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Paris en América. Edouard LaboulayeЧитать онлайн книгу.

Paris en América - Edouard  Laboulaye


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á ocupar su puesto de observacion. Alfredo está con ella,—lo habia adivinado.

      Corrí á la puerta. Mi hija, mi querida Susana, ¡estaba mas bella que nunca! Sus largos cabellos rubios que caían formando bucles sobre sus hombros, su mirada risueña, su aire altivo, su andar mesurado la daban nuevos encantos. Era la inocencia del niño y la gracia de la mujer. Saltóme al cuello como una loca. La estreché con transporte sobre mi corazon y la llevé en mis brazos hasta el comedor.

      Solamente allí apercibíme de que Susana no habia entrado sola en casa. Estaba junto á ella el mónstruo que venia á arrebatarme mi alegria y mi felicidad. Susana le tomó de la mano y me lo presentó de la manera mas natural.

      —M. Alfredo Rose, querido papá—¿no le reconoceis?

      ¡Demasiado que lo reconocia! ¡Era encantador el miserable! Suspiré y dí un apreton de manos á aquel futuro yerno; que queria hacerme el honor de escojerme por suegro sin tomarse siquiera la molestia de consultármelo.¡ Sin dote! bastaba esto para que se creyera con derecho á casarse con la mujer que amaba.

      Hablad pues de decoro á estos bruscos que van siempre recto á su objeto.

       En donde se hace conocimiento con M. Alfredo Rose y el vecino Green.

       Índice

      Mientras que Alfredo y yo permaneciamos el uno frente del otro, silenciosos ambos y mirándonos, las dos mujeres conversaban entre sí en voz baja y con estrema vivacidad. La madre sonreía, la hija tenia los ojos suplicantes.

      —Amigo mio, dijo Jenny tomando á los jóvenes de la mano, hé aquí dos niños que, con la ayuda de Dios, quieren formar una familia cristiana y os piden vuestra bendicion.

      —Mi bendicion! Yo he visto al Papa Pio IX, bendecir á Roma y al mundo, con esa dulce majestad que hace caer de rodillas á los incrédulos; he visto á obispos piadosos bendecir la inocencia y el fervor de la primera comunion. Eso era grandioso y bello: era la santidad que se espandia. Pero yo, pecador, no me sentia con derecho para bendecir, siquiera á mis hijos. Abrazé á Susana, abrazé á Alfredo, junté sus manos con las mias y lloré.

      Eran tan felices los ingratos, que no vieron mis lágrimas, y así escapáronse de mis brazos para correr hácia Jenny, que les recibió alzando la voz:

      —Que el Dios de Abraham y de Sara, díjoles, que el Dios de Isaac y de Rebeca, de Jacob y de Raquel os bendiga, hijos mios, y os dé una vida cristiana.

      —Amen, respondió una voz cuya gravedad me hizo temblar. Era Marta que se aproximaba con la mirada y el jesto de un profeta.

      —Hombre, dijo, toma á esta mujer delante de Dios; mujer, toma á este hombre delante de Dios, en la buena y en la mala suerte, en la salud como en la enfermedad, en la vida y en la muerte. No lo olvides, el Eterno lo recordará.

      —No, ciertamente, no lo olvidaré jamás, esclamó Alfredo levantando el brazo, pongo al Señor por testigo.

      Lo confesaré para mi verguenza! apesar de la escelente educacion que he recibido en Francia, y aunque se me habia habituado á no tratar sériamente sino las cosas festivas, me sentí conmovido hasta el fondo del alma, por la solemnidad de este compromiso. Me parecia que mi hogar se hacia sagrado como el de Abraham, y que Dios, invisible y presente, descendia para bendecir la union de mis hijos.

      La entrada de Zambo disipó estos sérios pensamientos. Habia arrasado el jardin y el invernadero para poder ofrecer á la novia un ramo enorme. Acompañó su obsequio de jestos tales y de cumplimientos tan burlescos, que me eché á reir contra mi voluntad.

      —¿Cuándo la boda amito? preguntó el negro. ¿Mañana, pasado mañana, dentro de ocho dias? Zambo quiere cantar, Zambo quiere bailar.

      —Susana, esclamé mirando á mi hija, no está fijado el dia!

      —Mi buen padre, esperamos vuestras órdenes respondió la señorita mi hija, con una falsa modestia que me hizo suspirar.

