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Por sus frutos los conoceréis. Juan María LaboaЧитать онлайн книгу.

Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa


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que en el mundo han sido. La credibilidad del amor de Dios por los hombres depende en gran manera de este darse de los creyentes a cambio de nada. Fue así desde el principio, siguiendo la máxima de «gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8).

      San Agustín habla de la dinámica permanente entre la ciudad de Dios y la ciudad del hombre, o mejor, del servicio de los cristianos a la construcción de la ciudad del hombre en la perspectiva de la ciudad de Dios. En esta dinámica, tiene razón el santo africano al señalar en la tipología del amor la motivación más profunda de la ciudad diferente que se construye: «Dos amores han fundado dos ciudades: el amor por sí mismo que llega al desprecio de Dios y que ha generado la ciudad terrestre. El amor a Dios hasta el desprecio de sí mismo que ha generado la ciudad celeste». El amor a Dios y a sus hijos, los seres humanos, conseguirá construir la ciudad del hombre como ciudad de la ternura de Dios, gracias a la autoexigencia de los creyentes de no conformarse a la mentalidad dominante en este mundo, sino de renovarse constantemente en el Espíritu (Ef 4,17-24).

      En esta construcción de la ciudad de Dios colaboran cada vez más las comunidades monásticas que, con el paso del tiempo, se sienten más implicadas con la vasta comunidad cristiana del mundo. Mientras que los monjes van comprendiendo que su propio «desierto» se relaciona y amalgama con la «ciudad», los ciudadanos intuyen que pueden aprender y realizar en sus vidas algunos de los ideales monásticos. Los monjes se sienten responsables de cuantos habitan fuera de sus muros y los laicos experimentan que han sido llamados a ser adultos en la fe y en la experiencia cristiana. La canonización de Homobono Tucenghi (1197), comerciante, casado y padre de familia, por Inocencio III, constituyó un paso importante en la adultez cristiana de los laicos[18].

      11. Compañías del Divino Amor y espacios de acogida

      El Espíritu, tal como prometió Jesús, ha animado y dirigido a los cristianos en todas las épocas, en todas las estaciones, incluso en los tiempos oscuros, cuando daban la impresión de sequedad de espíritu, de ausencia de inquietudes religiosas. En los siglos XIV y XV, cuando el pueblo y el clero cristiano parecían entregarse a la frivolidad y al desconcierto moral, por el deseo de gozar sin freno y de no estar atados a exigencias morales, no faltaron laicos y clérigos, deseosos de seguir con decisión los preceptos evangélicos, que se reunían para estudiar la doctrina de Jesús, orar al Señor y ejercitar comunitariamente la caridad. Fomentar la piedad, el culto y la caridad se convertía en objetivos entrelazados y cuidados con el mismo mimo. El mismo Lutero, en sus charlas de sobremesa, cuenta a sus oyentes su experiencia en Florencia, donde pudo observar a tantas señoras que abandonaban sus domicilios para cuidar a los enfermos en hospitales limpios y bien provistos.

      Nacieron así en diversas ciudades de Italia los llamados Oratorios del Divino Amor, asociaciones de laicos movidos por una profunda inquietud religiosa. En Vicenza encontramos la Compañía secreta de san Jerónimo, que responde a un modelo que se repetirá en diversas ciudades italianas: «Una gran obra de piedad y muy notable en toda Italia existe en esta religiosísima ciudad. Pues bajo la tutela de san Jerónimo hay muchos seglares asiduos en la mortificación y en otros ejercicios piadosos, viviendo libremente en sus casas; doce de ellos visitan semanalmente a todos los enfermos, pobres y menesterosos barrio por barrio, los consuelan con palabras y con alimentos y cuidan de que reciban los sacramentos de la Iglesia. No hay mercader ni noble al cual ellos no acudan, ni se abre puerta a cuyo umbral no se detengan pidiendo limosna. Y de este asiduo cuidado se encargan setenta personas a lo sumo»[19]. Eran conscientes de que servir a Jesucristo en sus pobres suponía realizar un camino nada fácil, pero, superando dudas y dificultades, se mostraron dispuestos a ello.

