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100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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hiela la sangre de horror, como se me congela incluso a mí en este preciso instante? A veces, atrapado en un repentino ataque de angustia, no podía continuar su relato; en otras ocasiones, su voz, quebrada y emocionada, profería las palabras que he transcrito. Sus hermosos y encantadores ojos ahora se encendían de indignación, ahora se apagaban hasta el abatimiento más penoso y una infinita desdicha. A veces podía dominar sus gestos y su expresión, y relataba los incidentes más horribles con una voz tranquila, evitando cualquier rastro de conmoción… y entonces, de pronto, estallaba como un volcán, su rostro repentinamente se demudaba y adquiría una expresión de furia salvaje cuando lanzaba esas maldiciones sobre el monstruo que lo acosaba.

      Su historia es coherente y la contaba de tal modo que parecía sencillamente la verdad; sin embargo, reconozco, hermana, que las cartas de Felix y Safie, que me mostró, y la aparición del monstruo, que vimos desde el barco, me convencieron más de la verdad de su historia que todas sus afirmaciones, por muy vehementes y coherentes que fueran. Ese monstruo es real, desde luego; no puedo dudarlo; sin embargo, estoy un poco confuso, y me debato entre el asombro y la admiración. A veces intentaba que Frankenstein me contara los particulares de su creación, pero en este punto era inflexible. «¿Está usted loco, amigo mío?», me decía; «¿Adónde pretende llegar con su insensata curiosidad? ¿Acaso también desea usted engendrar un demonio infernal para sí mismo y para el mundo… o qué pretende con esas preguntas? Tranquilo, tranquilo… Aprenda de mis desdichas, y no pretenda aumentar las suyas».

      Frankenstein descubrió que yo apuntaba o cogía notas relativas a su historia; me pidió verlas, y él mismo las corrigió y las aumentó en muchos lugares, pero principalmente se ocupó de dar vida y fuerza a las conversaciones que mantuvo con su enemigo. «Puesto que ha tomado usted algunas notas», dijo, «no querría que la historia pasara mutilada a la posteridad».

      Así ha transcurrido una semana, mientras he estado escuchando el relato más extraño que imaginación alguna ha pergeñado jamás. Mi huésped ha conseguido que mis emociones y todos los sentimientos de mi alma hayan quedado prendidos de su historia, un interés que él mismo ha ido animando con su relato y la gentileza de su carácter. Quisiera ayudarlo; sin embargo, ¿cómo puedo aconsejar que siga viviendo a alguien tan miserable, tan desprovisto de cualquier esperanza y consuelo? ¡Oh, no…! La única alegría que podrá disfrutar será la que goce cuando prepare sus trastornados sentimientos para el descanso y la muerte. Sin embargo, sí disfruta de una pequeña alegría, fruto de la soledad y el delirio: cree que cuando mantiene conversaciones con sus seres queridos en sueños, y obtiene de esos encuentros algún consuelo para sus desgracias o coraje para su venganza, esas figuras no son creaciones de su imaginación, sino los seres reales que lo visitan desde las regiones del más allá. Semejante fe confiere cierta solemnidad a sus delirios, que me resultan casi tan asombrosos y apasionantes como la verdad.

      Nuestras conversaciones no siempre se reducen a su propia historia y sus desdichas. Demuestra un notabilísimo conocimiento de la literatura y una inteligencia rápida y perspicaz. Su elocuencia es vehemente y conmovedora: desde luego, no soy capaz de escucharlo sin lágrimas en los ojos cuando narra un acontecimiento patético o cuando pretende excitar las pasiones de la piedad o el amor. ¡Qué extraordinaria persona tuvo que haber sido en sus buenos tiempos, si estando en la miseria se muestra así de noble y bondadoso! Parece intuir lo mucho que vale y la grandeza de su caída. «Cuando era joven», me dijo, «me sentía como si estuviera destinado a alguna gran empresa. Mis sentimientos eran muy intensos, pero poseía un juicio tan equilibrado que se me prometían notables triunfos. Este sentimiento de valía respecto a mí mismo me animaba en aquellos momentos en los que otros se hubieran hundido, pues consideraba un crimen desperdiciar en inútiles lamentos aquellos talentos que podrían resultar útiles a mis semejantes. Cuando reflexioné sobre el trabajo que había realizado, nada menos que la creación de un animal sensible y racional, no me pude considerar uno más entre todos los demás científicos. Pero ese sentimiento que entonces me animó ahora solo me sirve para sumergirme aún más en el fango. Todas mis fantasías y esperanzas han quedado en nada; y como aquel arcángel que aspiraba a la omnipotencia, ahora me veo encadenado en un infierno eterno. Mi imaginación era viva, pero también tenía una gran capacidad para el estudio… y gracias a la conjunción de ambas cualidades pude concebir la idea y ejecutar la creación de un hombre. Incluso ahora, no puedo recordar sin emoción mis delirios cuando el trabajo aún estaba incompleto: tocaba el cielo en mis sueños… unas veces exultante por mi inteligencia, y otras, orgulloso ante la idea de sus consecuencias. Desde la infancia concebí las más altas esperanzas y las más elevadas ambiciones, ¡y ahora estoy hundido…! ¡Oh, amigo mío! Si me hubiera conocido usted como fui un día, no me reconocería en este estado de degradación. El desánimo casi nunca visitaba mi corazón; parecía esperarme un gran porvenir… hasta que caí, y… ¡oh… nunca, nunca jamás volví a levantarme!».

