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El credo apostólico. Francisco Martínez FresnedaЧитать онлайн книгу.

El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda


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Dios y las criaturas, porque contiene en sí la plenitud de la humanidad y es la última palabra de Dios dirigida a los hombres (cf Col 1,15; Heb 1,2); en fin, porque vehicula la salvación de Dios.

      2) Todo fue creado por Cristo

      Esto se afirma en el himno de la Carta a los colosenses. La primera parte del himno dice: «Él es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, pues por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible, lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades. Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo y todo tiene en él su consistencia. Él es cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,17-18).

      Se aplica a Jesús la sabiduría personificada del Antiguo Testamento (cf Prov 8,22-26; Job 28; etc.) y las reflexiones del judeohelenismo (Filón de Alejandría, La creación 110-111) relacionadas con la cosmología griega y estoica. La sabiduría del Señor se vincula con la creación, porque esta manifiesta un orden que solo Dios puede realizar (cf Gén 1,31; Platón, Timeo 29s). Dios crea el universo por la sabiduría; ella conoce el proyecto que, desde el principio, Dios ha diseñado para salir de sí. La comunidad cristiana acomoda la mediación creadora de la sabiduría a su experiencia de Jesús resucitado, cuando ya cree que su vida es la última y definitiva manifestación de Dios a los hombres (cf Heb 1,1-2). Entonces, con referencia a la creación, se deduce que ha estado como mediador en la obra de Dios y, por consiguiente, está su «imagen» en todas las criaturas y en él encuentran su principio originario, que no es otro que su filiación divina. Jesucristo es, en definitiva, su representante y su manifestación en la creación (cf la función del logos en Filón, La creación 112; o del pneuma en el estoicismo; Jn 1,3-4).

      Jesucristo se coloca entre Dios y las criaturas, siendo el medio necesario para la relación salvadora de Dios con el mundo y para que este pueda percibir una «imagen» real y verdadera de Dios. Recuerda la función de Adán en la creación, «hecho a imagen y semejanza de Dios», y a quien se le entrega el «dominio» sobre todo lo creado (cf Gén 1,26.28). En estos últimos tiempos, Jesús sustituye aquella «imagen» por otra mucho más acorde con la divinidad. Y por dos razones: porque le es inherente a su ser e identidad filial –le pertenece como Hijo– y porque actúa con Dios en la creación. La Resurrección, acción de Dios que le arranca de la muerte, se amplía a toda la realidad creada, hombres y cosas (cf Rom 8,19-23). Si la recreación de lo que existe –acto segundo– es gracias a la vida de Jesús, cuánto más lo será la creación –acto primero–, toda vez que ya se confiesa a Jesús situado en la gloria divina. Por eso se afirma con toda naturalidad en el Nuevo Testamento que el universo se ideó y se hizo por medio de él –«por él fue creado todo»–, está orientado hacia él y todas las cosas encuentran su «consistencia» en él.

      Jesucristo, entonces, es el «primogénito de toda la creación», una prioridad, que siendo temporal con relación a todo lo real, también lo es en su dignidad, que es filial, cuyo estado con relación a Dios se lo traslada y sirve a la creación entera: «...la creación se emanciparía de la esclavitud de la corrupción para obtener la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). La creación se puede percibir como hija de Dios a todos los efectos: marginando su origen eterno, excluyendo cualquier desarrollo casual y descartando la posibilidad de un final trágico. La importancia de la primogenitura de Jesucristo está en la participación de su filiación en la creación, y es partícipe en ella porque es una criatura como todas. Por eso es también «primogénito», porque lo es en su ser y existencia como una realidad distinta del Padre con existencia propia en la historia humana, y situada en un universo que le es afín al encontrarse presente en todas sus criaturas.

      Y todas las criaturas encuentran su estructura filial y, por tanto, sentido en el cosmos cuando son conscientes y desarrollan su existencia en la vida de Jesucristo. Tal dependencia no tiene otra finalidad sino la de obtener su plenitud por medio de su relación filial con Dios, alcanzada gracias a su relación fraterna con Jesús. Por eso se justifica que sea el primer hermano, porque por él los hombres representan a Dios Padre en un universo ideado, realizado, querido y mantenido con amor de hijo (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 6,25-33).

