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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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Pronostico que dentro de poco estará usted curado y pedirá a gritos más medicina de ésa.

      ―¡Jamás, doctor! Esa medicina no va bien a mi constitución.

      ―Eso debo decirlo yo, no el enfermo.

      Anduvieron en silencio durante un ratito. Se apreciaban sinceramente. El silencio trajo a Nan unos recuerdos lejanos.

      ―¡Cuánto nos hemos divertido en este bosque! ¿Te acuerdas cuando caíste del nogal y casi te rompes la nuca?

      ―Imposible olvidarlo. ¿Y cuando me empapaste de ajenjo?… ¿Y cuando quedé colgado de una rama por la chaqueta? ―Aquellos recuerdos hicieron reír a Tom como un chiquillo.

      ―¿Y cuando le pegaste fuego a la casa? ¿Todavía te llaman el «Atolondrado»?

      ―Sólo Daisy. Por cierto, hace una semana que no la veo. Bonita chica, ¿eh?

      ―En efecto, así es. Estos días está con tía Jo. Podrías aprovechar para tratarla y…

      ―¡Usted no lleva buenas intenciones, mi querido doctor! Nath me rompería el violín en la cabeza. Además, es otro el nombre que tengo grabado en mi corazón. Si tu lema es «No me rendiré», mi divisa es «Esperanza». Veremos quién vencerá al final.

      ―Eso son ilusiones de chiquillos y ahora ya somos mayores. Las cosas han cambiado mucho ―replicó Nan y, mirando ante sí, cambió de conversación―. Mira, ¡qué hermoso se ve desde aquí el «Parnaso».

      ―Muy hermoso, pero a mí me gusta más el viejo Plum. Tía March disfrutaría de poder ver los cambios que se han producido.

      Ante la puerta se pararon a contemplar el hermoso paisaje que a sus ojos se ofrecía.

      Pero un grito los sacó de su contemplación. Se volvieron con sorpresa y vieron a un muchacho alto, delgado, de pelo rojizo y encrespado, saltando como un canguro para salvar los zarzales. A su zaga corría una muchacha, entre furiosa y divertida; parecía ni darse cuenta de los pinchazos y desgarrones que las zarzas le producían.

      ―¡Tom, detenlo, por favor! ¡No lo dejes escapar! ¡Nan, ayúdame a salir de entre los pinchos! ―pedía a gritos la chiquilla.

      Tom pudo interceptar el paso al muchacho y retenerle sujeto, pese a los intentos que hacía por soltarse. Entretanto, Nan acudió en ayuda de la chiquilla.

      ―Pero ¿qué es lo que os ha ocurrido? ―Y al preguntarlo, Nan se afanó en desprender la ropa de la niña de los pinchos que la sujetaban.

      Jossie se explicó:

      ―Verás. Estaba yo estudiando mi papel. Me gusta hacerlo sentada en una rama baja, cerca del arroyo. Cuando más descuidada estaba, llegó éste; con la caña de pescar me quitó el libro de las manos y antes de que bajara del árbol, salió corriendo llevándose el libro.

      Se explicaba con gran lujo de ademanes y con una expresión entre risueña y enfadada.

      ―Ya verás cuando me suelte. ¡Te pegaré una bofetada!…

      Teddy, «el león», pudo desprenderse de Tom. Entonces, leyendo la obra teatral que el libro contenía, empezó a hacer una serie de ademanes ridículos y gestos exagerados, que lograron hacer reír a todos. Era realmente un chico gracioso.

      Desde la plaza sonaron unos aplausos demostrativos de que la representación del travieso muchacho había tenido más espectadores.

      Entonces Nan, Tom, Jossie y Teddy se encaminaron a la plaza al encuentro de Jo y Meg que eran quienes habían aplaudido la exhibición.

      Mientras Jo se esforzaba en vano en alisar el rebelde pelo de su hijo y recuperaba el libro de la chiquilla, Meg trataba de componer los desgarrones que presentaba la falda de Jossie. Ya estaban todas acostumbradas a estas escenas.

      Apareció entonces Daisy y la conversación se generalizó.

