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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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      ―Tengo unas cartas de recomendación para ti. Van dirigidas a unos antiguos y buenos amigos míos de Leipzig, cuya ayuda te será muy valiosa en tu nueva vida. Tómalas y procura vencer la añoranza de tus primeros tiempos.

      ―Muchas gracias, señor. Sé que la sentiré de todos ustedes. Luego, cuando vaya haciendo nuevas amistades y progresando en la música, ya será distinto ―contestó Nath con sentimiento. Deseaba y temía el momento de dejar a todos sus viejos amigos. Lo sentía de veras. No podía remediarlo.

      Era un hombre ya. Pero en sus ojos azules había todavía aquella ingenuidad de sus años infantiles, y de su expresión casi podría adivinarse la extraordinario afición que sentía por la música. Modesto, afectuoso y atento, Jo le consideraba digno de cariño y confianza. Sin embargo, dudaba acerca de sus posibilidades de ser alguien importante, salvo que el nuevo rumbo que emprendiera diera más entereza a su carácter.

      ―Todas tus cosas las ha marcado Daisy. De modo que en cuanto hayas recogido tus libros podremos hacer el equipaje ―le dijo Jo con naturalidad. Estaba tan acostumbrada a la partida de sus muchachos que ya era imposible la alterase una súbita excursión al Polo Norte.

      Nath enrojeció al oír el nombre de Daisy mientras el corazón aceleraba el ritmo de sus latidos sólo de pensar que las blancas manos de la muchacha habían marcado su ropa con tanto cariño. Interiormente deseaba triunfar para poner gloria y dinero a ―los pies de Daisy.

      Jo lo sabía bien. Aunque Nath no era el hombre que ella hubiera deseado para su sobrina comprendía que la influencia de la muchacha podía hacerle mucho bien. Tal vez por ella sería capaz de superarse y triunfar. Por otra parte, era indudable que se querían.

      Sin embargo, Meg no se sentía satisfecha. Ella deseaba para su hija el mejor hombre del mundo. Se mostraba amable con el muchacho, pero, con la firmeza de que son capaces las personas de carácter dulce, se mantenía intransigente. Había sido siempre una romántica, pero tratándose del porvenir de su hija se mostraba firme. Opinaba que Nath no estaba aún suficientemente formado y que el porvenir de los músicos no solía tener mucha solidez. En cuanto a Daisy, era excesivamente joven para pensar en amoríos. Más adelante… tal vez. Ahora, no.

      Como siempre, la interrupción de Teddy fue ruidosa y ocurrente:

      ―¡Atención! Ahí llegan Platón y sus discípulos.

      «Platón», según el muchacho, era el señor March; sus discípulos, los muchachos y muchachas que le acompañaban.

      Bess corrió a su encuentro. Desde que faltaba la abuelita, ella cuidaba del abuelo. Era conmovedor ver su solicitud, y contrastaban sus rubios cabellos con los blancos del viejecito cuando ella se inclinó para acercarle la butaca.

      Laurie le ofreció té y pastelillos. Sin embargo el señor March tomó un vaso de leche fresca que Bess le ofrecía.

      Se acercó entonces Jossie, acalorada por una discusión sostenida como de costumbre con Teddy, que gozaba molestándola. Apasionadamente, la muchacha preguntó:

      ―Dime, abuelo: ¿es cierto que las mujeres han de obedecer siempre a los hombres, sólo porque son más fuertes? ―y deseaba una respuesta negativa para apabullar a su primo.

      ―Así ha sido hasta ahora. Se trata de una antigua creencia. Pero las cosas van cambiando y mucho tendrán que apretar los jóvenes de ahora si quieren seguir llevando la batuta. Porque las muchachas van cada día más preparadas ―le contestó el abuelo.

      ―¡Claro que sí! ―corroboró Jossie, ya más animada―. Yo demostraré que una mujer puede hacer un trabajo tan bien como un =hombre. No quiero reconocer que mi cerebro sea menos valioso que el de ese cabezota, aunque sea algo más pequeñito que el suyo. ¡No quiero!

      Teddy no se molestó por la alusión. Al contrario, continuó burlándose de su prima.