      En los estatutos de la Compañía de Génova (1497) encontramos descrita su finalidad: «Hermanos, esta nuestra Compañía no se ha instituido sino con el fin de enraizar y plantar en nuestros corazones el divino amor, esto es, la caridad… El que quiera ser buen hermano de esta Compañía, sea humilde de corazón…, dirija toda la mente y esperanza a Dios y ponga en él todo su afecto; de lo contrario, sería hermano falaz y fingido y no haría fruto alguno en esta hermandad, de la cual no se puede sacar provecho si no es concerniente a la caridad de Dios y del prójimo». Estos laicos experimentaban en su vida diaria el infinito amor misericordioso del Padre y se sentían movidos a actuar misericordiosamente con cuantos sintieran necesidad, sobre todo tras contemplar la Pasión y muerte de Jesucristo. Frente a quienes reducen la religión del Amor a una serie de prácticas formalistas, y se sienten buenos porque las cumplen, aunque no haya caridad en sus corazones, muchos creyentes experimentan la importancia y la necesidad de amar a sus hermanos, y eso sustenta y envuelve su amor a Dios.

      Fruto del afán y de la generosidad de esta Compañía fue el Hospital de los Incurables (1499-1500) de Génova, que acogía a cuantos sufrían de sífilis o «enfermedad francesa», propagada por los soldados de Carlos VIII durante su invasión de Italia. A causa de que eran considerados «incurables», del peligro de contagio y de la repugnancia de sus llagas, los hospitales se negaban a recibirlos. Y permanecían así abandonados en la mayor miseria. La Compañía del Divino Amor decidió construir un hospital dedicado a ellos, y para atender a su mantenimiento y administración se fundó una compañía de socios protectores. La institución fue muy admirada, de forma que otros laicos de diversas regiones levantaron hospitales semejantes en otras ciudades. En Venecia fue san Cayetano de Thiene quien inició las obras del nuevo hospital de incurables, en el que se recogieron los sifilíticos e infectos de otros males contagiosos, hospital que contaba también con apartado para niños y niñas abandonados y otro anejo para las prostitutas que habían abandonado su oficio.

      La razón de ser de estas instituciones, formadas por laicos de buena formación y, a menudo, propietarios de abundantes bienes que ponían a disposición de la Cofradía, y también por algunos sacerdotes dispuestos a vivir en profundidad la exigencia de su vocación, no era otra que la de «sembrar y plantar la caridad en nuestros corazones». El origen del hospital de los incurables de Roma tuvo un origen semejante al de los demás hospitales italianos: «Por las calles y plazas de Roma se veían todos los días gran multitud y número de pobres llagados, expuestos unos en pequeños carritos, otros en el suelo, molestísimos a la vista y al olfato de todo el mundo, de donde se originaba en Roma casi continuamente la peste. Un miembro de dicha compañía, clamando en voz alta, pidió en préstamo cien ducados para devolver el céntuplo al que se los prestase». Así nació el Hospital de Santiago de los Incurables, verdadera concentración del dolor humano y, al mismo tiempo, de la buena voluntad de tantas personas que dedicaban su tiempo y su fortuna a remediar las dolorosas consecuencias de las enfermedades más repugnantes o difíciles de tratar, y a recordar que el Creador de todas las criaturas las había creado sin distinción para que fueran felices y se salvaran.

      A veces, no resultaba fácil compaginar tanto dolor y tanto egoísmo con el anuncio de la buena nueva del Evangelio, pero el encuentro personal de los enfermos con los nuevos samaritanos ofrecía siempre espacio a la esperanza. Los hombres sienten el anhelo profundo de pertenecer a una humanidad bella, esplendorosa, de forma que procuran apartar y ocultar la miseria, la enfermedad y las exclusiones. Muchos de ellos, incluso, al tener en cuenta a Cristo, lo consideran únicamente como el Resucitado glorioso, sin darse cuenta de que, inevitablemente, acabarán encontrándose con Cristo crucificado, maltratado y rechazado. El amor divino tiene este carácter, sus preferidos son siempre los menos aparentes, los menos cualificados, los siempre olvidados. Quienes se han encontrado con el Cristo del Evangelio sienten la necesidad de descubrirle en los hermanos menos favorecidos y de tratarles como si fueran ese mismo Cristo que murió por nosotros. Ellos fueron los verdaderos reformadores de la Iglesia, comenzando por reformarse a sí mismos y mostrando el lado más atrayente de los creyentes.

      La disciplina del secreto, propia de todas las reglas de estas fraternidades, favorecía su humildad personal y, tal vez, aumentaba la eficacia de las actividades de la institución, aunque pudo disminuir el prestigio de su apostolado externo. Por otra parte, estos laicos y, en general, los clérigos implicados, no eran personas de acción, que ya hubieran trabajado en organizaciones de ayuda recíproca, y no pertenecían estrictamente a la organización eclesial. Esto explica la ausencia de prejuicios, de ideas preliminares, de búsqueda de prestigios personales, circunstancias que, en definitiva, les dio más libertad de acción y mayor creatividad.

      Una


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