vívidas y perdurables y que eligió, deliberadamente, la Dublín de sus años adolescentes como el principal, si no el único, tema de su producción artística, no resulta ocioso preguntarse cómo se fijaron tan firmemente estas impresiones en su mente. A este respecto, la ingenua admiración de estas gentes de mentalidad simple, no teñida de envidia, que también tenían hijos, es un hecho que no debe pasarse por alto. No era el primogénito –el primero, un varón, murió en la infancia–, pero era el mayor de la familia, inteligente y guapo. Divertía a los amigos de la casa, un poco como se cuenta que Dickens hacía a la misma edad. Su precocidad y su independencia desde muy niño se recordarían luego, al término de los estudios en la Universidad, cuando comenzó a hablarse de él como de una promesa, o más bien, para decirlo con el lenguaje de Dublineses, como “un joven con un gran futuro por delante”. Se contaba que, cuando no tenía aún cuatro años, entretuvo a unos parientes que llegaron inesperadamente, en ausencia de sus padres, “tocando” el piano y cantando para ellos; o de su hábito, a una edad aún más temprana, de bajar a los postres por la escalera, peldaño por peldaño, del cuarto de los niños, en presencia de la niñera, gritando desde lo más alto hasta la puerta del comedor: “¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!” (un comienzo adecuado para el autor cuya última creación debía ser H.C.E., [4] “Aquí viene todo el mundo”). O también, con siete años, de sus escapadas en triciclo desde las afueras de Dublín hasta Bray a visitar a una niñera, mientras sus afligidos padres lo buscaban en las casas de parientes y amigos. El efecto de una dosis tan fuerte de admiración en la infancia podía haber hecho del niño un pedante, pero la natural influencia de una familia grande, que pronto sufrió un gradual empobrecimiento, fue desfavorable al desarrollo de tal característica. En la tensa sensibilidad y el crudo realismo de las partes de Retrato del artista adolescente que se refieren a esos años no hay rastro de pedantería.
Su primera maestra fue la mujer que en Retrato del artista adolescente aparece como señora Riordan, a quien él, y los demás por imitación, llamábamos Dante, probablemente una deformada pronunciación infantil de auntie, tita. Ella ejerció, en verdad, una influencia nada diferente a la de su tocayo; además de enseñarle a leer y escribir y nociones de aritmética y geografía, le inculcó una buena dosis de catolicismo fanático y un amargo patriotismo anti inglés; la imposición las Leyes Penales era todavía una espina clavada en los hombres y mujeres de Irlanda cuando yo era niño. Se llamaba señora Conway, y al parecer tenía algún lejano parentesco con mi padre. Vivió varios años con nosotros, y gracias a su docencia mi hermano fue admitido en el Wood College, de Clongowes, la principal escuela de los jesuitas en Irlanda, cuando tenía poco más de seis años.
La señora Conway era desagradable y obesa. Acostumbraba a usar en la casa una de esas pequeñas cofias divertidas que en las fotografías realzan la marchita belleza de la reina Victoria. La recuerdo siempre sentada en alguna parte, imponente, y tenía un temperamento malhumorado que en Irlanda se asocia, sin duda injustamente, con la Iglesia Reformada de Cristo. Debía sufrir ciática, supongo, porque tenía dificultad para sentarse y levantarse y, al hacerlo, apoyaba ambas piernas con acompañamiento de exclamaciones de dolor: “¡Oh mi espalda, mi espalda, mi espalda!”, [5]que yo imitaba con gran exactitud, para diversión de mis hermanos. Sin embargo, tenía sus estallidos; recuerdo el escándalo que provocó, mencionado en Retrato del artista adolescente, una hermosa noche de verano, al concluir el programa de música de una banda militar detrás de la Explanada. Mientras la banda ejecutaba Dios salve a la Reina, desbarató el legítimo embeleso de un señor de edad que se hallaba de pie, sombrero en mano, prestando atención a la antífona, dándole un golpe en la cabeza con su sombrilla.
Tiempo atrás había entrado en un convento con intención de tomar los hábitos; pero, antes de profesar el voto final, murió un hermano que le legó una suma de dinero bastante elevada. Dejó el convento y pronto contrajo matrimonio con un mal hombre a quien, no obstante, consideró una bendición del cielo. Recuerdo que lo describían alto, solemne y calvo. Desempeñaba un importante cargo en el Banco de Irlanda, donde tenía siempre un par de pantalones listos para llevar en la oficina, de manera que aparecía en público con los pantalones elegantemente planchados. Cuando invitaban a la flamante pareja a cenar, él leía un libro antes de salir, a fin de tener tema de conversación. También tenía el recomendable hábito de rezar en mitad de la noche, al tiempo que sorbía unos huevos crudos. Tras un par de años de vida matrimonial, decidió que le iría mejor en Sudamérica, y ciertamente así fue. Partió hacia Buenos Aires, con la mayor parte de la fortuna de su esposa, que no volvió a ver a su marido ni al dinero. Ella debía seguirlo, pero sus cartas, siempre escasas, se hicieron cada vez más raras. En un intento colosal de juguetear, su esposa le escribió remedando una canción popular de su tiempo:
Jumbo said to Alice:
“I love you”
Alice said to Jumbo:
“l don’t believe you do;
For if you really loved me,
As you say you do,
You’d never go to Yankee Town
And leave me in the zoo”.
[Jumbo dijo a Alice:
“Te amo”.
Alice dijo a Jumbo:
“No lo creo,
pues si me amaras realmente,
como dices,
no hubieras ido a Yankee Town
ni me habrías dejado en el zoológico”.]
Esta humorada paquidérmica lo ultrajó tanto que, luego de una carta indignada, jamás volvió a escribir y ella perdió su rastro. Fue una amarga experiencia y cayó sobre quien debía caer. Quizá ella sentía que tenía que saldar deudas con su conciencia. Cualquiera fuera la causa, lo cierto es que era la persona más intolerable que tuve la desventura de conocer.
Se la consideraba mujer inteligente y sagaz –en verdad era, sin lugar a dudas, estúpida–, y se le permitió intervenir más de lo necesario en el gobierno y la educación de los niños. Fue aquella una generación prolífica, pero con una limitada comprensión de la infancia. Dante fue más decidida y consecuente que los demás en su creencia de que los niños llegan al mundo ostentando sombrías marcas del pecado original. En sus mejores momentos nos llevaba, en las fiestas de Navidad, a ver el pesebre de Inchicore, con las figuras de cera de la Sagrada Familia, los reyes magos, los pastores, los caballos y los bueyes, los corderos y los camellos, reunidos todos en la entrada, haciendo gala de su miserable y polvorienta grandeza. [6]Con su característico mal humor, nos llevó a ver un cuadro titulado El último día en la National Gallery. Se trataba de un tremendo cataclismo, amenazadoras nubes de tormenta, relámpagos espeluznantes, montañas que se derrumbaban, y las pequeñas figuras desnudas de los pecadores con las contorsiones de la desesperación –“¡Oh, por qué lo hice!”–, implorando piedad, mientras caían sobre ellos enormes piedras. En otro rincón de la tela, los bienaventurados se elevaban al cielo con los brazos cruzados sobre el pecho. No recuerdo si Dios Todopoderoso estaba o no en el cuadro, pero en cualquier caso era evidente que Él –o quizá debería decir, Su Eternidad– se empleaba a fondo en castigar a los pecadores.
Otro incidente también ha quedado grabado en mi memoria. Sucedió un día en que yo había salido con la niñera y caminaba al lado del cochecito ocupado por no recuerdo ya qué hermano o hermana.