El Viaje a Nicaragua é Historia de mis libros. Rubén DaríoЧитать онлайн книгу.
»La travesía fué larga y penosa: escaseó el agua, y tripulantes y pasajeros fueron puestos a ración; pero como el arbusto no estaba comprendido en el reparto, habría perecido, si Déclieux, fiel a su promesa y pareciendo presentir el gran elemento de riqueza que traía consigo, no le sacrificara una parte de su escasa ración de agua. Aquel arbusto de la Martinica fué el padre común de los millones de arbustos que desde entonces han poblado las grandes plantaciones de América. De la Martinica pasó a las Antillas, y un siglo después a Costa Rica, de donde llegó a nosotros.» Tales son las palabras que sobre el café escribe en su Historia de Nicaragua D. José Dolores Gámez, cuyo padre, que tenía su mismo nombre, fué quien durante la administración Sandoval, por los años de 1845 a 46, cultivó la primera plantación en las sierras de Managua. Hoy es el café de Nicaragua de los más preciados en el mundo. No en vano el de Jinotega obtuvo en una de las grandes recientes exposiciones el mejor premio por su aroma y calidad.
... Es de un «pintoresco» que deleitaría a Francis Jammes el espectáculo de las labores en las sierras, en el tiempo del corte. Hacen este trabajo por lo general mujeres, y en los pequeños campamentos que se forman bajo los árboles protectores del café, no es raro ver la parvada de hijos que afirma la fecundidad de la raza. Hay hamacas tendidas bajo los frutos rojos, y los cantos del pueblo suelen acompañar el trabajo. ¡Y qué gloria de vegetación, qué triunfo de vida en todo lo que la mirada abarca después de ascender a la región en donde el clima cambia y el aire es fresco, y los valles se extienden como en visiones de edén, y hay toda la gama del verde, y un vasto rumor se esparce de los sonoros bananeros o platanares, de los árboles enormes y caprichosos sobre los que saltan las ardillas grises y vuelan las palomas arrulladoras, y los carpinteros y los pitorreales, y toda la fauna alada que haría las delicias de Ovidio!
... Desde la cumbre de las sierras pobladas de fincas divísanse el lago de Managua, al fondo, y más cerca la laguna de Nejapa. Los colosales volcanes semejan, en la diafanidad de los crepúsculos, calcados en los cielos puros, extraordinarios fujiyamas, y la luz da la ilusión, siendo de una transparencia de acuarela. Excursiones a caballo, paseos a pie, salidas cinegéticas, distraen y alegran las horas. Suele haber reuniones e improvisados bailes entre los vecinos de las propiedades; y esas voluptuosas y como lánguidas damas que van a pasar días de campo a las «haciendas», diríase que son las hadas de los parajes, las divinidades vivas y carnales.
... Más de una vez pensé en que la felicidad bien pudiera habitar en uno de esos deliciosos paraísos, y que bien hubiera podido tal cual inquieto peregrino apasionado refugiarse en aquellos pequeños reinos incógnitos, en vez de recorrer la vasta tierra en busca del ideal inencontrable y de la paz que no existe. Pocas horas de mi existencia habré pasado tan gratas y vividas como aquellas en que, al estallar las mañanas en una cristalería de pájaros locos de vivir, salía yo con mi escopeta, en compañía de un joven amigo, a recorrer los caminos, a bajar por los barrancos, a buscar entre los ramajes la deseada caza. Y al retorno, ningún plato de Champeaux o de la Tour d'Argent fuera comparable con los que, perfumados de las hierbas y especias de la tierra, regocijaban nuestro paladar y nos ponían, con el gusto de los condimentos y la satisfacción de la gula, un humor semejante al de ese modesto, pero excelente y bienhechor poeta que se llamó Baltasar de Alcázar.
Entre todas las plantas que atraen las miradas, llévanse la victoria palmeras y cocoteros, que en el europeo despiertan ideas coloniales, los viajes de los antiguos bergantines y las inocencias de Pablo y Virginia, de cuyo casto absurdo convencen los relentes de las selvas y las continuas insinuaciones de la tierra. El Trópico transpira savias amorosas; y allí Cloe daría a Dafnis las dulces lecciones de manera que dejaría suspensa por el asombro encantado la pastoril flauta de Longo. El bananero erige su ramillete de estandartes, de tafetanes verdes, sobre los cuales, cuando llueve, vibra el agua redobles sonoros; y las palmeras varias despliegan, unas, bajas, como pavos reales, anchos esmeraldinos abanicos, otras, más altas, airosos flabeles; las otras son como altísimos plumeros, orgullosas bajo el penacho, ya entreabierta la colosal y oleosa y dorada flor del «coroso», ya colgante la copiosa carga de cocos, cuya agua fresca y sabrosa es la delicia de las canículas.