      ―Bueno, bueno. Pero yo de ti no movería así la cabeza. Porque tu pequeño cerebro debe rebotar dentro de ella de un lado a otro.

      Para subrayar su broma, Teddy rio a grandes carcajadas. El abuelo intervino:

      ―Vamos a ver. ¿Cómo habéis empezado vuestra guerra civil?

      Ted se lo explicó:

      ―Estábamos leyendo La Ilíada. Al llegar al pasaje en el que Zeus dice a Juno que si intenta averiguar sus planes le dará unos latigazos, Jossie se enfadó porque Juno se calla sumisamente. Yo le he dicho que me parecía muy bien que obedeciese porque las mujeres, que no entienden mucho de según qué cosas, deben obedecer a los hombres.

      ―La verdad es que no me convencéis ni tú ni los héroes de Homero. ¡Valientes héroes! Todo lo esperaban de las diosas Palas, Venus y Juno, y ellas, aunque diosas, eran mujeres. No lo olvides, Fred. Yo prefiero héroes como Napoleón y Grant. ¡Esos lo eran de verdad! ―replicó Jossie con ardor.

      Tío Laurie intervino con una sonrisa comprensiva.

      ―Así me gusta, muchachos. Que defendáis con ardor vuestros puntos de vista. Nosotros seremos testigos de vuestra pelea oratoria. ¡Adelante con la polémica!

      Pero en aquel momento apareció Jo, reclamando al «león» para la cena. Teddy dudó un momento, pero después siguió a su madre.

      Jossie aprovechó la oportunidad para vengarse de las pullas que su primo siempre le lanzaba.

      ―¡Oh, qué vergüenza! Un soldado que abandona el campo de batalla porque la cena le espera.

      Ted encajó bien el golpe. Señalando cómicamente a su madre contestó:

      ―Si no fueras tan ignorantuela sabrías que el primer deber del buen soldado es la obediencia. Y como el general ha dicho a cenar…, ¡pues a cenar!

      En aquel momento entró un joven en la estancia. Estaba muy moreno, vestía un traje azul, y su rostro expresaba una gran alegría.

      ―¡Ah, de la casa! ¿Dónde se han metido ustedes?

      ―¡Emil! ¡Es Emil! ―gritó Jossie, y junto con Teddy corrieron a abrazar al recién llegado.

      Pronto estuvieron todos reunidos a su alrededor, visiblemente satisfechos de tenerle entre ellos.

      El recién llegado fue saludando a todos, feliz y emocionado.

      ―Realmente, no pensaba poder escapar hoy. Pero se presentó la oportunidad y como veis la aproveché bien. Pero en Plum no encontré ni un alma. ¡Afortunadamente aquí están todos los que buscaba! ¡Qué alegría! ―Y mientras así hablaba, permanecía como centro del grupo, erguido, con las piernas separadas como para conservar el equilibrio en un barco zarandeado por las olas.

      ―¡Oh, Emil, hueles a brea y a salobre! ¡Me encanta aspirar tu aroma!

      ―¡Tate, Jossie! Que te veo las intenciones. Deseas saber qué es lo que traigo, ¿verdad? Ahora lo veremos. Pero déjame fondear.

      Sin soltar los paquetes que llevaba, Emil tomó `asiento. Luego empezó a distribuirlos formulando animadas observaciones.

      ―Para Jossie, la impaciente, las flores del mar: este collar de coral.

      La muchacha lo recibió con entusiasmo, y se lo puso con presteza.

      ―El trabajo de las sirenas, para Ondina. ―Con estas palabras entregó una cadenita de plata con nacaradas conchas a la contentísima Bess.

      ―Daisy será feliz con un violín, ¿no es así? ―Y le entregó un afiligranado broche en forma de violín.

      ―Ahora le toca al turno a tía Jo. ¿Veis este oso tan bonito? Pues se le abre la cabeza y aparece un tintero.

      ―¡Muy bien, «Comodoro»! ―aplaudió Jo, verdaderamente complacida.

      ―Como tía Meg tiene debilidad por las cofias, le pedí a Ludmilla que me comprase unos encajes. Aquí están, espero que te agraden.

      Meg tomó aquellos finísimos trabajos casi con veneración.

      ―Continuemos.


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