El santo olvidado. Isabel Gómez-Acebo Duque de EstradaЧитать онлайн книгу.
—¡Qué gracioso!, en aquella época también se mataba a los cerdos; «a cada cerdo le llegó su san Martín» –comenté.
—Isabel –me contestó mi abuela–, las costumbres y los refranes son muy antiguos y se transmiten de generación en generación.
Don Félix era un mocetón grande y fornido que llevaba en Caleruega no menos de cinco años, fecha de su matrimonio. La villa formaba parte del alfoz de Clunia, una ciudad romana cercana y destruida, que todavía guardaba vestigios de su antiguo esplendor, y estaba bajo la responsabilidad, como agente del monarca, de la familia de los Aza, una de las más influyentes de Castilla. La costumbre era nombrar un representante con funciones judiciales y fiscales en todos los asentamientos del alfoz, y Caleruega había sido donada como dote a Juana. Pero si importantes eran los Aza, no les quedaban a la zaga los Guzmanes, de cuya familia era don Félix, indómitos guerreros que se colocaron al servicio de los reyes castellanos, a los que siempre fueron fieles, un comportamiento por el que gozaron de muchos privilegios.
—Soledad, ¡lo que sabes! No he querido interrumpirte porque estaba fascinada. Me veía celebrando la fiesta de San Martín en Caleruega con un buen trozo de comida en la boca, pero ha habido palabras que no entendí, como alfoz.
—Isabel, no te preocupes por interrumpirme si te surgen dudas. Alfoz es un término de origen árabe que se utiliza para hablar del conjunto de los pueblos que forman parte de una misma jurisdicción.
El último beneficio al señor de Caleruega había sido el convite a las ceremonias del matrimonio reciente del joven rey de Castilla, Alfonso VIII, unos esponsales de los que don Félix estaba recién llegado. Venía muy satisfecho de los honores que le había concedido el monarca y quiso que sus paisanos también pudieran celebrar el acontecimiento. Con ese propósito, un par de días antes, había batido el monte con sus escuderos alanceando un gran jabalí que supondría el plato principal del ágape, junto a un buen vino, pan blanco y melones, todavía en sazón. Sobre el fuego se había colocado una barra de hierro en la que se insertó la res; una vez asada, Teresa, la guisandera, fue repartiendo los trozos en los platos que traían los vecinos. Manejaba el cuchillo con tal habilidad que los hombres se quedaban mirando su hacer, temerosos y admirados, pues no desmerecía su destreza del más hábil truhan.
—Contadnos quién os ha enseñado el oficio, Teresa –le decían con sorna y después de haber sido servidos, no fuera que la mujer se lo tomara a mal y disminuyera la ración.
Todos los comensales se las prometían felices, ya que su costumbre era la carne cocida, de tarde en tarde, y el asado de res les suponía una novedad. Colmada el hambre, las familias se colocaron junto a don Félix, que se avino a las peticiones de los vecinos, pues le parecieron razonables, y tras dejar cerrados los detalles se dispuso a contarles la ceremonia de la boda de Alfonso VIII, de la que acababa de llegar:
—La boda se celebró en Tarazona y asistimos todos los señores que habíamos sido fieles al rey durante su minoría de edad. Hubo justas en las que participaron los caballeros ingleses que acompañaron a la novia desde su país y algunos nobles castellanos. Tras ellas, banquetes bien provistos amenizados por famosos juglares para que valoraran, y fueran contando a su gente, la riqueza de nuestro rey. La novia, que se llama Leonor, es una jovencita muy rubia de 10 años, hija de los reyes de Inglaterra, que aporta como dote el condado de Gascuña, cercano a los Pirineos, y el ducado de Aquitania, además de regalos de todo tipo entre los que destacan un fantástico caballo, de distinta raza a los nuestros, y una armadura cincelada, de una hechura notable.
—¿Se quedó huérfano el rey muy joven? –pregunté.
