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Las once mil vergas. Guillaume ApollinaireЧитать онлайн книгу.

Las once mil vergas -  Guillaume Apollinaire


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y haciendo pasar su bello pijo entre las gordas nalgas de Mira, lo introdujo con habilidad en el coño entreabierto y húmedo de la bonita muchacha que, en cuanto sintió la cabeza del nabo que la penetraba, dio una culada que hizo penetrar completamente el artefacto. Luego prosiguió sus movimientos desordenados, mientras que con una mano el príncipe le meneaba el clítoris y con la otra le hacía cosquillas por la pechera.

      Su movimiento de vaivén en el bien apretado coño parecía causar un vivo placer a Mira que lo demostraba con gritos de voluptuosidad. El vientre de Vibescu iba a chocar contra el culo de Mira y el frescor del culo de Mira causaba al príncipe una sensación tan agradable como la causada a la muchacha por el calor de su vientre. Pronto los movimientos se hicieron más vivos, más bruscos, el príncipe se pegaba contra Mira que jadeaba apretando las nalgas. El príncipe la mordió en el hombro y la retuvo así. Ella gritaba:

      —¡Ah! Es bueno... aguanta... más fuerte... más fuerte... ten, ten, toma todo. Dámela, tu leche... Dame todo... Ten... ¡Ten!... ¡Ten!...

      Y en una corrida común se desplomaron y quedaron un momento anonadados. Toné y Zulmé abrazadas en la tumbona los contemplaban riendo. El vicecónsul de Serbia había encendido un fino cigarrillo de tabaco de Oriente. Cuando Mony se hubo levantado, le dijo:

      —Ahora, querido príncipe, me toca a mí; esperaba tu llegada y solo me he hecho toquetear el pijo por Mira en consecuencia, pero te he reservado el goce. Ven, mi bello corazón, mi enculado querido, ¡ven! que te lo meta.

      Vibescu le miró un momento, luego, escupiendo sobre el pijo que le presentaba el vicecónsul profirió estas palabras:

      —Ya estoy harto de que me des por el culo, toda la ciudad habla de ello.

      Pero el vicecónsul se había levantado, trempando, y había cogido un revólver.

      Dirigió el cañón hacia Mony que, temblando, le tendió el trasero balbuceando:

      —Bandi, mi querido Bandi, sabes que te quiero, encúlame.

      Bandi sonriendo hizo penetrar su polla en el elástico agujero que se encontraba entre las dos nalgas del príncipe. Metido allí, y mientras las tres mujeres lo contemplaban, se agitó como un poseso renegando:

      —¡M. c... e. D...! Qué gusto, aprieta el culo, mi lindo pituso, aprieta, qué gusto. Aprieta tus bonitas nalgas.

      Y extraviados los ojos, crispadas las manos sobre los hombros delicados, se corrió. A continuación Mony se lavó, se volvió a vestir y se marchó diciendo que regresaría después de cenar. Pero al llegar a su casa, escribió esta carta:

      «Querido Bandi:

      Estoy harto de que me des por el culo, estoy harto de las mujeres de Bucarest, estoy harto de gastar aquí mi fortuna con la que tan dichoso sería en París. Antes de un par de horas me habré marchado. Espero divertirme enormemente allí y te digo adiós.

      Mony, Príncipe Vibescu,

       Hospodar hereditario.»

      El príncipe selló la carta, escribió otra a su notario en la que le rogaba liquidar sus bienes y enviarle el total a París en cuanto supiera su dirección.

      Mony tomó todo el dinero líquido que poseía, o sea unos 50.000 francos, y se dirigió a la estación. Echó sus dos cartas al correo y tomó el Orient-Express hacia París.

      Capítulo segundo

      Señorita, no bien os he apercibido que, loco de amor, he sentido mis órganos genitales tenderse hacia vuestra belleza soberana y me he puesto más acalorado que si hubiera bebido un vaso de raki en...

      —¿Con quién? ¿con quién?

      —Pongo mi fortuna y mi amor a vuestros pies. Si os tuviera en una cama, veinte veces seguidas os probaría mi pasión. ¡Que las once mil vírgenes o aún once mil vergas me castiguen de engañaros!

      —¡Prepararos!

