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Por sus frutos los conoceréis. Juan María LaboaЧитать онлайн книгу.

Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa


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por la policía del lugar. Uno de ellos mató al jesuita con dos tiros en la cabeza. Otros muchos sacerdotes, religiosos y laicos murieron por semejantes razones. Los jesuitas de la universidad centroamericana de El Salvador son algunos de ellos.

      Uno de los casos más conocidos y estremecedores a finales del siglo XX es el de los cistercienses de la abadía de Nuestra Señora del Atlas, en Argelia, monjes estrechamente relacionados con el diálogo y la convivencia con el mundo musulmán. Los monjes eran queridos por la gente, realizaban una función social a través de un dispensario médico (uno de los hermanos era médico) y tenían una fuerte sensibilidad ecuménica. Un responsable del GIA, la organización islámica más extremista, ordenó a los monjes que abandonaran el monasterio, pero estos, tras larga reflexión, decidieron quedarse junto a los campesinos de la zona, que acudían al monasterio en todas sus necesidades. No querían morir, pero consideraron que abandonar el monasterio significaba abandonar al pueblo entre quienes vivían. El amor al Islam y al pueblo argelino fue una de las razones que les llevó a permanecer en el lugar. El hermano Michel Fleury escribió: «Mártir es un término tan ambiguo, que si nos sucediese algo, y no lo deseo, queremos vivirlo aquí, en solidaridad con todos estos argelinos y argelinas que ya han pagado con su vida, con todos estos desconocidos inocentes. Me parece que quien nos ayuda a actuar hoy es Aquel que nos ha llamado. Estoy profundamente maravillado».

      Muchos, considerando que no era posible la convivencia de cristianos y musulmanes, tildaban de «ingenuos» a los monjes. Sin embargo, la comunidad fue un ejemplo de convivencia y amor mutuos[10], ejemplo no muy frecuente, pero que podemos encontrar en distintas regiones a lo largo de los siglos, sobre todo en algunas zonas del antiguo Imperio otomano. En la muerte de estos monjes rodeada de misterio, atribuida en un principio a los fundamentalistas del GIA, y ahora parece que debida al ejército argelino, se mezclaron diversos intereses políticos y propagandísticos de los que los monjes fueron víctimas inocentes, como tantos hombres y mujeres de Argelia. El hermano Christian, prior de la abadía, dejó escrito en su testimonio espiritual: «Si un día (podría ser incluso hoy) fuese víctima del terrorismo, que ahora parece afectar a todos los extranjeros que viven en Argelia, me gustaría que mi comunidad, mi Iglesia y mi familia se acordaran de que mi vida fue entregada a Dios y a este país, que aceptaran que el Amo único de cada vida no puede ser apartado de esta muerte brutal, que rezaran por mí, que asociaran esta muerte a tantas otras igualmente violentas y que sin embargo cayeron en la indiferencia y en el anonimato. (…) Me gustaría, si llegara el momento, tener ese instante de lucidez que me permitiera solicitar el perdón de Dios y de mis hermanos en humanidad y, al mismo tiempo, perdonar de todo corazón a quien me hubiese herido».

      Los trapenses de Nuestra Señora del Atlas, monjes y mártires, mostraron que se podía conjugar, al mismo tiempo, la vida monástica, la hospitalidad y el diálogo con la aceptación del martirio, que indica, en realidad, el ejercicio de la generosidad y del propio testimonio sin límite, incluso con el riesgo de la propia vida.

      «Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos», dijo Jesús a sus discípulos. Siguiendo su ejemplo y en su nombre, numerosos discípulos han ofrecido su vida por sus hermanos y, entre ellos, Shahbaz Bhatti, único ministro no musulmán en el gobierno de Pakistán, asesinado el 2 de marzo de 2011. Era el responsable de las minorías religiosas y se oponía a la ley de la blasfemia, verdadero coladero utilizado contra los no musulmanes. De profundas convicciones religiosas, ha muerto por defender sus ideales y los derechos de las minorías y de las mujeres, muy consciente de que arriesgaba su vida. En su testamento espiritual encontramos esta confesión: «Desde niño acostumbraba ir a la iglesia y encontraba profunda inspiración en las enseñanzas, en el sacrificio y en la crucifixión de Jesús. Fue el amor de Jesús el que me llevó a ofrecer mis servicios a la Iglesia. Las espantosas condiciones en las que vivían los cristianos de Pakistán me estremecieron. Recuerdo un viernes de Pascua cuando solo tenía trece años: escuché un sermón sobre el sacrificio de Jesús para nuestra redención y por la salvación del mundo. Y pensé en corresponder a aquel amor dando amor a nuestros hermanos y hermanas poniéndome al servicio de los cristianos, especialmente los pobres, los necesitados, los perseguidos que viven en este país islámico. Me han pedido que ponga fin a mi propósito, pero siempre me he negado, incluso a riesgo de mi vida. No quiero popularidad ni posiciones de poder. Solo quiero un lugar a los pies de Jesús. Este deseo es tan fuerte que me consideraría privilegiado si, en este esfuerzo de ayudar a los necesitados, a los pobres y a los cristianos perseguidos de Pakistán, Jesús quisiera aceptar el sacrificio de mi vida».

