100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй ОлкоттЧитать онлайн книгу.
mi querida Margaret, no puedo evitar consignarlo aquí. Aún estamos rodeados por montañas de hielo, aún estamos en constante peligro de ser aplastados en medio de su fragor. El frío es espantoso, y muchos de mis desafortunados camaradas ya han encontrado la muerte en medio de este escenario de desolación. Frankenstein cada día está más enfermo; un fuego febril aún centellea en sus ojos, pero está exhausto, y si decide realizar algún esfuerzo, inmediatamente cae de nuevo en un completo estupor.
Mencionaba en mi última carta los temores que tenía a propósito de un amotinamiento. Esta mañana, mientras me encontraba vigilando el pálido rostro de mi amigo, sus ojos medio cerrados y sus brazos colgando exánimes, me interrumpieron media docena de marineros que deseaban que los recibiera en el camarote. Entraron, y su jefe se dirigió a mí. Me dijo que él y sus compañeros habían sido elegidos por los otros marineros para venir en comisión con el fin de exigirme lo que en justicia no les podría negar. Estábamos atrapados entre muros de hielo y probablemente jamás saldríamos vivos de allí; pero ellos temían que si el hielo se descongelaba, cosa que podía ocurrir, y se abría un canal, yo fuera lo bastante temerario como para proseguir mi viaje y conducirlos a nuevos peligros después de haber podido superar felizmente este. Así pues, querían que yo hiciera una promesa solemne: que si el barco se liberaba, inmediatamente pondría rumbo a Arkangel.
Aquella conversación me preocupó. Yo aún no había perdido la esperanza, ni había pensado en absoluto en regresar, si el hielo nos liberaba. Sin embargo, en justicia, ¿podía, aunque estuviera en mi mano, negarles aquella petición? Dudé antes de responder, cuando Frankenstein, que al principio había permanecido en silencio y, en realidad, parecía que apenas tenía fuerzas para escuchar, se incorporó. Sus ojos centelleaban, y sus mejillas se inflamaron con un momentáneo vigor. Volviéndose hacia los hombres, dijo:
—¿Qué queréis decir? ¿Qué le estáis pidiendo a vuestro capitán? ¿De modo que abandonáis con esta facilidad vuestro trabajo? ¿No decíais que esta expedición era gloriosa? ¿Y por qué iba a ser gloriosa? Desde luego, no porque la ruta fuera sencilla y plácida como en un mar del sur, sino porque estaba atestada de peligros y horrores… porque a cada nueva dificultad se exigiría más de vuestra fortaleza, y se mostraría vuestro coraje… porque cuando la muerte y el peligro os rodearan, vosotros demostraríais vuestro valor y todo lo superaríais. Por eso era una expedición gloriosa… por eso era una empresa de honor. A partir de aquí, todo el mundo os saludaría como benefactores de la humanidad… vuestros nombres serían honrados como los de hombres valientes que se enfrentaron a la muerte con honor y por el beneficio de la humanidad. ¡Y miraos ahora…! A la primera señal de peligro… o, si lo preferís, ante la primera prueba importante y aterradora a la que se somete vuestro valor… retrocedéis y preferís abandonar como hombres que no tuvieran fortaleza para soportar el frío y el peligro. Muy bien, pobres de espíritu: «¡Tenían frío y volvieron al calor de sus chimeneas…!» ¡Vaya! ¡Para ese viaje no necesitábamos tantos preparativos! No necesitabais venir hasta tan lejos, ni arrastrar a vuestro capitán a la vergüenza de un fracaso, para demostrar que sois unos cobardes. ¡Oh…! ¡Sed hombres… o sed más que hombres! Sed fieles a vuestros compromisos y firmes como la roca. Este hielo no está hecho de la misma materia que vuestros corazones; es débil, y no puede derrotaros, si vosotros decís que no va a derrotaros. No volváis junto a vuestras familias con el estigma de la derrota marcada en vuestras frentes; volved como héroes que han luchado y han conquistado y no han sabido qué es volver la espalda al enemigo.
Dijo aquello con un espíritu tan adecuado a los distintos sentimientos que expresaba en su arenga, y con una mirada cargada de elevados propósitos y heroísmo, que no fue maravilla que aquellos hombres se conmovieran. Se miraban los unos a los otros, y eran incapaces de contestar. Hablé. Les dije que se retiraran y que pensaran en todo lo que se había dicho: que no los llevaría más al norte si verdaderamente deseaban lo contrario; pero que esperaba que lo pensaran bien y que pudieran recobrar el valor. Se fueron y me volví hacia mi amigo, pero se había sumido en un profundo estupor y casi le había abandonado la vida.
