100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.
tomó de manos de Emil el ovalado medallón, y lo contempló con satisfacción. En él había pintada una Madona con un rubito Niño en brazos, envuelto en su manto azul. Encantada, se lo colgó del cuello mediante una cintita azul que Bess llevaba para sujetar sus cabellos.
―También para Nan he encontrado el regalo apropiado.
―¿Sí? ¿Qué es? ¿De qué se trata? ―preguntaron todos, intrigados.
―Veréis. Es difícil encontrar un objeto de adorno para un médico. De modo que le traigo eso.
Ante la curiosa mirada de todos hizo balancear unos pendientes de lava, trabajada para darle la forma de sendas calaveras.
―¡Oh, qué horror! ―exclamó Bess a quien repugnaban las cosas feas.
―Pero si Nan no usa pendientes ―aclaró Jo.
―No importa ―continuó Emil sin inmutarse―. Será muy capaz de ponérselos para fastidiaros. Ya sabéis que a los médicos les gusta ir molestando a la gente.
Viendo que los muchachos esperaban también sus obsequios, los tranquilizó.
―Para vosotros traigo una infinidad de chucherías. Las tengo en la bodega. Quiero decir en el baúl. Pero como sabía que las mujeres no me dejarían hablar si antes no las obsequiaba… En fin, ahora vamos a intercambiar noticias. Contadme, contadme.
Tranquilamente sentado sobre la mejor mesa de mármol de Amy, Emil tomó la palabra. Preguntando cosas y explicando otras, estuvo hablando a diez nudos por hora hasta que Jo los llamó a todos para el té familiar que preparó en honor del «Comodoro».
CAPÍTULO III
CONSECUENCIAS DE LA FAMA
En la vida de la familia March no habían faltado sorpresas. Sin embargo, ninguna fue mayor que el inesperado triunfo de Jo como escritora. Como consecuencia de este éxito, Ugly Duckling, «el patito feo», resultó más aún que un bello cisne: se convirtió en una auténtica gallina de los huevos de oro. Porque sin apenas darse cuenta de ello, Jo se vio convertida en una escritora famosa y dueña de una pequeña fortuna debida a los libros, que ella usaba para superar los momentos difíciles.
La cosa tuvo su origen un año en que todo iba mal en Plumfield. Fue una época mala en la que incluso llegó a tambalearse el colegio. Abrumada por el trabajo, Jo cayó enferma. Laurie y Amy estaban viajando por el extranjero, y los Bhaer, por dignidad, se resistieron a pedir ayuda a nadie. Recluida forzosamente en su habitación, Jo se desesperaba buscando la forma de salir de aquel atolladero. Como único recurso se le ocurrió escribir para incrementar sus escasos ingresos familiares.
Casualmente llegó a sus oídos que un editor precisaba un libro para muchachas. Jo no lo pensó más. Febrilmente se puso a escribir una novelita en la que recogió varias escenas vividas por ella misma y por sus hermanas. Sin gran esperanza pero anhelando probar fortuna envió la novela al editor.
Era cosa sabida que a Jo las cosas le salieran al revés. Su primer libro, que le costó años completar y en el que había depositado sus más fervientes ilusiones, no alcanzó ni mucho menos el éxito esperado. A lo sumo, produjo a su autora unos centenares de dólares y ningún éxito literario. Sin embargo, la novelita que escribió en momentos de apuro, sin otra ambición que ganar con ella algún dinero que entonces le era muy necesario, dio a Jo fama y dinero.
Ella fue la más sorprendida. Pero no dudó. Siguió escribiendo con éxito cada vez mayor. La fama no la envanecía. Ni siquiera quería aceptarla. Pero el dinero no podía rechazarlo y mucho menos en aquellos momentos. Gracias al mismo, la familia Bhaer superó su bache económico y pudo afrontar el porvenir con mayor tranquilidad.
Jo se sentía pagada pudiendo proporcionar a su querida madre un bienestar material, que tan merecido tenía. Disfrutaba al verla sentada apaciblemente en su habitación, o dedicándose a obras de caridad que tanto placer le causaban. Poder proporcionar todo esto a aquella santa mujer, darle una vejez dichosa, era un pago completo a todos los esfuerzos. Jo no deseaba nada mejor.
