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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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el León—. Sería feliz si estuvieran con nosotros el Espantapájaros y el Leñador.

      —¿No crees que podríamos rescatarlos? —preguntó la niña.

      —Podemos intentarlo —repuso el felino.

      Llamaron entonces a los Winkies y les preguntaron si los ayudarían a rescatar a sus amigos, a lo cual respondieron todos que con mucho gusto harían cualquier cosa por Dorothy, a que era su salvadora. La niña eligió a un grupo de Winkies que parecían más inteligentes que los otros y partieron en seguida. Viajaron todo ese día y parte del siguiente hasta llegar a la llanura rocosa donde yacía el Leñador completamente abollado y retorcido. Su hacha se hallaba cerca, pero la hoja habíase oxidado y el mango estaba roto.

      Los Winkies lo levantaron con gran cuidado y lo llevaron de regreso al castillo, mientras que Dorothy derramaba algunas lágrimas por su amigo y el León mostrábase profundamente afligido.

      Cuando llegaron al castillo la niña preguntó a los Winkies:

      —¿Hay hojalateros entre ustedes?

      —Claro que sí, y bastante hábiles —le contestaron.

      —Entonces vayan a buscarlos —ordenó ella. Y cuando llegaron los hojalateros con todas sus herramientas, les preguntó—: ¿Pueden arreglar esas abolladuras del Leñador, darle nuevamente su forma y soldar las partes que tiene rotas?

      Los hojalateros examinaron a la víctima con gran atención y respondieron que creían poder arreglarlo para que quedara tan bueno como nuevo. Acto seguido se pusieron a trabajar en uno de los grandes salones del castillo y no cesaron de hacerlo durante cuatro días con sus noches, martillando, torciendo, moldeando, soldando y puliendo el cuerpo, los miembros y la cabeza del Leñador hasta que al fin le hubieron dado su antigua forma y sus coyunturas funcionaron como antes. Claro que le quedaron algunos remiendos, pero los obreros hicieron un buen trabajo, y como el paciente no era vanidoso, no le molestaron en absoluto aquellos remiendos.

      Cuando al fin fue al cuarto de Dorothy y le dio las gracias por haberlo rescatado, sentíase tan contento que lloró de alegría, y la niña tuvo que enjugarle cada una de las lágrimas con su delantal para que no se oxidara de nuevo. Al mismo tiempo lloraba ella también por la felicidad de ver de nuevo a su amigo, pero estas lágrimas no tuvo necesidad de enjugarlas. En cuanto al León, se secó los ojos tan a menudo con la punta de la cola que se le humedeció por completo y tuvo que salir al patio y ponerla al sol hasta que se le hubo secado.

      —Me sentiría feliz del todo si el Espantapájaros estuviera de nuevo con nosotros —dijo el Leñador cuando Dorothy le relató todo lo sucedido.

      —Debemos tratar de encontrarlo —declaró ella.

      Acto seguido llamó a los Winkies para que la ayudaran, y marcharon todo ese día y parte del siguiente hasta llegar al árbol en cuyas ramas habían arrojado los Monos Alados la ropa del Espantapájaros.

      Era un árbol muy alto y de tronco demasiado liso, de modo que nadie podía treparlo, pero el Leñador dijo en seguida:

      —Lo echaré abajo para que podamos recobrar las ropas.

      Ahora bien, mientras los hojalateros habían estado remendando al Leñador, uno de los Winkies, que era orfebre, había hecho un mango de oro puro para el hacha a fin de reemplazar al que estaba roto. Otros pulieron la hoja hasta eliminar todo el óxido, de manera que ahora relucía como si fuera de plata.

      Sin perder tiempo, el Leñador empezó a golpear con su hacha, derribando en poco tiempo el árbol, y de entre sus ramas cayeron las ropas del Espantapájaros.

      Dorothy las recogió e hizo que los Winkies las llevaran de regreso al castillo, donde las rellenaron con paja limpia... y he aquí que apareció otra vez el Espantapájaros, tan bueno como nuevo, y dándoles profusas gracias por haberlo salvado.

      Ahora que estaban todos reunidos, Dorothy y sus amigos pasaron unos días maravillosos en el castillo, donde había todo lo necesario para que estuvieran cómodos.

