1984. George OrwellЧитать онлайн книгу.
el resumen de la vida propia perdía su claridad. Uno recordaba eventos enormes que probablemente no habían ocurrido, uno recordaba los detalles de los incidentes sin poder volver a captar la atmósfera, y había enormes periodos en blanco a los cuales no se les podía asignar nada. Todo era diferente entonces. Incluso los nombres de los países, y sus formas en los mapas, habían sido diferentes. Por ejemplo, Pista de Aterrizaje
Uno no se llamaba así en esa época: la llamaban Inglaterra o Gran Bretaña, aunque Londres, estaba bastante seguro, siempre se había llamado Londres.
En definitiva, Winston no recordaba una época en la que su país no hubiera estado en guerra, pero era evidente que había ocurrido un intervalo de paz bastante largo durante su niñez, debido a que uno de sus primeros recuerdos era un ataque aéreo que parecía tomar a todos por sorpresa. Tal vez fue el momento en que la bomba atómica cayó sobre Colchester. El no recordaba el ataque mismo, sino que se acordaba de la mano de su padre apretando la suya mientras se apresuraban hacia algún lugar en lo profundo de la tierra, vueltas y vueltas por una escalera en espiral que sonaba bajo sus pies y, por último, que sentía sus piernas tan cansadas que comenzaba a lloriquear y tenían que detenerse y descansar. Su madre, a su manera lenta y soñadora, los seguía un trecho detrás de ellos. Cargaba a su hermanita —o tal vez sólo era un puñado de sábanas—: él no estaba seguro de que su hermana ya hubiera nacido entonces.
Finalmente habían salido a un lugar ruidoso y atestado, el cual comprendió que era una estación del tren subterráneo.
Las personas se sentaban por todo el piso enlosado, y otros, todos amontonados, se sentaban en literas metálicas, uno sobre el otro. Winston, su madre y su padre encontraron un lugar en el piso, y cerca de ellos una anciana y un anciano estaban sentados juntos en una litera. El hombre tenía un traje oscuro de gran calidad y una gorra negra echada hacia atrás sobre sus canas, tenía una cara roja y sus ojos azules estaban llenos de lágrimas. Apestaba a ginebra. Parecía surgir de su piel en lugar de sudor, y uno podía suponer que las lágrimas que derramaban sus ojos eran ginebra pura. Pero aunque estaba ligeramente borracho también lo aquejaba un dolor genuino e insoportable. A su manera infantil, Winston comprendió que había sucedido algo terrible, algo que estaba más allá del perdón y que no podía remediarse. También le pareció que sabía lo que era. Habían matado a un ser querido del anciano —una nieta, tal vez—. Cada cierto rato, el anciano repetía:
—No debimos confiar en ellos. Se los dije, Ma, ¿no es cierto? Eso es lo que pasa por confiar en ellos. Lo dije todo el tiempo. No debimos confiar en esos sinvergüenzas.
Pero Winston no alcanzaba a comprender en cuáles sinvergüenzas no debían de haber confiado.
Desde alrededor de esa época, la guerra había sido literalmente continua, aunque para ser precisos no siempre había sido la misma guerra. Durante varios meses en su niñez ocurrieron confusas peleas callejeras en Londres mismo, algunas de las cuales recordaba con viveza. Pero describir la historia del periodo completo, decir quién peleaba contra quién en determinado momento, habría sido totalmente imposible debido a que ningún registro escrito, y ninguna palabra expresada, se habían hecho jamás de cualquier otra disposición que la actual. Por ejemplo, en este momento, en 1984 (porque era 1984), Oceanía estaba en guerra con Eurasia y aliada con Estasia. En ninguna declaración pública o privada se iba a admitir jamás que las tres potencias habían estado, en alguna época, agrupadas bajo diferentes líneas. En realidad, como Winston sabía bien, apenas hacía cuatro años Oceanía había estado en guerra con Estasia y aliada con Eurasia. Pero ese era sólo un conocimiento furtivo que había adquirido porque su memoria no estaba satisfactoriamente bajo control. De manera oficial, el cambio de aliados nunca había ocurrido. Oceanía estaba en guerra con Eurasia; por lo tanto, Oceanía siempre había estado en guerra con Eurasia. El enemigo del momento siempre representaba la maldad absoluta, por lo que cualquier acuerdo pasado o futuro con él era imposible.
