Mi hermano James Joyce. James JoyceЧитать онлайн книгу.
alta con intención de tirarse, pero la sujetaron las personas que se hallaban en la habitación. En la conversación en casa, a nuestro regreso, sobre el incidente, alguien, probablemente la niñera, dijo que la causa de la desesperación de la madre era que la criatura no había sido bautizada. Dante nos explicó entonces que esa criatura no iría jamás al cielo. Lo que quería decir era: “Así ustedes pueden ver lo que sucede. La criatura no podrá ir al cielo. Ahora se dan cuenta de lo que pasa cuando no se bautiza inmediatamente”. Estábamos todos debidamente impresionados, porque parecía la cosa más natural del mundo que Dios fuera una especie de ogro ebrio, con menos misericordia que el más insignificante de los hombres. Pero, de alguna manera, el suceso se instaló en mi mente con referencia a Dante. Su falso nombre le sentaba bien. No creo que hubiera oído siquiera mencionar la Divina comedia, pero su devota admiración por el cuadro El último día me hace pensar que, de haber leído el “Infierno”, se hubiera impresionado también, devotamente, por su descomunal sadismo. Sin embargo, estaba en su derecho. Recuerdo a uno de nuestros maestros jesuitas en el Belvedere College, declarando, impresionado, en una clase de instrucción religiosa sobre la confesión y el uso de la razón, que le había sido revelada, no recuerdo ahora a qué santo rufián, posiblemente a San Agustín, que había un niño de siete años en el infierno. Mi hermano hace discutir el asunto a algunos estudiantes de la Universidad Católica en Retrato del artista adolescente y pone parte de su propia ira en boca de Temple. Jim solía decir que la Iglesia era tan cruel como las viejas prostitutas. En la novela modifica la frase.
Sin embargo, Dante no carecía totalmente de ternura; nos pedía a los niños que le guardáramos el papel de seda que envolvía los paquetes, [7]y cuando le entregábamos unas hojas delante de las visitas, su alma económica se agitaba en medio de su gordura, y luego se moría de risa cuando se iban las visitas. Murió apropiadamente del corazón muchos años después y, tras una adecuada cuarentena en el Purgatorio, sin duda se elevó directamente al cielo en el último día, con su cuerpo glorificado (no necesitaba papel de seda) para unirse al coro de ángeles y cantar “Él es alegre y buen compañero” por siempre jamás.
Del pequeño grupo de los que estimaban a mi hermano, el más sincero era el hombre que aparece en Retrato del artista adolescente con el nombre de señor Casey, John Kelly de Tralee. Había estado varias veces en la cárcel por sus discursos proselitistas en favor de la Land League. A consecuencia de estos períodos de encarcelamiento, su salud comenzó a declinar y murió unos diez u once años más tarde. Tras cumplir cada condena, mi padre lo invitaba a Bray para que se recuperase a orillas del mar. Recuerdo dos o tres de sus estancias con nosotros y la reserva que nos impusieron tras su huida a Dublín para no ser arrestado, una huida nocturna que puso fin a la que sería su última visita a Bray. El oficial que vino al anochecer para avisar que había llegado una orden de arresto a nombre del señor Kelly, cuya comunicación él demoraría hasta la mañana siguiente, era un hombre muy alto, musculoso, de Connaught, que arrollaba a mi padre y al señor Kelly cuando conversaban con él. Procedía del país de los Joyce –su apellido, naturalmente, era Joyce– y era un devoto adicto de mi padre. Hay una mención del episodio en Retrato del artista adolescente.