No sé en qué terminará todo esto. Pero preferiría morir antes que regresar vergonzosamente, sin cumplir mi objetivo. Sin embargo, creo que tal será mi destino. Los hombres que no sienten con fervor las ideas de gloria y honor jamás tienen voluntad para seguir soportando penalidades.
Día 7 de septiembre
La suerte está echada. He aceptado regresar si no perecemos antes. Así se malogran mis esperanzas, por la cobardía y la falta de arrojo. Regresaré a casa sin haber descubierto nada y desilusionado. Se precisa más filosofía de la que sé para soportar con buen ánimo esta humillación.
Día 12 de septiembre
Todo ha acabado. Regresamos a Arkangel. He perdido cualquier esperanza de ser útil a los demás y de alcanzar la fama… y he perdido a mi amigo. Pero intentaré describirte detalladamente estos amargos acontecimientos, mi querida hermana. Y si los vientos me llevan a Inglaterra y a ti, no seré del todo desgraciado.
Día 9 de septiembre: el hielo comenzó a ceder, y los bramidos del mar, como truenos, se oían en la distancia, a medida que las islas se desprendían y se resquebrajaban en todas direcciones. Estábamos corriendo un extremo peligro. Pero como lo único que podíamos hacer era permanecer pasivos, dediqué todas mis atenciones a mi desdichado huésped, cuya enfermedad se agravó hasta tal punto que siempre permanecía en cama. El hielo se resquebrajó por detrás de nosotros y los témpanos fueron arrastrados rápidamente hacia el norte. Una brisa se levantó desde ese preciso cuadrante… y el día 11 se abrió un paso hacia el sur y el barco quedó liberado. Cuando los marineros lo vieron, y comprobaron que el regreso a sus pueblos estaba prácticamente asegurado, estallaron en gritos de incontenible alegría… que duró mucho tiempo. Frankenstein, que estaba adormilado, se despertó y preguntó la razón de aquella algarabía. Era incapaz de contestarle. Preguntó de nuevo… «Gritan», dije, «porque pronto regresarán a Inglaterra».
«Entonces… ¿de verdad regresa usted?»
«¡En fin… sí! No puedo oponerme a sus peticiones. No puedo conducirlos al peligro si no quieren, y debo regresar»
«Hágalo si quiere, pero yo no. Puede usted abandonar su propósito, pero el mío me lo asignó el Cielo, y no puedo hacerlo. Estoy muy débil, pero seguramente los espíritus que me ayudan en mi venganza me concederán la fuerza suficiente…»
Y al decir eso, intentó levantarse de la cama, pero el esfuerzo fue demasiado para él; se derrumbó hacia atrás y perdió la consciencia. Transcurrió mucho tiempo antes de que se recobrara; a menudo pensaba que la vida le había abandonado por completo. Al final abrió los ojos, pero respiraba con dificultad y era incapaz de hablar. El doctor le dio una medicina reconstituyente y nos ordenó que no lo molestáramos. Entonces me dijo que con toda seguridad a mi amigo no le quedaban muchas horas de vida.
Así se pronunció su sentencia, y yo solo podía lamentarlo y resignarme. Me senté junto a su cama, velándolo… Tenía los ojos cerrados, y yo creí que dormía. Pero entonces me llamó con un débil susurro y, rogándome que me acercara, me dijo: «¡Dios mío…! Las fuerzas en que confiaba me han abandonado; sé que voy a morir pronto, y él, mi enemigo y mi acosador, aún puede estar con vida. No crea, Walton, que en los últimos instantes de mi existencia siento aquel odio feroz y aquel ardiente deseo de venganza que un día le conté; pero tengo derecho a desear la muerte del monstruo. Durante estos últimos días he estado examinando mi conducta en el pasado… y no creo que sea culpable. En un ataque de apasionada locura creé una criatura racional y me vi obligado a proporcionarle, en lo que me fuera posible, felicidad y bienestar. Ese era mi deber, pero había un deber aún mayor que ese. Mis obligaciones respecto a mis semejantes tenían más fuerza porque de ellas dependían a su vez la felicidad o la desgracia para muchos otros. Apremiado por esta perspectiva, me negué, e hice bien en negarme, a crear una compañera para la primera criatura. Él demostró una maldad insólita. Acabó con mis seres queridos… se consagró a la destrucción de seres que gozaban de una sensibilidad, una alegría y una sabiduría maravillosas. Y no sé dónde puede acabar esa sed de venganza. Miserable como es, para que no pueda hacer desgraciados a otros, debe morir. La tarea de su destrucción me correspondía a