Lo espantoso —se reflejó por cienmilésima vez mientras estiraba sus hombros dolorosamente hacia atrás (las manos sobre las caderas, todos giraban sus cuerpos desde la cintura, un ejercicio que se suponía era bueno para los músculos de la espalda) —era que esto podía ser cierto. Si el Partido pudiera meter su mano en el pasado y decir que este o aquel evento nunca ocurrió, eso, seguramente, era más temible que la tortura y la muerte.
El Partido decía que Oceanía nunca había sido aliado de Eurasia. El, Winston Smith, sabía que Oceanía había sido aliado de Eurasia apenas hacía cuatro años. Pero, ¿dónde existía ese conocimiento? Sólo en su propia conciencia, que en cualquier caso pronto sería aniquilada. Y si todos los demás aceptaban la mentira que imponía el Partido, si todos los registros contaban el mismo cuento, el pasado pasaba a la historia y se convertía en verdad. "Quien controla el pasado", decía el lema del Partido, "controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado." Y no obstante el pasado, incluso con su naturaleza inalterable, nunca había sido alterado. Lo que era cierto ahora lo era desde una eternidad a otra. Era bastante simple. Sólo se necesitaba una interminable serie de victorias sobre la memoria propia. "Control de la realidad", le decían; en Neolengua, "doblepensar".
—Descansen —ladró la instructora, un poco más amable.
Winston hundió sus brazos a sus lados y poco a poco volvió a llenar sus pulmones de aire. Su mente se deslizó al laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, estar consciente de la veracidad absoluta mientras sé expresan mentiras elaboradas con cuidado, sostener al mismo tiempo dos opiniones que se cancelan entre sí, sabiendo que se contradicen y creyendo en ambas, emplear la lógica contra la lógica, repudiar los principios morales y atribuirse sus virtudes, creer que la democracia es imposible y que el Partido es el custodio de esa democracia, echar al olvido lo que conviene olvidar, para rescatarlo en la ocasión propicia y, si fuera conveniente, relegarlo una vez más al olvido; y por encima de todo, aplicar el mismo procedimiento al procedimiento en sí. Ese era el supremo artificio: inducir de manera consciente un estado de inconsciencia y luego, perder la conciencia del acto de hipnosis realizado momentos antes. Hasta para comprender la palabra doblepensar era necesario doblepensar.
La instructora los llamaba de nuevo:
—Y ahora veamos quiénes de ustedes pueden tocarse la punta de los pies —exclamó con entusiasmo. Doblen la cintura, camaradas: ¡Uno, dos! ¡Uno, dos!
Winston aborrecía aquel ejercicio, que le producía intensos dolores desde los tobillos hasta las nalgas y solía terminar con otro acceso de tos. Desapareció el estado casi placentero de sus meditaciones. El pasado, reflexionó, no sólo había sido alterado, sino destruido en realidad. Pues ¿cómo sería posible verificar hasta el suceso más obvio, si no quedaba otro registro fuera de la propia memoria? Trató de recordar en qué año había oído hablar por vez primera del Gran Hermano. Debió haber sido en algún momento de los años sesenta, pero era imposible estar seguro. Según el historial del Partido, el Gran Hermano fue el conductor y prócer de la Revolución desde sus primeros días. Sus acciones habían retrocedido poco a poco en el tiempo, hasta que llegaron a la legendaria época de los años cuarenta y los treinta, cuando los capitalistas que usaban extravagantes sombreros cilíndricos todavía paseaban por las calles de Londres en sus automóviles relucientes, o en soberbios carruajes con ventanillas de cristal. No había manera de saber cuánto era real y cuánto inventado. Winston ni siquiera recordaba la fecha en que había surgido el Partido. No creía haber oído la palabra Socing antes de 1960, pero era posible que ya existiera antes de esa fecha, aunque definida en Viejalengua, es decir, socialismo inglés. Todo se perdía en la bruma.
A veces, incluso se podía palpar una determinada falsedad. Por ejemplo, no era cierto lo que afirmaban los libros de historia del Partido, que éste hubiera inventado el avión. Winston recordaba haber visto aviones cuando era muy pequeño. Pero no era posible probar nada. No existía ninguna evidencia. Sólo una vez había tenido en sus manos una prueba documental fehaciente que demostraba la falsificación de un hecho histórico. Y en aquella ocasión...
—¡Smith! —chilló la regañona voz de la telepantalla—. Smith W. 6079, iTú, sí, a ti te estoy hablando inclínate más! ¡Lo puedes hacer mejor! ¡No te estás esforzando! ¡Más abajo! Así