No creo que una familia de seis niños pequeños haya interferido en el descanso y el aire marino de que gozaba John Kelly en ese hermoso “refugio a orillas del mar”. Eso era demasiado ampuloso y moderno para Bray, con sus aproximadamente cien modestos veraneantes, aun cuando la reina de Rumanía, “Carmen Silva”, nos honrara un verano con su visita. El señor Kelly me llevaba a menudo a caminar y a pasear en burrito. Mi hermano no debía estar en casa, porque, de haber estado, no hubiera sido yo el preferido, de modo que debió suceder después de su partida a Clongowes por primera vez. Si así fue, yo no tenía entonces más de cuatro años. Sin embargo, recuerdo nítidamente la ocasión en que el burrito se escapó conmigo encima. Cuando el muchacho encargado del burro, que me había puesto sobre la silla de montar, se desentendió un momento de la bestia, ésta partió al galope y John Kelly y el muchacho detrás, en veloz persecución. Debía correr mucho, porque no lograron alcanzarlo. John Kelly evidentemente no estaba entrenado. La calle tenía una pequeña curva, y al final había un paso a nivel. John Kelly, que acostumbraba a contar el episodio con frecuencia, decía que al ver en la vuelta de la calle desaparecer el gorro rojo con la borla danzarina que yo usaba, me dio por perdido. Temió que las barreras del paso a nivel estuvieran bajadas y yo saltaría sobre ellas y caería bajo un tren que pasaría en ese momento. Pero el camino estaba libre y el burro continuó su galope. Yo estaba prendido al burro y encantado de que al fin corriera, porque nunca había logrado que hiciera más de un trote de cuarenta o cincuenta yardas, por más que hubiera halagado al perezoso cuidador para que le diera con la fusta. Retrospectivamente, o aún confusa, después de más de sesenta años, mi divertida carrera parece que no fue muy corta. Después del paso a nivel, atravesamos un parque o jardín muy grande, de altas verjas, y luego, creo, tomamos hacia la izquierda en dirección a la calle principal de Bray, donde hay una fuente, frente a Town Hall. Era un burro irlandés y su vigor se debió al hecho de que deseaba un trago.
John Kelly debía ser de estirpe campesina. Era pálido y elegante, lento al hablar y en los gestos, de facciones regulares y perfectas, con una mata de cabellos negros. Los dedos de su mano izquierda habían quedado encogidos de hacer sacos y recoger estopa en la cárcel. [8]Hacía gala de una cortesía a la antigua y una elocuencia campesina; en sus últimos años la ejercitó más de una vez en el cumpleaños de mi hermano. Tenía el don natural de la amistad y una apasionada lealtad a su país y a su jefe, Parnell. [9]
Su gran esperanza en mi hermano superaba a la de mi padre. Tal vez yo no pueda adivinar qué le enseñó a mi hermano. ¿Algo de la vida política? No sé si creerlo. De cualquier manera, no trató de influirlo, como Dante, con un fanatismo estrecho, rebelde y parcial. Si el niño deseaba escuchar, que escuchara. Y él escuchaba.
Cuando John Kelly llegaba a nuestra casa, se adaptaba fácilmente. Se divertía y divertía a los demás. En nuestra familia todos los niños tenían oído musical; cada uno, hasta el más pequeño, cuando aprendía a hablar, tenía su canción, algunas cómicas y lo suficientemente tontas para un niño. La mía en esa época, o unos años más tarde, era Finnegan’s Wake. El señor Kelly, cuando mi padre le insistía para que lo hiciera, también recitaba The Auld Plaid Shawl, o Shemus O’Brien, y lo hacía con tanto patetismo que mi padre tenía que esconder su emoción tras el vaso que bebía, o cantaba para los niños la balada The Goat:
Oh Pat’, says me mother.
What’s that, ma’m says I.
Take the goat to the market,
And sell her do try’.
Sure, the words was scarce spoke
When the goat gave a jump,
And hit me poor mother
A ter-r-rible thump.
Whit a whack for the lardle-lie, lardle-lie, lay,
Whack fol the lardle-lie, lardle-lie, lay.
Sure, the words was scarce spoke
When the goat gave a jump,
And hit me poor mother
A ter-r-rible thumb.
[Oh Pat, dijo mi madre.
Qué pasa, señora, digo.
Lleva la cabra al mercado
y véndela, trata de hacerlo.
Seguro, no habíamos dejado de hablar
cuando la cabra saltó
y le dio a mi pobre madre un terrible golpe.
Con un golpe... un golpe...
Seguro, no habíamos dejado de hablar
cuando la cabra saltó,
y le dio a mi pobre madre un te-rri-ble golpe.]
Mi padre tenía una voz melodiosa de bajo profundo, y algunas veces se le podía convencer para que cantara The Diver o In Cellar Cool’, acompañado por mi madre. En una ocasión en que habían ido a Dublín a una