La resurrección. Javier Alonso LopezЧитать онлайн книгу.
el siglo primero de nuestra era, en los territorios conocidos hoy en día como Israel y Palestina, convivían (con mayor o menor grado de aceptación mutua) diferentes pueblos que habían ido ocupando la tierra desde muchos siglos atrás. Uno de los pueblos con mayor peso demográfico en ese momento era el judío, que poseía un rasgo que lo diferenciaba de cualquier otro pueblo de la Antigüedad: creía en un solo dios, Yahvé, que era (y he ahí lo novedoso) absolutamente incompatible con cualquier otra divinidad. Los demás pueblos del mundo antiguo podían adorar a uno o a varios dioses, pero eso no significaba que negasen la existencia de los dioses de los vecinos, ni siquiera de los de sus enemigos. Los judíos sí lo hacían.
Los judíos practicaban una religión que se basaba en la creencia de que estaban ligados a Yahvé mediante un pacto del que quedaba constancia escrita en sus libros sagrados. Este pacto era bastante simple en su formulación: los judíos (hijos del «padre» Abraham) tendrían como único dios a Yahvé, y este, a cambio, entregaría a su pueblo una tierra en la que vivirían de acuerdo a las normas dictadas por Yahvé (la Ley de Moisés). Evidentemente, los reyes (judíos) que gobernasen al pueblo estaban sometidos también a este pacto. Si el rey era fiel a Yahvé, este premiaba al monarca y a su pueblo, pero si se apartaba del sendero correcto, el castigo recaía sobre todos ellos. Así se interpretaban la desaparición del reino de Israel ante los asirios en 722 a. C. y la ruina del de Judá ante Nabucodonosor en 586 a. C., que supuso el horror del destierro en Babilonia.
Siempre que estuvieron sometidos a una potencia extranjera, la sumisión o rebeldía de los judíos frente a los invasores dependió de la actitud que los extranjeros adoptasen respecto a su religión. Cuando se les permitió vivir de acuerdo a sus normas y leyes dictadas por Moisés, los extranjeros (por ejemplo, los persas en el siglo v a. C.) encontraron poca o ninguna oposición. Cuando, por el contrario, se les impidió o prohibió la práctica de la religión de Moisés (por ejemplo, los babilonios en el siglo vi a. C.), el conflicto resultó inevitable.
Los judíos vivieron sucesivamente bajo los imperios asirio (siglo viii-586 a. C.), babilonio (586-538 a. C.), persa (538-323 a. C.), macedonio (332-323 a. C.), helenístico, tanto ptolemaico como seléucida[2] (323-164 a. C.) y, por fin, romano, bien fuese bajo la égida de un rex socius de Roma como Herodes el Grande y sus hijos, bien directamente bajo un procurador romano (desde el 63 a. C. en adelante).
El único período de independencia del que disfrutaron los judíos (164-63 a. C.) fue el fruto de una rebelión liderada por una familia judía de origen sacerdotal, la macabea. El motivo de la revuelta fue la pretensión de los dominadores seléucidas (de cultura griega) de que los judíos abandonasen sus creencias para integrarse (y diluirse) por completo en su universo helenístico. La prohibición de la religión judía, la idolatría (la adoración de imágenes está terminantemente prohibida por uno de los Diez Mandamientos que Dios había entregado a Moisés en el Sinaí como parte de su ley: «No te harás escultura, ni imagen alguna de cosa que está arriba en los cielos, ni abajo en la tierra») practicada por los invasores y, la gota que colmó el vaso, la profanación del Templo de Yahvé de Jerusalén, eran cosas que los judíos más fieles reunidos en torno a la familia macabea no podían tolerar. Esta guerra de liberación nacional culminó con la independencia de Judea por primera vez en cuatro siglos. Los Macabeos fundieron en uno solo los títulos de rey y sumo sacerdote del Templo de Yahvé en Jerusalén y, de ese modo, Israel se convirtió en una monarquía al servicio del dios nacional.
Sin embargo, clara muestra de la debilidad del ser humano, este reino teocrático, nacido para luchar contra el helenismo de los extranjeros idólatras, acabó, con los años, devorado por esa misma cultura helenística que había combatido. Como cualquier otro reino de la época en el Mediterráneo oriental, Judea acabó gobernada por un monarca de cultura helenística, contó con una administración en lengua griega y con un sustrato de población helenística que impuso su forma de vida al conjunto de la sociedad, en especial en los centros urbanos.