      Pero llegó el momento en que la niña volvió a pensar en su tía Em y dijo:

      —Tenemos que volver a donde está Oz y pedirle que cumpla su promesa.

      —Sí —asintió el Leñador—. Al fin conseguiré mi corazón.

      —Y yo mi cerebro —agregó alegremente el Espantapájaros.

      —Y yo valor —dijo el León en tono meditativo.

      —Y yo regresaré a Kansas —exclamó Dorothy, batiendo palmas—. ¡Vamos mañana a la Ciudad Esmeralda!

      Así lo decidieron, y la mañana siguiente reunieron a los Winkies para despedirse. Todos lamentaron muchísimo que se fueran, y tanto se habían encariñado con el Leñador que le rogaron que se quedara con ellos para gobernar toda la tierra de Occidente. Al convencerse de que se iban realmente, regalaron a Toto y al León un collar de oro para cada uno. A Dorothy le dieron un hermoso brazalete tachonado de brillantes. Al Espantapájaros le obsequiaron un bastón con puño de oro para que no tropezara al caminar, y al Leñador le ofrecieron una aceitera de plata repujada, con adornos de oro y piedras preciosas.

      Cada uno de los viajeros respondió a estos regalos con un bonito discurso de agradecimiento, y estrecharon la mano de todos con tal entusiasmo que les dolieron los dedos.

      Dorothy abrió la alacena de la Bruja a fin de llenar su cesta con provisiones para el viaje, y allí vio el Gorro de Oro. Se lo probó por curiosidad, descubriendo que le sentaba perfectamente bien. Ignoraba el poder del Gorro, pero vio que era bonito, y decidió llevarlo puesto y guardar su sombrero en la cesta.

      Después, cuando ya estuvieron preparados para el viaje, partieron hacia la Ciudad Esmeralda, mientras que los Winkies se despedían de ellos con grandes demostraciones de afecto.

      CAPÍTULO 14

      LOS MONOS ALADOS

      Recordarán los lectores que no había camino, ni siquiera un senderillo, entre el castillo de la Bruja Maligna y la Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro viajeros iban en busca de la Bruja, ésta los vio llegar y mandó a los Monos Alados a capturarlos. Así, pues, resultaba mucho más difícil hallar el rumbo entre los campos salpicados de flores de lo que lo era viajando por el aire. Claro, sabían que debían marchar hacia el este, en dirección al sol naciente, y al partir lo hicieron de manera acertada. Pero al mediodía, cuando el sol brillaba directamente sobre sus cabezas, no pudieron saber dónde estaba el este y dónde el oeste, razón por la cual se extraviaron en aquellos campos. No obstante, siguieron marchando hasta que llegó la noche y salió la luna. Entonces se acostaron entre las perfumadas flores y durmieron profundamente hasta la mañana... todos ellos menos el Espantapájaros y el Leñador.

      La mañana siguiente amaneció nublado, pero partieron de todos modos, como si estuvieran seguros de su derrotero.

      —Si caminamos lo suficiente, alguna vez llegaremos a alguna parte —dijo Dorothy.

      Pero pasaron los días sin que vieran ante ellos otra cosa que los campos cubiertos de flores. El Espantapájaros empezó a refunfuñar.

      —Es seguro que nos hemos extraviado —dijo—, y a menos que encontremos el rumbo a tiempo para llegar a la Ciudad Esmeralda, jamás conseguiré mi cerebro.

      —Ni yo mi corazón —declaró el Leñador—. Estoy impaciente por ver de nuevo a Oz, y la verdad es que este viaje se está haciendo muy largo.

      —Por mi parte —gimió el León Cobarde—, no tengo valor para seguir caminando sin llegar a ninguna parte.

      Al oír esto, Dorothy perdió el ánimo, se sentó en la hierba y miró a sus compañeros, los que también se sentaron a su alrededor. En cuanto a Toto, por primera vez en su vida estaba demasiado cansado para perseguir a una mariposa que pasó rozándole la cabeza. El pobre perrito sacó la lengua, se puso a jadear y miro a su amita como preguntándole qué podrían hacer.

      —¿Y si llamáramos a los ratones? —dijo ella—.


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