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1984 - George Orwell


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le faltara lealtad. Confiaba en los postulados del Socing, veneraba al Gran Hermano, se alegraba con los triunfos militares y odiaba a muerte a los herejes, no sólo con sinceridad, sino con un celo incansable y siempre al tanto de lo que pasaba, algo nada común en otros afiliados al Partido. Y, sin embargo, pesaba sobre él una especie de descrédito.

      Decía cosas que era mejor callar, había leído demasiados libros y frecuentaba el Café del Castaño, antro de pintores y de músicos. Ninguna ley, ni siquiera implícita, prohibía que acudiera a tal lugar, pero el sitio tenía mala fama. Los primeros dirigentes del Partido solían reunirse allí antes de caer en desgracia. Se decía que habían visto ahí al propio Goldstein, años o décadas atrás. No era difícil prever el destino de Syme. Y, no obstante, si Syme llegara a sospechar por un solo instante el pensamiento de Winston, no titubearía en delatarlo a la Policía del Pensamiento. Eso lo hubiera hecho cualquiera, desde luego, pero Syme más que ningún otro. No era suficiente el celo partidario. El dogma exigía inconsciencia.

      Syme levantó la mirada y dijo:

      —Ahí viene Parsons.

      El tono de sus palabras parecía agregar: "ese maldito imbécil". Y en efecto, Parsons —vecino de Winston en Mansiones Victoria— venia abriéndose paso por el salón; era un hombre rechoncho, de estatura regular, cabello rubio y cara de sapo. A sus treinta y cinco años, rebosaba grasa en el cuello y en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Su apariencia era la de un muchacho que hubiera crecido demasiado; tanto así que aún con el mono de reglamento, uno lo imaginaba vestido con los pantaloncillos azules; la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, uno pensaba en las rodillas sucias, la camisa arremangada y los brazos rechonchos de un chiquillo. En realidad, Parsons recuperaba sus pantaloncillos cuando un paseo comunitario o cualquier otro ejercicio físico le daba oportunidad de hacerlo. Los saludó a ambos con un "hola, hola", y se sentó en la misma mesa que ellos, con su intenso olor a sudor. Por toda su cara colorada brotaban gruesas gotas de transpiración. Su capacidad para transpirar era extraordinaria. En el Centro Comunitario uno sabía que había jugado tenis de mesa por la humedad depositada en la raqueta. Syme sacó de su bolsillo una hoja de papel con una lista de palabras, y la examinaba con un lápiz de tinta entre sus dedos.

      —Míralo, trabajando en el almuerzo —dijo Parsons, dándole con el codo a Winston— ¿Entusiasta, no es cierto? ¿Qué haces, muchacho? Supongo que algo fuera de mi alcance. Smith, viejo, te he andado buscando por todas partes. Se trata de esa cuota que olvidaste darme.

      —¿Cuál cuota? —respondió Winston, y con un movimiento reflejo buscó su dinero. Una tercera parte del sueldo había que entregarlo como cuota voluntaria a tantas organizaciones que resultaba difícil recordarlas a todas.

      —La de la Semana del Odio. Ya sabes, la colecta casa por casa. Soy el tesorero en nuestra manzana. Nos hemos esforzado mucho para lograr un éxito sin precedentes. Y te aseguro que no será por mi culpa si Mansiones Victoria no enarbola más banderas que nadie en toda la calle. Me prometiste dos dólares.

      Winston buscó y entregó dos sucios y estrujados billetes que Parsons anotó en una libretita con la esmerada caligrafía de los incultos.

      —A propósito, viejo —dijo luego—, me dijeron que mi travieso hijo te atizó ayer una pedrada con su honda. Le di una buena reprimenda. Hasta lo amenacé con quitarle la honda si volvía a hacerlo.

      —Creo que estaba un poco molesto por no presenciar la ejecución —respondió Winston.

      —Bueno, me refiero a que tiene mucha energía. Mis dos hijos son unos demonios, pero tienen mucho entusiasmo. Sólo piensan en los Espías y, por supuesto, también en la guerra.

      ¿Sabes lo que mi hijita hizo el sábado, cuando su pelotón salió a ejercitarse a Berkhampstead? Convenció a dos amiguitas para que la acompañaran, se escabulló de la formación y pasó toda la tarde siguiéndole el rastro a un desconocido. Lo siguieron durante dos horas y, cuando llegaron a Amersham, lo entregaron a las patrullas.

