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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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Bess y la tomó por los hombros.

      ―Debieras dejar eso por ahora. ¿Por qué no vas a enseñar a tía Meg los nuevos cuadros? ―Al hablar a su hija, Laurie la miraba con la complacencia con que Pigmalión debió mirar a Galatea. Consideraba a Bess como la más bella obra de arte de la casa.

      ―Muy bien, papá. Pero dime, ¿qué te parece lo que estoy haciendo?

      ―¿Quieres mi opinión sincera? Allá va, pues. Debo advertirte que ese niño tiene un carrillo más abultado que el otro. Sobre su frente tiene algo que más se parece a unos cuernos que a unos rizos rebeldes. Ahora, si dejamos aparte estos detalles, creo que podría rivalizar con los querubines de Rafael. Estoy orgulloso de ti.

      Laurie subrayó sus palabras con francas risas. Recordaba las primeras tentativas artísticas de Amy y, hoy por hoy, le era imposible tomar en serio las obras de Bess.

      ―Lo que pasa es que sólo ves belleza en la música ―protestó Bess.

      ―En ti también la veo, hijita. Y no sé qué puede ser arte, sino lo eres tú. Pero te quiero más humana. Que sepas dejar la arcilla y el mármol para salir al sol, correr, bailar y saltar. Deseo que mi hija sea una niña absolutamente normal, aunque tenga alma de artista. ¿Comprendido?

      Bess abrazó a su padre con mimoso gesto. Muy seriamente, pero con gran ternura contestó:

      ―No olvido nunca, papá, que me han dicho que tengo que hacer algo de que pueda estar orgullosa. Mamá insiste muchas veces en que no trabaje tanto. Pero, cuando estoy en el estudio, olvido todo lo demás. Me siento feliz y el tiempo pasa sin que me dé cuenta. Pero ahora voy a complacerte. Saltaré y correré como tú deseas.

      Se despojó de la blusa que dejó en un rincón y salió del estudio. Parecía que con ella se iba la luz.

      Amy suspiró; luego habló a su esposo:

      ―Me alegro que le hayas hablado en estos términos. Es demasiado joven para dedicarse al trabajo con tanto afán. Sueña demasiado con su arte. He de confesar que buena parte de culpa es mía. Veo con simpatía sus aficiones y tal vez por eso no la refreno bastante.

      ―Pero no olvides que una hija no debe ser necesariamente el espejo de su madre. Ni conviene que lo sea ―sentenció Jo―. Lo lógico es que padre y madre compartan el goce y la satisfacción de educarlos a fin de que en los hijos se manifiesten las características de ambos. No de uno solo.

      ―¡Estupendo, Jo! ―aplaudió Laurie―. Presentía que me ayudarías. Estoy algo celosillo de Amy por causa de Bess. Yo quisiera que no absorbiera tanto a nuestra hija. Que la niña se me pareciese más en los gustos y preferencias… ¿Sabes? Se me ocurrió una idea. Podemos convenir un trato. Nos la repartiremos por temporadas. En una época procuraré ir formándola yo; en otra, tú… ¿Te parece bien, Amy?

      ―Es muy acertado. Además, gustándote a ti me complace aceptarlo.

      Los tres quedaron un momento silenciosos. Amy miró al jardín por la ventana para ver a Bess. Los recuerdos acudieron a su memoria.

      ―¡Cómo me gustaba montar a horcajadas en la rama baja del viejo peral! Ni montando caballos auténticos he gozado tanto como entonces.

      ―Había peleas por montar. ¿Y las famosas botas viejas? ¿Os acordáis de ellas? ―rio Jo―. Nos iban grandísimas, pero ¡qué apuestas nos sentíamos con ellas!

      ―Mis más gratos recuerdos son menos románticos. Se refieren a la cazuela, a las salchichas… ¡Cuánto hemos gozado! ¡Cuánto tiempo ha pasado ya de todo aquello! ―Y al decirlo, Laurie miraba a Amy y a Jo, como si le costase relacionarlas con aquellas muchachitas, fina y delicada la primera y terriblemente revoltosa la segunda.

      ―Pareces empeñado en hacernos aparecer como viejas ―protestó Amy―. La realidad es que acabamos de florecer. Es más, con nuestros capullos alrededor formamos un bonito ramo.