      La primogenitura de Jesucristo lo es para el hombre, en su historia y en su individualidad. Pero también lo es para los seres superiores, las «potencias espirituales», colocadas entre el cielo, sede la gloria divina, y la tierra, sede de las criaturas. Pablo alude a seres celestes, bien naturales, bien personales (cf Gál 4,3.9), que influyen sobre el curso de los acontecimientos cósmicos e históricos. La cultura judía admite una serie de ángeles que gobiernan el mundo, reservándose Dios la guía de Israel directamente (cf Si 17,17). También aparece en el Nuevo Testamento una cosmología que incluye potencias espirituales, a las que se da culto en las religiones paganas (cf Col 2,18), además de ciertos seres hostiles al hombre, que intentan dominarlo (cf Rom 8,39). Estos seres se sitúan en lo más alto de la creación, dirigen los astros y tratan de gobernar el universo de una forma distinta al orden divino (cf Ap 7,1). Los espíritus, o elementos del mundo, un día fueron infieles al Creador (cf Ef 2,2; Gál 4,3), y a partir de ese momento pretenden dominar al cosmos y al hombre contra Dios (cf Ef 6,11,12).

      Este pulular de seres espirituales, más perfectos y poderosos que los humanos, a los que da cabida el esoterismo judío y cierto dualismo cósmico, forman un marco peculiar en el que Cristo se impone. Y según el lenguaje paulino, manda sobre los principados, dominaciones y potestades, es decir, sobre todos los poderes que van contra el Reino (cf 1Cor 15,24-27); predomina sobre ángeles y potestades, entendidas como fuerzas ocultas del cosmos que dañan la vida humana (cf Rom 8,38-39), o, según la tradición, supera a los guardianes de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí (cf Col 2,13-15; Gál 3,10; Éx 3,2; 14,19). Jesucristo, sentado a la derecha de Dios en su gloria, está «por encima de todo principado, potestad y virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre» (Ef 1,20-21). Es soberano y señor de todos ellos (cf Rom 8,19-20).

      3) Todo fue salvado por Cristo

      Continúa el himno a los Colosenses: «Es el principio, primogénito de los muertos, para ser primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud; que por medio de él todo fuera reconciliado consigo, haciendo las paces por la sangre de su cruz entre las criaturas del cielo y de la tierra» (1,18-20). Jesucristo, como primogénito de la creación, es cabeza de estas potencias y, por consiguiente, su principio vital (cf Col 1,15; 1Cor 11,3). Y no sólo es primogénito en el orden de la creación, sino también en el de la salvación. La salvación obrada por Dios por medio de él –gratuita–, es humana y también cósmica. Los seres superiores los ha reconciliado con Dios (cf Col 1,20; Ef 1,10) y en la misma medida que lo ha hecho con los hombres (cf 2Cor 5,18-20; Rom 5,10-11). En fin, la salvación lleva consigo, además, la reconciliación de todo lo creado en Jesucristo. Este es el beneplácito de Dios.

      El primado de Jesucristo sobre todo lo creado (cf Col 1,16.18; Jn 1,1), primado que se inscribe en su participación en la creación y en la salvación de Dios –«muerte en la cruz» y «resurrección»–, lo es también porque reside en él toda la «plenitud». Jesucristo está lleno de los bienes de Dios, bienes que constituyen «los tesoros del saber y del conocimiento», en contra de los conocimientos humanos que llevan al error y a la perdición (cf Col 2,3-4.9). Los beneficios que ha recibido de Dios son tales que, observando su resurrección, ha recibido más que cualquier otro ser que existe en la creación, incluidos los espirituales. La resurrección «ha hecho a Jesús absolutamente perfecto, glorificándolo, haciéndolo Señor y partícipe de su gloria y poder» (T. Otero Lázaro, 116).

      El primer gran bien es Dios, de forma que Jesús se convierte en el templo de la divinidad en la historia humana, como afirma Juan del Verbo encarnado (2,18-21): Dios ha elegido a Jesús para habitar en su creación (cf Is 8,8; 49,20; Sal 68,17), lo que entraña el poder divino para hacer posible la creación y la recreación de todos los seres. Esta recreación hace que Jesucristo sea el Logos que contiene toda gracia; así se comprende la afirmación de que de «su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia» (Jn 1,16).

      Siguiendo la estela veterotestamentaria de la presencia divina que inunda la creación, Jesús también comprende todos los bienes que existen. La creación está llena de bienes que Dios ha derramado fuera de sí (cf Is 6,3; Jer 23,24; Sal


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