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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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puerto de Holyhead, en el cual ya estábamos entrando.

      Habíamos decidido no ir a Londres, sino cruzar el país hacia Portsmouth… y desde allí, embarcar hacia Le Havre. Yo prefería este plan, principalmente, porque temía ver de nuevo aquellos lugares en los que había disfrutado de unos breves días de sosiego con mi querido Clerval. Y pensaba con horror en la posibilidad de ver a aquellas personas que habíamos conocido juntos y que, sin duda, harían preguntas respecto a un suceso cuyo simple recuerdo me hacía sentir de nuevo todo lo que había sufrido cuando vi su cuerpo inerme.

      Por lo que a mi padre se refiere, sus deseos y todos sus esfuerzos se destinaban a verme de nuevo restablecido tanto en la salud como en la paz de espíritu. Aunque su cariño y sus atenciones eran constantes, mi dolor y mi tristeza eran pertinaces, pero él nunca desesperaba. En ocasiones pensaba que yo me sentía profundamente avergonzado por haberme visto obligado a responder de una acusación de asesinato, e intentaba demostrarme la inutilidad del orgullo.

      —¡Ay, padre…! —le dije—. ¡Qué poco me conoces…! Los seres humanos, sus sentimientos y sus pasiones, se avergonzarían efectivamente si un desgraciado como yo pudiera sentir orgullo. Justine, la pobre e infeliz Justine, era tan inocente como yo, y fue acusada por lo mismo… murió por ello. Y yo fui el culpable… yo la maté. William, Justine y Henry… los tres murieron por mi culpa.

      Mi padre me había oído a menudo hacer la misma afirmación durante mi encarcelamiento. Cuando me acusaba de aquel modo, a veces parecía desear que le diera una explicación; y en otras ocasiones probablemente consideraba que era consecuencia de mi delirio, y que durante mi enfermedad alguna idea de ese tipo se había grabado en mi imaginación, y que el recuerdo de la misma aún permanecía vivo en la convalecencia. Yo evité dar una explicación; mantuve un permanente silencio respecto al engendro que había creado. Tenía la sensación de que me tomarían por loco, y esto encadenó para siempre mi lengua, cuando en realidad habría dado un mundo por poder confesar aquel secreto fatal. En una de esas ocasiones, mi padre me dijo con una expresión de indecible sorpresa:

      —¿Qué quieres decir, Victor? ¿Estás loco…? Querido hijo, te ruego que no vuelvas a decir esas cosas tan raras…

      —¡No estoy loco! —grité con furia—. ¡El sol y los cielos que me han visto actuar pueden atestiguar que digo la verdad! Yo fui el asesino de esas víctimas absolutamente inocentes… ¡Y murieron por mis maquinaciones! Mil veces habría derramado mi propia sangre, gota a gota, por haber salvado sus vidas. Pero no podía… padre, de verdad, no podía sacrificar a toda la raza humana…

      La conclusión de aquella conversación persuadió a mi padre de que estaba trastornado; así que cambió inmediatamente de conversación para intentar alterar el hilo de mis pensamientos. Deseaba, en la medida de lo posible, borrar de mi memoria las escenas acaecidas en Irlanda y jamás volvió a aludir a ellas ni me permitió hablar de mis desgracias. A medida que fue transcurriendo el tiempo, me fui tranquilizando; el dolor moraba en mi corazón, pero ya no volví a hablar de aquel modo incoherente respecto a mis crímenes; era suficiente para mí tener conciencia de ellos. Con una insoportable represión, dominé la voz imperiosa de la desdicha, que a veces deseaba mostrarse al mundo entero, y mi comportamiento se tornó más tranquilo y más contenido que antes, como lo era antes de mi excursión al mar de hielo. Incluso mi padre, que me vigilaba como el pájaro a su polluelo, estaba engañado y pensaba que la negra melancolía que me había angustiado se estaba alejando para siempre, y que mi país natal y la compañía de mis seres queridos me restablecería por completo y me devolvería la salud y mi antigua alegría.

      Llegamos a Le Havre el 8 de mayo e inmediatamente viajamos a París, donde mi padre tenía que resolver algunos asuntos que nos detuvieron allí algunas semanas. En esa ciudad recibí la siguiente carta de Elizabeth.