      Me gustaría señalar otras formas de oblación, en cierto sentido, de martirio silencioso, de tantas personas que han llevado a lo largo del tiempo su caridad por los demás al extremo de condicionar su vida: jóvenes que no se casan por cuidar a sus padres impedidos o a sus hermanos con graves minusvalías; personas que por defender a compañeros de trabajo injustamente atacados han sido despedidos; aquellos que no se han prestado por honradez a chanchullos económicos, siendo por ello marginados en la empresa, madres que no interrumpen su embarazo a sabiendas de que su hijo sufre graves anomalías que limitarán gravemente las condiciones de su vida, religiosas injustamente tratadas en su vida de clausura, sin una queja, sin una rebeldía. Una vida de coherencia moral o de compasión por los demás lleva con frecuencia a consecuencias negativas que marcan una vida, una vida ofrecida por amor y fidelidad.

      7. La comunidad romana en el ocaso del Imperio

      Los cristianos de Roma pertenecían a todas las etnias existentes en el mundo conocido y sus idiomas maternos y sus culturas eran tan diversos como sus orígenes. Todas las contradicciones propias de un Imperio global estaban presentes entre sus miembros que, por otra parte, pertenecían a diferentes orígenes sociales y gozaban de muy diversas posiciones económicas. Fue el Evangelio, la buena nueva anunciada por Cristo, el que fue conformando una identidad propia en los nuevos creyentes y el que logró que se sintieran miembros de una misma comunidad, una comunidad solidaria, con una misma fe y esperanza.

      En la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea leemos que en tiempos del papa Cornelio (251-253), la Iglesia de Roma se cuidaba de 1.500 personas entre indigentes, viudas y enfermos. Dado el aumento de conversiones de los dos siglos siguientes, podemos calcular que el número de asistidos creció en igual medida. Todos los documentos cristianos de los primeros siglos hablan con naturalidad de la preocupación constante de las comunidades por ayudar a los más indigentes y minusválidos de entre ellos.

      La Iglesia recaudaba lo que necesitaba para atender sus obras caritativas, fundamentalmente a través de colectas entre los fieles. La más conocida era, sin duda, la «fiesta de las colectas», uno de los días del año que dedicaban precisamente, a conseguir una suma considerable, con la que atendían las necesidades de los pobres de toda clase presentes en la diócesis. Esta fiesta de generosidad de los fieles romanos se celebraba cada año del 5 al 15 de julio, los mismos días en los que tradicionalmente los paganos celebraban los «Juegos Apollinares» con la misma finalidad. Según san León, esta fiesta era muy antigua entre los cristianos, pero, probablemente, la copiaron de otra pagana más antigua.

      En el domingo anterior a la fiesta, el papa se dirigía a sus diocesanos, recordándoles el valor de la misericordia y el mérito especial de la limosna, al tiempo que les animaba con sentidas palabras a aportar su contribución. No hay duda de que el acto se repetía en las parroquias de la diócesis y todos los cristianos eran invitados a cooperar en el desarrollo de cuantas obras benéficas estuvieran en marcha. San León animaba al rico a ser espléndido en función de sus posibilidades y al pobre a mantener el ánimo generoso con el fin de enriquecer con su actitud la escasez de sus medios.

      Este papa insistió en la conveniencia de añadir, al ayuno y la oración propios del tiempo de Cuaresma, la limosna y las obras de caridad: «Apliquémonos a defender a las viudas, ayudemos a los huérfanos, consolemos a cuantos lloran, reconciliemos a los enemigos, procuremos hospedaje a los peregrinos, socorramos a los oprimidos, vistamos a los desnudos, preocupémonos por los enfermos». Se trataba de una incitación al compromiso personal y a la colaboración con las obras diocesanas.

      La Roma cristiana aceptó y favoreció la institución de graneros públicos para el sostenimiento de las clases inferiores. En estos graneros no se vendía trigo, solo se almacenaba, y desde ellos se distribuía


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