—Antes de cumplir los tres años, y ya te puedes imaginar las intrigas que se organizaron en la corte para hacerse con el poder. Alfonso VIII, que fue muy importante en la biografía de Domingo de Guzmán, era rey de Castilla, pues su abuelo Alfonso VII, siguiendo una vieja costumbre, había dividido sus posesiones entre sus hijos; su otro hijo, Fernando II, a quien le había dejado León, quiso aprovecharse de la debilidad del reino de Castilla para apoderarse de sus tierras. Por esa razón era muy importante que el rey se casara y tuviera descendencia pronto, pues, de morir sin hijos, las tierras castellanas pasarían a su tío Fernando. De hecho, el matrimonio tardó en tener hijos, pero tenemos constancia de al menos 10, sobre todo mujeres, que por sus enlaces matrimoniales se convirtieron en reinas de Portugal, Aragón, León y Francia –me aclaró Soledad.
—Me hace gracia lo que cuentas; acabo de leer que León se quiere separar de Castilla. No hay nada nuevo bajo el sol –apostillé.
Consciente de que a sus oyentes las referencias geográficas a la dote de la nueva reina no les interesaban, se apresuró a explicar que de esta forma Castilla ensanchaba sus posesiones por el norte y ganaba fuerzas, por si algún día los moros, leoneses o navarros volvían a atacar sus tierras, ya que las guerras eran la mayor preocupación de los campesinos.
—¿Cómo se ha celebrado la boda del rey con una niña tan joven? –preguntó el molinero comunal de aceite–. No vamos a tener herederos en bastante tiempo –dijo, haciendo suya la preocupación de todos los castellanos.
—Decís bien, tendrán que esperar a consumar el matrimonio, pero era importante cerrar el trato ante las ventajas que ofrecía, y evitar que se metieran por medio otros pretendientes. Cuando una novia es tan rica no hay que dejar pasar el tiempo –le contestó el señor de Caleruega, y todos comprendieron su respuesta.
Pronto el grupo se dividió en dos facciones, los varones por un lado y las mujeres por otro. Estas hubieran querido preguntar más sobre la belleza de la niña, los trajes de la novia y de los que la acompañaban, el banquete nupcial..., pero no lo hicieron, pues doña Juana les había informado de que su marido, como buen varón, no se había percatado de esos detalles, que no le parecieron importantes. Solo hablaba de alianzas, armaduras, caballos y armas. La conversación, del lado femenino, giró entonces sobre embarazos, cosechas, nacimientos, medicinas, recetas... Hablaban las mayores y escuchaban las jóvenes, casadas cuando todavía no habían abandonado la niñez y todo les resultaba nuevo.
Elvira, que era una desvergonzada, se apartaba del grupo para servirse vino de la jarra de los varones, que no estaba aguado como el de las mujeres. Cuando se lo echaron en cara al volver, por el mal ejemplo que daba, respondió indignada:
—Trabajo igual o más que mi marido, pues ¿quién ha limpiado el campo de abrojos, para preparar la sementera? ¿Quién ha esquilado a las ovejas? ¿Quién ha parido cuatro hijos como cuatro soles? Además, el vino me sienta mejor que a él porque lo sé medir, con lo que no me digáis nada. Las tontas sois vosotras, que seguís unas costumbres que no nos favorecen.
Al ver que doña Juana estaba cerca, Aldonza, que había tenido dos niñas muy seguidas y todavía le duraba el disgusto, le dijo:
—Señora, no me sorprendería que en un próximo embarazo tuvierais un tercer varón, ya que vivimos en un mundo al revés. Los campesinos necesitamos mozos para que nos ayuden en el campo, pero parimos hijas, menos capaces para trabajos pesados y con exigencia de dotes para su matrimonio.
Unos años después de la profecía, doña Juana se encontraba en las últimas semanas de embarazo y padecía un insomnio acompañado por sueños extraños que relató a su marido para que aventurara una explicación.
—Hay muchas noches que, en mis sueños, veo que el feto en mi seno es un perro que lleva una antorcha en la boca con la que inflama el universo. Otros días, es un niño que tiene posado un enjambre de abejas en su boca. No me ha pasado en los otros embarazos tener estas pesadillas y tengo miedo. ¿Qué creéis que intentan comunicarme? –preguntó.
—No lo sé, pero no tenéis motivo para preocuparos, porque una antorcha que da luz es siempre un signo positivo, lo mismo que las abejas. Si ponen miel en su boca es que será un niño dulce o tendrá un carácter apacible. ¿Qué más queréis pedir? –le respondió su marido.
—Resulta curioso que todas las historias de grandes hombres vengan acompañadas de relatos