Pero la influencia extranjera no acabó ahí. Durante el reinado de Simón Macabeo (142-134 a. C.), y a fin de contrarrestar la continua amenaza seléucida, los judíos acudieron al «primo de Zumosol» de la época en busca de protección: Roma. Fue un error del que los judíos se arrepentirían muy pronto, pues Roma lo interpretó (era habitual entre los descendientes de Rómulo) como una invitación para inmiscuirse en los asuntos ajenos. En 65 a. C. Pompeyo el Grande conquistó Jerusalén, sus soldados masacraron a miles de judíos y saquearon el Templo de Yahvé. El propio Pompeyo cometió una gran profanación al entrar en el sancta sanctorum del Templo, un lugar al que solo el Sumo Sacerdote tenía acceso una vez al año. Aquella profanación quedó marcada a fuego en el subconsciente colectivo de los judíos como la mayor afrenta sufrida jamás por su pueblo, y no volvieron a ver a los romanos como una potencia amiga.
A partir del 63 a. C., todo aquel que gobernó en Israel lo hizo bajo la protección de las legiones romanas. Tras la muerte de Hircano, último sumo sacerdote descendiente de los Macabeos, se apoderó del trono Herodes el Grande. Herodes era natural de Idumea, la región que, en la actualidad, ocupa una parte del estado de Israel, desde Belén hacia el sur, pero que en aquella época no se consideraba parte integrante del verdadero Israel. Idumea había sido conquistada y judaizada a la fuerza pocos años antes, y los judíos de pura cepa consideraban extranjeros a los idumeos o, en el mejor de los casos, judíos de «segunda división». Para legitimar su aspiración al trono de Judea, Herodes se casó con la princesa Mariamne, nieta del último Macabeo, Hircano.
Herodes el Grande, que reinó bajo la protección de Roma entre los años 37 y 4 a. C., fue un personaje ambiguo, despreciado u odiado por casi todos, pero que consiguió mantener un equilibrio entre su cultura helenística, su fidelidad hacia los romanos y sus obligaciones respecto a sus súbditos judíos. Herodes se mantuvo casi siempre en una posición intermedia que, aunque no contentaba plenamente a nadie, dejaba suficientemente satisfechos a todos. Intentó ganarse el favor de sus súbditos judíos transformando el Templo de Yahvé en Jerusalén en un gran complejo cultural de claro corte helenístico, pero que respetaba escrupulosamente todas las prescripciones judías. De este modo un extranjero dio a los judíos lo que ningún rey judío heredero de los Macabeos les había dado: un templo del que sentirse orgullosos. Este es el templo en el que tuvieron lugar varias escenas durante los últimos días de vida de Jesús, y donde se encontraba la cortina del sancta sanctorum que se rasgó en el momento de su muerte en la cruz.
En el año 4 a. C. murió Herodes, y el emperador Augusto permitió que el reino se dividiese entre tres de sus hijos. El núcleo original del reino de Judea, incluida Jerusalén, recayó sobre Arquelao; otro hijo, Herodes Antipas, recibió Galilea y Perea (en la actual Jordania), y un tercero, Herodes Filipo, obtuvo la Batanea, la Traconítide y la Auranítide, que se corresponden con los actuales Altos del Golán y parte del territorio de Siria.
Arquelao resultó ser un gobernante estúpido y torpe que heredó el carácter excesivo de su padre pero ni un ápice de su inteligencia política. Su crueldad gratuita y su escaso respeto por la ley judía irritaron a sus súbditos más allá de cualquier límite tolerable, y así, apenas diez años después de su llegada al poder, en 6 d. C., Augusto lo destituyó, y Judea se convirtió en territorio provincial romano bajo la responsabilidad de un gobernador con sede en Cesarea Marítima, una ciudad costera de carácter exclusivamente romano al norte de la actual Tel Aviv.
En consecuencia, para el momento de la predicación y pasión de Jesús de Nazaret, el territorio estaba dividido en una zona, Judea, bajo jurisdicción directa de Roma, y otras dos gobernadas por hijos de Herodes el Grande. Esta circunstancia se observa perfectamente en los relatos de la Pasión. Puesto que los hechos tuvieron lugar en Jerusalén, la máxima autoridad tras la destitución de Arquelao unos veinte años antes era el procurador romano, Poncio Pilato. Sin embargo, dado que Jesús era galileo, era súbdito de uno de los hijos de Herodes, en concreto de Antipas. Pilato y Antipas coinciden en Jerusalén y ambos participan en el juicio a Jesús porque en aquel momento se celebraba la Pascua, una fiesta religiosa en la que todos los judíos peregrinaban a Jerusalén. Herodes Antipas se encontraba allí como peregrino, pero fuera de su jurisdicción.
Así pues, durante todo el milenio anterior a nuestra era, los judíos estuvieron en permanente contacto con pueblos vecinos, la mayor