      —Y no esperamos mas que eso, dijo Alfredo, he alquilado y amueblado una casa, cerca de aquí; en la esquina de la avenida décima cuarta. Todo está dispuesto para recibir á la que me hace el honor de compartir mi fortuna y mi nombre.

      —Hijo mio, le dije á Alfredo, y este nombre de hijo me ahogó al salir, Susana os ha escojido, nosotros os adoptamos con los ojos cerrados; pero perdonad á la lejítima curiosidad y á la inquietud de un padre. ¿Desde cuándo amais á mi hija?—Y ya que hablais de fortuna—¿cuál será vuestra situacion, la de ambos, en esa casa cuya felicidad nos toca tan de cerca?

      —Deciros desde cuando amo á Susana, me sería difícil; respondió el jóven. Me parece que la amé desde que nació.—A no dudarlo, la amaba ya cuando íbamos juntos á la escuela comun, y corriamos á lo largo del camino, ella era una criatura y yo casi un adolescente. Despues de ese tiempo, tantas veces hemos jugado, hablado y orado juntos; la he visto siempre alegre, buena, amable, y tantas veces hemos conversado sin rebozo, tantas veces he podido apreciar toda la belleza de su alma, que ha llegado un dia en que he comprendido que Susana era la mujer que Dios en su bondad me habia deparado.—Cuando Susana tuvo diez y seis años, le pedí me aceptára por esposo, nos comprometimos, y hé ahí toda la historia de nuestros amores.

      —De manera, dije yo suspirando, que es la estimacion y la amistad la que os han conducido á eso que vosotros llamais amor—¿Nada de súbito, nada de fulminante: ni poesía, ni pasion?

      —Tengo veinte y cuatro años, dijo el jóven, y amo á Susana. Nunca he amado, ni amaré á otra que no sea ella; la estimo mas que á nadie en el mundo; la quiero mas que á mi mismo: ¿es cordura, es pasion?—no lo sé; pero espero que Susana no me pedirá esplicaciones, y que me permitirá que la ame del mismo modo hasta mi último dia.

      —Perfectamente, hijo mio; sois un sábio; sereis feliz, como mereceis serlo y tendreis muchos hijos. Entretanto hablemos de dinero.

      —Yo no tenia fortuna, dijo Alfredo, y eso aplazaba bastante nuestros proyectos. Tenia veintiun años y estaba decidido á hacer carrera rápidamente,—no dudaba del éxito.

      —¿Contaríais sin duda con protectores poderosos? ¿con la promesa de un buen puesto en el gobierno? ¿Vuestro padre quizá habia comprometido en vuestro favor al primo de la prima de algun Senador?

      —No; tenia mi cabeza y mis brazos, respondió, Alfredo y la divisa de todo Yankee verdadero: Go ahead! never mind; help yourself: Adelante! y sin cuidado; ayúdate á tí mismo: esto vale mas que un apoyo estraño. En un país que se engrandece tan velozmente como el nuestro, todo hombre que no es un necio y que tiene voluntad, concluye por encontrar una buena veta. Empleado como químico en casa de un rico comerciante de índigo, oía á mi patron quejarse á menudo de que los buques espedidos á la India iban siempre á media carga. Encontrar un nuevo artículo de flete, era la idea fija de nuestros armadores. Descubrí uno, en el que nadie habia pensado y que tenia asegurado su despacho: era el hielo. Jamás se proveerá cantidad igual á la que puede consumir la India. La dificultad estaba en poder conservarlo durante el camino. Era un problema que debia resolverse. Gracias á mi padre he sido educado en un laboratorio; la física y la química han sido mis primeros entretenimientos. Para aislar mis témpanos de hielo, necesitaba un cuerpo mal conductor del calórico. Ensayé el serrin, que no tiene valor alguno entre nosotros. El descubrimiento estaba hecho: faltaban solo los capitales.

      Encontrar dinero para poner en ejecucion una buena idea es cosa fácil en América, pensé en M. Green, que hace grandes negocios en arroz, café, especias é índigos. Tuvo confianza en mí y arriesgó una espedicion. Partí para Calcuta con mi cargamento; no tuvimos merma en el camino, y vendí mi hielo de modo á ganar el flete de ida y vuelta; y he vuelto despues de haber establecido allí un mercado ventajoso para veinte años. A mi llegada tuve ocho mil dollars por mi parte, y vedme al frente de la casa Green, Rose y compañia. El éxito es


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