Esto era lo bueno que había obtenido de su éxito como escritora. Pero, como todo en la vida, también había una parte que si no podía calificarse de mala, sí en cambio era molesta y engorrosa. Por ejemplo: la esclavitud que impone la fama. El público era un poco como propietario del pasado, presente y futuro de Jo. Por el solo hecho de haber leído sus novelas ya ¿se consideraban con derecho para escribirle e importunarla con peticiones, advertencias, críticas, elogios, consejos… Personas que ella no conocía debían ser atendidas casi como amigas de toda la vida, porque rechazarlas era tanto como exponerse a ser llamada orgullosa. Las peticiones para obras de caridad le llovían continuamente y era delicado tratarlas. Porque, por mucho que Jo se esforzaba, no podía remediar todas las calamidades que le comunicaban y, cuando debía reducir o suprimir sus dádivas, se la llamaba avara, egoísta…
Incluso representaba un problema contestar todas las cartas que le enviaban.
La continua producción literaria de Jo y su total entrega al trabajo llegaron a debilitarla. Ella pensaba en su fuero interno que debía mucho a todos aquellos que leían sus obras, pues gracias a ellos había salido de un mal trance. Por esta razón se esforzó en corresponderles mientras pudo.
Pero, cansada físicamente y agotada la paciencia, llegó un momento en que decidió cambiar. Ella tenía derecho a su propia vida. Desde entonces se dedicó más a la familia y no se dejó envolver por la red del éxito que corta toda libertad. Y la libertad era, precisamente, lo que más amaba Jo desde pequeñita.
Consideró haber hecho suficiente con esparcir autógrafos, fotografías y biografías por todo el país. O permitiendo que los artistas merodeasen por su casa buscando sorprenderla en su trabajo. O que las maestras y maestros acompañasen a grupos de colegiales hacia la «mansión de la insigne escritora», de la que todos procuraban llevarse algún recuerdo con aire de triunfo.
Para dar una idea del estado a que llegaron las cosas, bastará detallar lo que ocurrió un día. Una jornada cualquiera, en la que Jo se sintió una vez más víctima de sus admiradores.
―Hace falta una ley que proteja a los desgraciados autores ―se lamentó Jo ante un enorme montón de cartas que acababa de recibir―. Es importante que se defiendan los derechos de autor. Pero para mí lo es mucho más que se defienda mi tiempo. ¿No dicen que el tiempo es oro? ¿Y que la paz es salud? Pues no puedo disfrutar en paz de mi tiempo. Como si no me perteneciera. Dicen que son mis admiradores y obran como si fuesen enemigos, acosándome, atosigándome a todas horas y de todas formas. En ocasiones me dan ganas de refugiarme en la selva. Tal vez entonces podría respirar a pleno pulmón, sin que se me estudiara y observase. Ni siquiera en América, la libre América, es libre una persona de cerrar las puertas de su casa a quien le resulte molesto.
Mientras hablaba así, Jo leyó con desgana alguna de las cartas. Luego prosiguió:
―Hay que tomar una decisión y la tomo. No voy a contestar ninguna de estas cartas. ¿Ves ésta? Juraría que ya he mandado seis autógrafos a su autor. Seguramente los quiere para venderlos. ¿Y esta otra? Me escribe una colegiala. Si la contesto, escribirán todas sus condiscípulas. Nada; lo dicho: todas las cartas al cesto. No faltaría más.
La acción siguió a la palabra y al cesto fueron todas. Teddy se ofreció:
―Mientras tú desayunas, yo puedo leer algunas.
Tomó una de ellas y la leyó con curiosidad, porque el sello correspondía a una nación sudamericana.
―Oye ésa, mamá: «Señora: Ya que el cielo premió sus esfuerzos con la fortuna, me atrevo a dirigirme a usted confiando querrá proporcionarnos fondos para adquirir un nuevo servicio para el altar de nuestra capilla. Cualquiera que sea la religión de usted, estoy seguro responderá generosamente a la petición que le formulamos. Respetuosamente le saluda, X. Y. Zavier».
―Contéstale con una amable negativa. Dile que todo cuanto puedo dar lo destino a alimentar y vestir a los pobres que tengo a la puerta de mi casa. Ésa es mi acción de gracias