      —¿Por qué lo hicieron? —inquirió Winston un poco asombrado. Parsons replicó triunfante:

      —Mi hijita estaba segura que era un agente enemigo, quizá arrojado en paracaídas. Pero aquí viene lo interesante, viejo.

      ¿Cuál creen que fue el detalle que les llamó la atención desde el primer momento? Se fijó que el hombre usaba un par de zapatos raros; dijo que nunca había visto a nadie con ese modelo. De modo que era probable que fuera extranjero.

      Bastante ingenio para una chiquilla de siete años, ¿eh?

      —¿Qué pasó con el sujeto? —preguntó Winston.

      —No sabría decirles, pero nada me extrañaría que... —y Parsons hizo como que apuntaba con un fusil, mientras con un chasquido de su lengua simuló el disparo.

      —Bien hecho —dijo Syme distraído, sin levantar la vista del papel.

      —Desde luego, no podemos correr riesgos —coincidió

      Winston, consciente de su deber.

      —Eso es lo que yo digo. Por algo estamos en guerra —remarcó Parsons.

      Como confirmando sus palabras, la telepantalla situada sobre sus cabezas difundió un toque de clarín. Sin embargo, esta vez no se trataba de anunciar una victoria militar, sino de transmitir un comunicado del Ministerio de la Abundancia.

      —¡Camaradas! —gritó una voz juvenil—. iAtención, camaradas! Tenemos una noticia estupenda para ustedes! ¡Hemos ganado la batalla de la producción! Los datos completos de la producción de todo tipo de artículos de consumo muestran que el nivel de vida se ha elevado más de veinte por ciento en relación con el año anterior. En toda Oceanía se realizaron hoy manifestaciones espontáneas donde los obreros salieron de las fábricas y los talleres y desfilaron por las calles con banderas desplegadas expresando su gratitud al Gran Hermano por esta nueva y feliz vida producto de su conducción maestra. A continuación, algunos de los resultados definitivos. Productos alimenticios.

      Lo de "nueva y feliz vida" se repitió varias veces. De un tiempo a esta parte, era la expresión favorita del Ministerio de la Abundancia. Parsons, atento al llamado del clarín, escuchaba con la boca abierta y un solemne aire de aburrimiento. No entendía las cifras, pero sabía que, de algún modo, eran motivo de satisfacción. Extrajo una enorme y maloliente pipa medio llena de tabaco carbonizado. Con la ración de tabaco de cien gramos por semana no era posible llenar la pipa hasta el tope. Winston fumaba un cigarrillo Victoria que sostenía en posición horizontal para que durara más. La ración semanal se distribuiría hasta el día siguiente y apenas le quedaban cuatro cigarrillos. En esos momentos había olvidado los ruidos remotos y sólo escuchaba lo difundido por la telepantalla. Se habían organizado grandiosas manifestaciones para expresar gratitud al Gran Hermano por haber aumentado la ración de chocolate a veinte gramos por semana.

      "Y apenas ayer, pensó Winston, se anunció que iban a reducir la ración de treinta a veinte gramos". ¿Cómo era posible que la gente se tragara eso veinticuatro horas después? Pero se lo tragaban. Parsons lo aceptaba, con la estupidez de un animal. Y también se lo tragaba como un fanático el sujeto sin ojos sentado en la otra mesa, con el furioso deseo de denunciar y evaporar a quien se atreviera a afirmar que una semana antes la ración de chocolate era de treinta gramos. Y se lo tragaba Syme, aunque de un modo más complejo que implicaba doblepensar. Entonces: ¿era Winston el único entre todos capaz de recordar?

      La telepantalla seguía difundiendo datos fantásticos. En comparación con el año anterior, había ahora más productos alimenticios, ropas, viviendas, muebles, útiles de cocina y combustible, barcos, helicópteros, libros y recién nacidos —más de todo, excepto epidemias, crímenes y locura—. Año tras año y minuto por minuto, todo y todos seguían ascendiendo en forma vertiginosa. Tal como lo había hecho Syme momentos antes, Winston dibujaba con el mango de su cuchara sobre los restos del líquido nauseabundo que escurrían de la mesa y trataba de trazar líneas. Mientras tanto, meditaba con resentimiento acerca de las vicisitudes de la vida humana. ¿Había sido siempre así? ¿La


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