      ―¿No sabéis? Acaban de preparar una cantidad enorme de pastas para el té ―anunció Teddy con entusiasmo.

      ―¡Oh! Ted es un aficionado a ellas. La última vez comió tantas que ha engordado con exceso.

      Y al decir eso, Jossie miraba maliciosamente a su primo, que precisamente destacaba por su delgadez.

      Nan se excusó.

      ―Me gustaría quedarme. Pero tengo que visitar a Lucy Dove. Tiene un panadizo que ya debe ser cortado. Tomaré el té en el colegio.

      Tom aprovechó la oportunidad.

      ―¿Sabes? Te acompañaré con objeto de sumar experiencias. Además, así podré ayudarte.

      ―¡Callad, por favor! ―suplicó «el león»―. Daisy se pone mala oyendo hablar de operaciones. Mejor será dedicarnos a las pastas de té.

      ―¿Qué se sabe del «Comodoro? ―preguntó Tom.

      ―Está camino de casa. También Dan va a venir pronto. ¡Oh, qué ganas tengo de tener reunidos a todos los muchachos en el Día de Gracias! ―contestó Jo, ilusionada ya con la idea.

      ―Por poco que les sea posible ninguno va a faltar. Incluso Jack sería capaz de arriesgar un dólar con tal de asistir a uno de nuestros almuerzos de viejos camaradas ―rio Tom.

      ―Y valdrá la pena, creo yo. Ya estamos cebando el pavo. Va a estar…

      Y Teddy se relamía sólo de pensarlo.

      ―Además tendremos que organizar otra fiesta para cuando se marche Nath ―sugirió Nan, y añadió―: Estoy convencida que va a tener mucha suerte por esos mundos.

      Daisy se ruborizó al oír que mencionaban a Nath, y en su fuero interno compartió el pronóstico de Nan.

      ―Tía Teddy dice que Nath tiene mucho talento y que después de pasar un tiempo en el extranjero estará en condiciones de labrarse un porvenir aquí.

      ―Son inútiles los pronósticos, cuando se refieren a gente joven ―terció Meg, suspirando―. Lo realmente importante es que sean buenos y de provecho. Por lo demás cada cual actúa en la vida según su íntima inclinación. Al que realmente quisiera ver establecido es a Dan. Tiene ya veinticinco años y ¿qué es lo que desea? Yo creo que ni él mismo lo sabe.

      ―Por de pronto podemos asegurar que la experiencia está siendo su mejor guía. No te quepa duda, ya encontrará algún lugar que le agrade y en él echará raíces. Por mi parte, aunque no llegase a hacer nada grande en la vida, me conforme con que sea un hombre honrado.

      La defensa que Jo hizo de Dan, «la oveja negra», entusiasmó a Ted que le tenía como un ídolo. El muchacho aplaudió a rabiar.

      ―¡Muy bien, mamá! Dan vale por doce Jacks o por doce Neds, que andan por ahí desesperados por hacerse ricos. Ya verás como algún día nos sorprenderá con algo importante…

      ―También yo lo creo así ―intervino Tom―. Dan es de los que hace cosas gloriosas. Tiene fibra de genial. Ahora, ¿qué será? Lo mismo puede sorprendernos bajando las cataratas del Niágara dentro de un barril, como escalando el Everest solo y en invierno.

      ―Algo hay de eso ―aceptó Jo―. Pero yo prefiero que mis muchachos saquen directamente la experiencia de la vida. Lo que no me gustaría de ninguna manera es dejarlos solos en una gran ciudad, expuestos a infinidad de tentaciones. No me preocupa Dan, no. Se está forjando el carácter y como su fondo es bueno…

      ―¿Qué se sabe de John? ―preguntó Tom.

      ―Va por la ciudad como un desesperado. Tiene que apechugar con todo, desde las reseñas de los sermones a las carreras de caballos. Pero tiene voluntad y auténtica afición. Yo estoy convencida de que llegará a ser un auténtico gran periodista ―afirmó proféticamente tía Jo.

      ―«En nombrando al ruin de Roma…» ―exclamó Tom, gratamente sorprendido, mirando a un joven que se acercaba corriendo, y con un periódico sobre la cabeza.

      Como


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