      —Mis sentimientos no son falaces. No hablo así a todas las mujeres. Yo no soy un tarambana.

      —¡Tu hermana!

      Esta conversación se intercambiaba en el bulevar Malesherbes, una soleada mañana. El mes de mayo hacía renacer la naturaleza y los gorriones parisinos piaban el amor en los árboles reverdecidos. Galantemente, el príncipe Mony Vibescu decía estas palabras a una bonita y esbelta muchacha que, vestida con elegancia, bajaba hacia la Madeleine. Caminaba tan deprisa que resultaba difícil de seguir. De pronto, se giró bruscamente y prorrumpió en risas:

      —Acabaréis de una vez; no tengo tiempo ahora. Voy a ver a una amiga en la calle Duphot, pero si estáis dispuesto a relacionaros con dos mujeres locas de lujo y amor, si sois en suma un hombre, por la fortuna y la potencia copulativa, venid conmigo.

      El irguió su gracioso talle exclamando:

      —Soy un príncipe rumano, hospodar hereditario.

      —Y yo —dijo ella— soy Culculine d’Ancône, tengo diecinueve años, he vaciado ya los cojones de diez hombres excepcionales bajo la relación amorosa, y la bolsa de quince millonarios.

      Y charlando gratamente de diversos asuntos fútiles o turbadores el príncipe y Culculine llegaron a la calle Duphot. Subieron en un ascensor hasta el primer piso.

      —El príncipe Mony Vibescu... mi amiga Alexine Mangetout.

      Culculine hizo muy gravemente la presentación en un saloncito lujoso decorado con estampas japonesas obscenas.

      Las dos amigas se besaron prescindiendo de las lenguas. Ambas eran altas pero sin exceso.

      Culculine era morena, ojos grises chispeantes de malicia, y un lunar peludo adornando la parte inferior de su mejilla izquierda. Su tez era mate, su sangre fluía bajo la piel, sus mejillas y su frente se arrugaban fácilmente testimoniando sus preocupaciones de dinero y de amor.

      Alexine era rubia, de ese color tirando a ceniza que no se ve más que en París. Su carne clara parecía transparente. Aquella bonita muchacha, resultaba, con su encantador déshabillé rosa, tan delicada y tan alocada como una pícara marquesa de dos siglos atrás.

      Pronto trabaron amistad y Alexine que había tenido un amante rumano fue a buscar su fotografía en su dormitorio. El príncipe y Culculine la siguieron. Ambos se precipitaron sobre ella y la desvistieron riendo. Su bata cayó, dejándola con una camisa de batista que dejaba ver su cuerpo encantador, regordete, horadado de hoyuelos en los buenos lugares.

      Mony y Culculine la echaron sobre la cama y sacaron a la luz sus bellas tetas rosadas, gordas y duras, a las que Mony chupó las puntas. Culculine se agachó y, levantando la camisa, descubrió unos muslos redondos y gordos que se reunían bajo el conejo rubio ceniciento como el cabello. Alexine, lanzando pequeños gritos de voluptuosidad, llevó sobre la cama sus piececitos que dejaron escapar unas chinelas cuyo ruido fue seco al caer. Las piernas muy separadas, levantaba el culo bajo el lameteo de su amiga crispando sus manos en torno al cuello de Mony.

      El resultado no tardó demasiado en producirse, sus nalgas se pegaron, sus embates se hicieron más vivos, se corrió diciendo:

      —Puercos, me excitáis, hay que satisfacerme.

      —¡Ha prometido hacerlo veinte veces! —dijo Culculine, y se desvistió.

      El príncipe hizo otro tanto. Quedaron desnudos al mismo tiempo, y mientras Alexine yacía desfallecida sobre la cama, pudieron admirar sus cuerpos recíprocamente. El gordo culo de Culculine se balanceaba deliciosamente bajo un talle muy fino y los gordos cojones de Mony se hinchaban bajo un enorme pijo del que Culculine se adueñó.

      —Méteselo —dijo—, a mí me lo harás después.

      El príncipe aproximó su miembro al coño entreabierto de Alexine que se estremeció ante esta aproximación:

      —¡Me matas! —gritó.

      Pero el pijo penetró hasta los cojones y salió para


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