      PARA VICTOR FRANKENSTEIN

      Ginebra, 18 de mayo de 17**

      Mi queridísimo amigo:

      Me dio muchísima alegría recibir una carta de mi tío fechada en París. Ya no te encuentras a una distancia tan enorme, y puedo confiar en verte antes de quince días. ¡Mi pobre primo! ¡Cuánto debes de haber sufrido! Me temo que te voy a encontrar incluso más enfermo que cuando partiste de Ginebra. Hemos pasado un invierno terrible; pero, aunque la felicidad no brilla en nuestra mirada desde hace muchos meses, espero ver sosiego en tu semblante y comprobar que tu corazón no se encuentra completamente privado de paz y tranquilidad.

      Sin embargo, temo que persistan los mismos sentimientos que te hacían tan desgraciado hace un año, y que incluso hayan aumentado con el tiempo. No querría importunarte en estos momentos, cuando tantas desdichas te oprimen, pero una conversación que tuve con mi tío antes de su partida me obliga a darte una explicación necesaria antes de que nos encontremos.

      «¿Una explicación?», probablemente te dirás, «¿qué puede tener que explicar Elizabeth?». Si de verdad piensas eso, mis preguntas ya se han respondido, y no tengo más que hacer que firmar con un «Tu prima que te quiere». Pero estamos muy lejos, y es posible que temas y, sin embargo, agradezcas esta explicación; y, teniendo en cuenta la posibilidad de que tal sea el caso, no me atrevo a posponer más lo que, durante tu ausencia, he deseado comentarte muy a menudo y para lo cual nunca he reunido el suficiente valor.

      Tú sabes bien, Victor, que mis tíos siempre pensaron en nuestra unión, incluso desde nuestra infancia. Así se nos dijo cuando éramos jóvenes y nos enseñaron a considerar ese futuro como un acontecimiento que sin duda tendría lugar. Fuimos cariñosos compañeros de juegos durante nuestra niñez y, creo, buenos y sinceros amigos cuando crecimos. Pero del mismo modo que un hermano y una hermana mantienen una cariñosa relación sin desear una unión más íntima, ¿no puede ser este también nuestro caso? Dime, querido Victor… Contéstame, y te lo pido por nuestra felicidad mutua, con una sencilla verdad: ¿amas a otra?

      Has viajado; has pasado varios años de tu vida en Ingolstadt; y te confieso, amigo mío, que cuando te vi tan triste el otoño pasado, huyendo del contacto con la gente y buscando solo la soledad y la tristeza, no pude evitar suponer que tal vez te arrepentías de nuestro compromiso y que te sentías obligado, por honor, a cumplir con la voluntad de nuestros padres, aunque se opusiera a tus verdaderos deseos. Pero este es un razonamiento falso. Te confieso, primo mío, que te amo y que en los castillos en el aire que he imaginado para mi futuro tú has sido mi amante fiel y mi compañero. Pero solo deseo tu felicidad, y también la mía, cuando te digo que nuestro matrimonio haría de mí una persona absolutamente desgraciada a menos que fuera el resultado de los dictados de nuestra propia decisión libre. Incluso ahora lloro al pensar que, acosado como estás por las más crueles desgracias, puedas echar a perder, por tu palabra de honor, todas las esperanzas de amor y felicidad, que son las únicas que podrían conseguir que volvieras a ser lo que fuiste. Yo, que siento hacia ti un cariño tan desinteresado, podría estar aumentando mil veces tu desdicha si me convirtiera en un obstáculo a tus deseos. Ah, Victor, puedes estar seguro de que tu prima y compañera siente un amor demasiado verdadero por ti como para hacerte desgraciado. Sé feliz, amigo mío; y si atiendes a esta mi única petición, puedes estar seguro de que nada en el mundo podrá jamás perturbar mi tranquilidad.

      No permitas que esta carta te incomode. No la contestes mañana, ni al día siguiente, ni siquiera hasta que vengas, si ello te causa algún dolor. Mi tío me dará noticias sobre tu salud; y si veo siquiera una sonrisa en tus labios cuando nos veamos, sea por esta carta o por cualquier otra cosa mía, no necesitaré nada más para ser feliz. Tu amiga, que te quiere,

      ELIZABETH LAVENZA.

      CAPÍTULO 16

      Esta carta reavivó en mi memoria lo que ya había olvidado, la amenaza del engendro diabólico cuando me visitó en las islas Orcadas: «Estaré contigo en tu noche de bodas.» Tal fue mi sentencia, y esa noche aquel demonio emplearía todas las artimañas para destruirme y arrebatarme aquel atisbo de felicidad que prometía, al menos en parte, consolar mis sufrimientos. Aquella noche había decidido culminar sus crímenes con mi muerte. ¡Muy bien, que así fuera! Entonces, con toda seguridad, tendría lugar una lucha a muerte en la que, si él salía victorioso, yo descansaría en paz, y su poder sobre mí


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