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El credo apostólico. Francisco Martínez FresnedaЧитать онлайн книгу.

El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda


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para darle un sentido. Porque el Universo, que parece que no tiene límites, cobija al hombre con capacidad de pensar y vivir toda su inmensidad en su mínima dimensión. Así como se han alcanzado los datos anteriores con nuevas técnicas de observación y se puede saber su constitución, aún ciertamente provisional y a espera de utilizar otros medios más potentes que los actuales, la tradición griega incluye en la palabra «cosmos» todas las cosas que existen y el vínculo que las une: su orden, su medida, comprendido el hombre como una cosa más, y, por cierto, no la de máximo valor: las estrellas del cielo le superan.

      La tradición de Israel observa el Universo a simple vista, y escribe que está formado por «cielo y tierra» (Gén 1,1). Y enseña e interpreta que Dios es Creador. Y Creador se entiende como Aquel que ha colocado el principio de lo que va a constituir «su mundo», es decir, el principio de su relación con las criaturas. Esto es algo muy diferente al comienzo espacio temporal del universo. En los relatos bíblicos de la creación no se trata de establecer el origen de todo cuanto existe: no existía nada y se inicia algo. Los relatos del Génesis revelan la iniciativa de Dios de relacionarse con la realidad. Dicha relación hace que se transforme el caos existente en un orden (cf Gén 1-2,4), que se convierta la muerte, que simboliza el desierto, en la vida que entraña el vergel del paraíso (cf Gén 2,4-3,24). Dios crea («bãrâ») en el caos y en el desierto algo vivo con un sentido nuevo y continúa adelante porque lo capacita su participación en la vida divina. La creación es una obra de Dios que construye una casa para relacionarse con el hombre. Este es varón y hembra (cf Gén 1,26-28), insertado en una familia y en un clan (cf Gén 2,4-4,26), que pertenecen, a su vez, a la familia universal que forma la humanidad (cf Gén 5,1-9,29), humanidad creada a «imagen y semejanza divina» (cf Gén 1,26).

      Dios crea al Universo «bueno» y crea al hombre y a la mujer «muy buenos» (Gén 1,31). Esta certeza permanece a lo largo de la historia de Israel (cf Si 39,32-33; Sab 1,14). La bondad divina inscrita en la creación se comprende, tanto por la autorrevelación amorosa de la identidad divina (cf Sal 136,5-9), como por la forma como la ha creado. Dios no es un técnico que hace bien una máquina para después venderla y separarse de ella. Dios ordena la realidad para disfrutar de ella y para bien de ella: coloca cada cosa en su sitio, le da un nombre y con el nombre su sentido y función dentro de toda la realidad. Tan es así, que la armonía que existe en todas las cosas creadas, no es sólo una cuestión del buen hacer divino, sino del amor por ellas, amor que es signo de su poder, sabiduría e inteligencia (cf Jer 10,12). Por eso las bendice, para que, benditas, prosigan su andadura en la creación procreándose, expliciten la identidad inscrita en su ser y se plenifiquen unidas unas a otras (cf Gén 1,22).

      La armonía, belleza y orden del Universo son frutos del Hacedor, pero un Hacedor que no lo deja ni lo abandona. Las cosas son bellas y todas constituyen un todo armónico, porque Dios las ha hecho y reside en ellas. Y hay que saber captar a Dios en las criaturas, como creador y como providente (cf Sab 13,1-8), en el silencio de la noche, en la luz de la mañana: todo tiene y encuentra su sentido en Él (cf Sal 19,2-5). Hay momentos en la vida en que no se intenta narrar y comprender el Universo, sino simplemente contemplarlo y cantarlo, por lo que es y significa, por quien lo ha hecho y engrandece con su presencia: «Las nubes te sirven de carroza y te paseas en las alas del viento. Los vientos te sirven de mensajeros, el fuego llameante, de ministro. Asentaste la tierra sobre su cimiento y no vacilará nunca jamás. La cubriste con el vestido del océano; y las aguas asaltaron las montañas [...]. De los manantiales sacas torrentes que fluyen entre los montes; en ellos abrevan los animales salvajes [...]. Se llenan de savia los árboles del Señor, los cedros del Líbano que él plantó. Allí anidan los pájaros, en su cima pone casa la cigüeña. Los riscos son para las cabras, y las peñas, madrigueras de tejones. Hiciste la luna con sus fases y el sol que conoce su ocaso [...], ¡cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con maestría» (Sal 104).