... En anchos y lisos secaderos pónese el café al sol, una vez cortado y recogido. Luego pasará a las máquinas descascaradoras, que lo dejarán limpio y listo para ser puesto en los sacos de bramante que han de ir a los mercados yanquis, a los puertos del Havre o de Hamburgo. No es la cosecha nicaragüense tan crecida como la de otros países vecinos; pero en Nicaragua se produce ese grano fino que supera al mismo moka por su sabor y perfume, y que se conoce con el nombre de caracolillo. Una buena taza de su negro licor, bien preparado, contiene tantos problemas y tantos poemas como una botella de tinta.
III
Cuéntase que el Mikado, al ver en un álbum, regalo del presidente Porfirio Díaz, fotografías de soldados del Ejército mejicano, hizo notar al ministro de Méjico el parecido de ellos con sus soldados nipones. Tal recuerdo me vino al ver evolucionar a los soldados nicaragüenses, que, por otra parte, han demostrado poseer, a más del físico, otras cualidades japonesas. El tipo indígena puro o el mestizo tiene mucho de azteca. «Los primeros habitantes (nicaragüenses)—dice Gámez—, de origen mongólico, como los demás del continente americano, hicieron en sus primitivos tiempos la vida nómada de los pueblos salvajes; pero parece ser muy cierto que inmigrantes de Méjico y de las naciones vecinas, que llegaban organizados en tribus, fueron sucesivamente ocupando el territorio y formando de una manera paulatina la sociedad aborigen de estos pueblos.» Entre los nacionales se encuentra una interesante variedad etnográfica. Existen los tipos completamente europeos, descendientes directos de españoles o de inmigrantes europeos, sin mezcla alguna; los que tienen algo de mezcla india, o ladinos; los que tienen algo de sangre negra, los que tienen de indio y de negro, los indios puros y los negros. De éstos hay muy pocos[1]. En el carácter han dejado su influjo los hábitos coloniales y la agilidad mental primitiva. «Y nunca indio, a lo que alcanzo, habló como él a nuestros españoles.» Tal dice Francisco López de Gómara, refiriéndose al cacique Nicaragua o Nicarao, que dió nombre a aquellas tierras americanas. El conquistador Gil González de Ávila, después que hubo tomado posesión de aquellas regiones y hubo bautizado la bahía de Fonseca, en recuerdo del obispo de Burgos, y gratificado a una isla con el nombre de su sobrina Petronila, se había encontrado con el cacique Nicoián, al cual y a toda su gente logró convertir. «Informóse—dice Gómara—de la tierra y de un gran rey llamado Nicaragua, que a cincuenta leguas estaba, y caminó allá. Envióle una embajada, que sumariamente contenía fuese su amigo, pues no iba por le hacer mal; servidor del emperador que monarca del mundo era, y cristiano, que mucho le cumplía, e si no que le haría guerra».
»Nicaragua, entendiendo la manera de aquellos nuevos hombres, su resoluta demanda, la fuerza de las espadas y braveza de los caballos, respondió por cuatro caballeros de su corte «que aceptaba la amistad por el bien de la paz, y aceptaría la fe si tan buena le parecía como se la loaban.»
Los españoles fueron bien recibidos por el jefe indio y se trocaron dádivas. Un fraile iba allí, mercedario, que predicó el cristianismo y anatematizó las antiguas costumbres. Nicaragua y sus gentes aceptaron pasablemente todo, menos dos cosas: que se les prohibiese la guerra y la alegría, «ca mucho sentían dejar las armas y el placer». Dijeron que «no perjudicaban a nadie en bailar y tomar placer, y que no querían poner al rincón sus banderas, sus arcos, sus cascos y penachos, ni dejar tratar la guerra y armas a sus mujeres, para hilar ellos, tejer y cavar como mujeres y esclavos». Como el peruano Atabaliba con el P. Valverde, Nicaragua arguyó varios puntos de religión, «que agudo era, y sabio en sus ritos y antigüedades. Preguntó si tenían noticia los cristianos del gran diluvio que anegó la tierra, hombres y animales, e si había de haber otro; si la tierra se había de trastornar o caer el cielo; cuándo y cómo perdería su claridad y curso el sol, la luna y las estrellas, que tan grandes eran; quién las movía y tenía. Preguntó la causa