      ¿Voy a perder a este ser admirable? He suspirado por un amigo; he buscado uno que pudiera comprenderme y apreciarme. Y ya ves, en estos océanos desiertos lo he encontrado; pero me temo que he ganado a un amigo solo para conocer su valía y perderlo. Querría reconciliarlo con la vida, pero rechaza esa idea. «Se lo agradezco, Walton», dijo; «le agradezco que tenga tan buenas intenciones para con un desgraciado tan miserable; pero cuando usted habla de nuevas relaciones y nuevos afectos, ¿piensa que hay algo que pueda reemplazar a aquellos que se fueron? ¿Es que algún hombre puede ser lo que fue Clerval para mí? ¿O es que alguna mujer puede ser otra Elizabeth? Y aunque los afectos no se deban especialmente a cualidades extraordinarias, los compañeros de nuestra infancia siempre poseen cierta influencia en nuestro espíritu: una influencia que difícilmente otro amigo posterior puede conseguir. Ellos conocen nuestros sentimientos de la infancia, los cuales, aunque puedan modificarse más adelante, nunca desaparecen del todo; y pueden juzgar nuestros actos con más ecuanimidad. Una hermana o un hermano nunca puede sospechar que el otro lo engaña o le miente, a no ser que efectivamente esos rasgos se hayan dado en uno de ellos previamente; mientras que otro amigo, aunque nos tenga en gran aprecio, puede sentir, aun a pesar suyo, la punzada de la sospecha. Pero yo tuve amigos, a los que quise no solo por las relaciones de parentesco, sino por sí mismos… y, dondequiera que esté, la dulce voz de mi Elizabeth o la conversación de Clerval siempre están susurrando en mis oídos. Están muertos, y en esta horrible soledad solo un sentimiento puede convencerme de que conserve la vida. Si estuviera comprometido en una noble tarea o en un proyecto que fuera de gran utilidad para mis semejantes, entonces podría vivir para llevarlo a cabo. Pero ese no es mi destino. Debo perseguir y destruir al ser al que di vida; entonces mi objetivo estará cumplido, y podré morir».

      Día 2 de septiembre

      Mi querida hermana:

      Te escribo cercado por el peligro y no sé si el destino me permitirá alguna vez volver a ver mi querida Inglaterra y a los queridos amigos que viven allí. Estoy rodeado por montañas de hielo que no nos permiten movernos y a cada momento amenazan con aplastar el barco. Mis valientes hombres, a los que convencí para que fueran mis compañeros, me miran pidiéndome ayuda, pero no tengo nada que ofrecer. Hay algo terriblemente espantoso en nuestra situación… Sin embargo, mi valor y mi confianza no me abandonan. Podemos sobrevivir; y si no, volveré a leer las enseñanzas de mi Séneca y moriré con buen ánimo.

      Pero, Margaret, ¿cómo te encontrarás tú? No sabrás de mi muerte, y esperarás angustiada mi regreso. Pasarán los años, y a veces caerás en la desesperación y, sin embargo, aún acariciarás esperanzas. ¡Oh, mi querida hermana…! La dolorosa desilusión de tus afectuosas esperanzas me parece ahora más terribles que mi propia muerte. Pero tienes un marido y unos hijos adorables; y vas a ser feliz. ¡Que el Cielo te bendiga, y permita que lo seas!

      Mi desafortunado huésped me observa con comprensión, intenta darme esperanzas y habla como si la vida fuera algo que amara verdaderamente. Me recuerda cuán a menudo estos incidentes le han ocurrido a otros navegantes que han surcado los mismos mares. A pesar de mí mismo, me anima con los mejores augurios. Incluso los marineros notan el benéfico influjo de su elocuencia —cuando habla, se mitiga su desesperanza—; reanima su valor, y acaban creyendo que estas tremendas montañas de hielo son pequeñas colinas que se desvanecerán ante la decidida voluntad del hombre. Sin embargo, todo esto es pasajero, y cada día de esperanza frustrada no hace sino infundirles


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