      Sin embargo, porque Dios resida en el Universo y lo inunde con su gloria (cf Is 6,3; 1Re 8,27), no es el Universo; no forma parte de Él. Dios es distinto de sus criaturas y las trasciende. De ahí que nada de lo que existe pueda ser divinizado y, como tal, adorado por el hombre. Se supera la relación habida en bastantes culturas en las que el hombre se integra plenamente en el Universo formando una unidad que la religión refuerza dándole el estatuto de la divinidad. Esta «ley» del Universo, vehiculada por la creencia, impide al hombre trascenderlo en la medida que lo trasciende su Autor. Y, por otra parte, se supera la emanación, que piensa que un ser hace uno nuevo distinto de sí a partir de lo que él es, con lo que se tiende a identificar a Dios y al mundo, por tener una misma sustancia.

      3) La creación del hombre

      La tradición de Israel sitúa al hombre en la cumbre de la creación. Es tan importante su existencia en el proceso creativo, que Dios se para a deliberar, lo crea a su «imagen y semejanza», le da la misión de dominarlo todo (cf Gén 1,26.28: «rãdhâ» del acádico «redû» que significa guiar, dirigir, mandar) y le encomienda que su presencia cubra todo lo creado (cf Gén 1,28). Dios le entrega el Universo al hombre (cf Gén 2,19-20). Este cometido se inserta en su misma constitución creada, debe administrarlo según la finalidad que comporta cada cosa contemplada en sí misma y con relación a las demás, pues la armonía y la belleza del Universo la establece el conjunto que resulta de su comunicación mutua. El hombre se incorpora al mundo creado, no como un «dios» capaz de crear otro ser nuevo u otro mundo nuevo, sino como «administrador»: «El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el parque de Edén, para que lo guardara y cultivara» (Gén 2,15). Y se integra porque forma parte esencial del Universo, pues es contingente como él. Su desarrollo y capacidad de ser hombre se vincula a las relaciones que mantenga con él, y la naturaleza dependerá, a su vez, de que el hombre capte el sentido que Dios le ha dado a cada ser. Creación e historia humana se entrelazan.

      Las catástrofes naturales ocurren tantas veces (cf diluvio, Gén 6,1-22), porque el hombre no se comporta con la naturaleza y con los demás humanos según el proyecto divino que los hizo salir a la luz. La corrupción humana deteriora la creación y oscurece su belleza (cf Gén 3,1-4,16; 6,11; etc). Hay, pues, una correspondencia entre el orden teológico y antropológico con el cósmico, pues Israel lee el Universo con una perspectiva divina y humana, muy distinta a los datos objetivos que ofrece la ciencia actual: el cosmos es creado por Dios para el hombre, y su equilibrio y razón de ser dependen del proceder que el hombre tenga con su Creador (cf Is 40,44; Jer 14,3-7; etc.), con los demás hombres (cf Sal 72,1-7) y con las cosas, que también se vengan (cf Sab 5,20; 16,24). La conducta humana se examina según la Alianza del Sinaí (cf Éx 19,24). El desquiciamiento del hombre, no sólo provoca el castigo divino y de la naturaleza, sino también hace verla de forma caótica.

      El mal humano origina el mal cósmico y ambos necesitan la salvación de Dios. Y esta va a ser la razón última de la creación, porque los relatos se elaboran, se leen y se creen a partir de la experiencia de Dios salvador que tiene un grupo de semitas liberados de los egipcios y, por consiguiente, creados como pueblo elegido entre todos los pueblos de la tierra. El cosmos y el hombre que lo cultiva son entonces objeto de la salvación de Dios. La historia del Universo según Israel no es una historia que empieza desde el principio del tiempo; es una historia que se elabora gracias a la experiencia de salvación como expresión de una relación de amor entre Dios y su pueblo. Ahora se comprende la afirmación de los israelitas de que la creación está bien hecha, porque ella es fruto del amor divino: porque ellos han sido llamados a la vida por el amor misericordioso de Dios y situados en un puesto privilegiado en el concierto de los pueblos de la tierra.

      5.3. La creación en Cristo Jesús

      1) Creación y salvación

      Después de la Resurrección, las comunidades cristianas profundizan la línea de reflexión de Israel sobre el sentido antropocéntrico de la creación y la consiguiente acción salvadora de Dios (cf Rom 8,18-23). También piensan la creación como fruto del amor de Dios y como la personificación de la sabiduría por la que se hace todo; más tarde trasladan la obra creativa a un final pleno y perfecto.

      Con la Resurrección cambian las cosas. La salvación se enmarca sobre el trasfondo de la creación, y la Resurrección se une y relaciona con el acto primero divino con el que se llama a la existencia toda la realidad y se pone en


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