      Para refrendar sus palabras, Amy compuso los pliegues de su vestido de muselina rosa y saludó gentilmente.

      ―De todo ha habido. Rosas, espinas, hojas muertas… No, no han faltado las preocupaciones. Incluso ahora ―añadió Jo.

      ―Bueno, bueno, bueno. No vayamos ahora a ponernos ―tristes. Permítanme, bellas damas, acompañarlas hacia el salón. Tomaremos una taza de té. Creo que ha de sentarnos de maravilla.

      En el salón encontraron a Meg. En aquella habitación se había instalado una especie de santuario familiar. En las paredes había tres retratos, y sobre dos rinconeras, sendos bustos de mármol. Los únicos muebles eran un diván y una mesa ovalada con un búcaro de flores.

      Los bustos eran de John y de Beth, ambos obra de Amy. Reflejaban la serena placidez y belleza que recuerda aquella frase: «el yeso representa la vida, el barro la muerte y el mármol la inmortalidad». A la derecha, colgaba el retrato del señor Laurence, con su clásica expresión en la que armonizaban la bondad y la altivez. Frente por frente, el retrato de tía March, legado a Amy, en que aparecía con un enorme tocado, ampulosas mangas y largos mitones.

      En el sitio de honor figuraba el retrato de la madre amada, pintada por un gran artista, al que ella favoreció cuando era un desconocido. El lienzo era magnífico; tan lleno de vida que desde él parecía lanzar un perenne consejo a sus hijas: «Sed felices; aún estoy entre vosotras».

      Las tres hermanas permanecieron un momento en silencio mirando el retrato de su madre. El recuerdo estaba en sus corazones y ningún otro podía reemplazarlo.

      Con voz emocionada, Laurie formuló un deseo:

      ―Lo mejor que deseo para mi hija es que llegue a ser una mujer como vuestra madre. Todo lo bueno que pueda haber en mí a ella se lo debo.

      En aquel momento, en el salón de música se oyó una voz juvenil que empezó a cantar el Ave María. Era Bess que, sin saberlo, parecía querer complacer el deseo de su padre cantando aquella dulce plegaria que tanto gustaba a «mamá».

      Como atraídos por aquella voz llegaron Nath y John, Teddy y Jossie; después lo hicieron también el profesor con su fiel Rob, «el cordero».

      El profesor Bhaer había encanecido, pero estaba fuerte y alegre como en sus mejores tiempos. Era feliz enseñando. Roberto se le parecía tanto que ya se le llamaba también «el joven profesor», lo cual le complacía mucho hasta el punto de esforzarse en imitar a su padre. Con expresión radiante, el profesor se sentó al lado de su esposa.

      ―De manera que vamos a tener entre nosotros al alguno de los chicos, ¿eh?

      ―¡Oh, Fritz! Estoy encantada con lo de Emil. Espero que lo de Franz te parezca bien. ¿Conocías a Ludmilla? Será una buena boda, ¿verdad? ―preguntó Jo, mientras servía a su esposo una taza de té. Inconscientemente se acercó a él, como lo hacía en ocasiones buscando refugio y protección.

      ―¡Oh, sí! Será una buena boda. A Ludmilla la conocía cuando fui a colocar a Franz. Entonces era una muchachita, pero muy bella y cariñosa. Me parece que Franz será feliz. Los Blumenthal son alemanes como yo, y esa boda unirá más la vieja patria con la nuestra.

      ―En cuanto a Emil, ¡va a ser segundo piloto en el próximo viaje! ¡Qué contenta estoy de que los chicos vayan saliendo adelante! Por ti especialmente. Sacrificaste tanto por ellos y por mí… ―dijo Jo con emoción, poniendo su mano sobre la de su marido, con la dulzura de una novia.

      Rio él para disimular su turbación. Se inclinó suavemente y le susurró muy quedo al oído:

      ―El afortunado fui yo. De no haber venido a América no te habría conocido, mi queridísima Jo. Los tiempos duros ya pasaron, gracias a Dios. Ahora, la bendición de vivir a tu lado es insuperable.

      Repentinamente, Teddy tuvo una de sus ocurrencias. A grandes voces gritó:

      ―¡Atención, señoras y señores! Aquí hay una parejita haciéndose el amor.

      Jo quedó azorada por las risas de los presentes, provocadas por «el león». En cambio su marido


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