Revolución y guerra. Tulio Halperin DonghiЧитать онлайн книгу.
podría hacer suponer, y de los altos lucros que esa libertad implica. Pero tanta prosperidad no va acompañada por el cumplimiento de una función dinámica en la economía local; sin duda los comerciantes establecidos en Buenos Aires no desdeñan la exportación de cueros, a través de la cual canalizan hacia sí una parte de las ganancias del sector más dinámico de la economía virreinal. Pero la mayor parte de su giro consiste en la distribución de importaciones europeas cuyos retornos se hacen en metálico; en uno y otro campo los mercaderes porteños no parecen haber descubierto las ventajas de una ampliación progresiva del volumen comerciado a costa de una disminución menos importante de los márgenes de ganancia. Por el contrario, su arte de comerciar, no injustamente acusado de rutinario, mantiene el giro comercial en niveles modestos y asegura ganancias muy altas.
Esto ha sido reprochado una y otra vez a hombres a los que se ve enriquecerse utilizando algo mecánicamente su ubicación privilegiada en los circuitos comerciales. El reproche es acaso un poco injusto: en 1825, en el Congreso Constituyente, el diputado salteño Gorriti refutará agudamente[30] (para el caso especial del comercio de mulas, pero con argumentos que podrían generalizarse) la nueva fe en que el abaratamiento por renuncia a altas tasas de ganancia o a elevados impuestos provocaría una ampliación de la demanda que concluiría por compensar las pérdidas de los comerciantes o del fisco. Pero –observa Gorriti– en el presente compran mulas quienes no pueden pasarse sin ellas y pueden por otra parte pagar altos precios; para que al lado de esos acaudalados compradores surgiera un nuevo mercado de indios pobres del Alto Perú, sería preciso un abaratamiento tan marcado que no sólo obligaría a sacrificar ganancias y participación del fisco, sino aun a vender con pérdida. Para esos indios las mulas a quince pesos serían tan inaccesibles como las mulas a veinte. He aquí una de las causas de la poca elasticidad del consumo colonial.
Del mismo modo que para las mulas, para los productos de ultramar la mayor parte del hinterland porteño (ese interior, ese Alto Perú del que es preciso sacar la mayor parte de los retornos metálicos) está rígidamente dividido entre la muy poco numerosa gente decente consumidora y una plebe a la que no bastaría con ofrecer productos no encarecidos por la alta ganancia del importador para incorporar al mercado. Es entonces probable que, al insistir en las altas ganancias y renunciar a ampliaciones del mercado, los comerciantes de Buenos Aires entendiesen mejor su negocio que sus críticos póstumos. Pero, sea o no suya la culpa, el hecho es que este sector comercial, cuya hegemonía se afirma cada vez más sólidamente sobre la economía virreinal, no cumple en ella un papel dinámico; su éxito se debe a que satisface con sabia parsimonia una demanda que considera irremediablemente estática. Este carácter poco dinámico de la economía virreinal en su conjunto se refleja en otro hecho significativo: la relativamente baja tasa de interés vigente en tiempos virreinales y aún durante la primera década revolucionaria. Durante toda esta etapa el interés corriente en operaciones comerciales es del 6% anual, comparable entonces a los niveles metropolitanos y muy inferior a los que se conocerán a partir de 1820, que aun en los momentos de baja demanda estarán por encima del doble del vigente hasta esa fecha.
Pero no sólo el comercio con el Interior y el Alto Perú (consistente en la introducción de telas finas y medianas y alguna ferretería, con retornos en metálico) se da en condiciones que le restan posibilidad de expansión dinámica. También en la relación entre Buenos Aires y su inmediata zona de influencia del Litoral, aparecen tendencias que gravitan en el mismo sentido. Sin duda la exportación de cueros (que será por tres cuartos de siglo el principal rubro que representará al Río de la Plata en el mercado mundial) no encuentra en las limitaciones del consumo mundial un freno a su expansión. Pero la producción de cueros no es la única actividad rural del Litoral; en Santa Fe, el oeste de Entre Ríos y Buenos Aires la producción del mular reconoce un nuevo impulso; en Buenos Aires, con la presencia de un centro urbano fuertemente consumidor, la carne para abasto juega un papel importante en la ganadería vacuna, que por otra parte observa un desarrollo comparativamente lento en esta banda rioplatense. Una y otra producción ganadera se orientan hacia mercados igualmente poco elásticos; hemos visto ya cómo una de las causas de la prosperidad del mular estriba en la limitación de los envíos hacia el norte, que mantenía altos los precios; en cuanto al abasto, es bien sabido que quienes lo dominaban temían más la abundancia que la escasez.
Pero aun la producción de cueros cumple mal su papel dinamizador. Sin duda las exportaciones suben, y muy rápidamente. Pero ese ascenso no es regular; durante un período demasiado largo las exportaciones a ultramar viven las consecuencias de la coyuntura guerrera mundial y las alternativas de años de estagnación y breves etapas de exportación frenética se reiteran; también en cuanto a los cueros, interesa más a los comerciantes la búsqueda inmediata de altas ganancias aseguradas mediante la compra a precios bajos y el almacenamiento a la espera de tiempos más favorables, que el fomento de una producción en ascenso regular mediante un aumento de las ganancias de los hacendados.
Aún menos favorable a una expansión sostenida era el estilo comercial vigente para los productos de la agricultura litoral; su comercialización escapa casi por entero, en tiempos normales, a los grandes mercaderes de Buenos Aires; un circuito comercial más reducido, en el que los comerciantes de las zonas rurales se continúan con sectores urbanos de nivel más modesto (acopiadores de granos, tahoneros, panaderos) está dominado por un arte mercantil aún más apegado a la preferencia por la escasez y la carestía. Esto es particularmente fundado en dicho caso: ante un mercado de capacidad de consumo especialmente rígida, cualquier sobreproducción, por modesta que sea, arriesga producir derrumbes catastróficos de precios; cualquier escasez, aun no demasiado pronunciada, repercute en violentos aumentos.
Los principios de ese arte de comerciar que se ha resignado de antemano a la existencia de una situación sustancialmente estática y ha aprendido a sacar partido de ella no son afectados por esa expansión ganadera orientada a la exportación de cueros, que aparece retrospectivamente como la novedad más rica en el futuro de la etapa virreinal. Más inmediatamente afectados resultan a causa de la guerra y el desorden que esta introduce en los circuitos comerciales: la existencia de circunstancias continuamente cambiantes favorece a los que están dispuestos a abandonar el estilo rutinario a que debe su primera etapa de prosperidad el comercio porteño y muestran por el contrario audacia y versatilidad. Al lado de los comerciantes de la ruta gaditana, la guerra eleva a la prosperidad a otros dispuestos a utilizar rutas más variadas: la de Cuba, el Brasil y los Estados Unidos; la del norte de Europa neutral, antesala a la vez de la aliada pero semiaislada Francia y de la enemiga Inglaterra (son los años del auge de Hamburgo); la del Índico, con su reservorio de esclavos de Mozambique y sus islas del azúcar, tan ávidas de trigo que están dispuestas a comprar el rioplatense a los altos precios que impone el elevado costo de producción y de transporte.
Este último grupo comercial, vertiginosamente surgido a primer plano, muestra sin duda una impaciencia creciente frente a las limitaciones legales que su estilo mercantil encuentra; durante los años finales del dominio español favorece, junto con los hacendados, la liberalización comercial emprendida por la corona. Todo esto no basta para atribuirle un papel renovador en el plano estrictamente económico; o –más exactamente– no basta para reconocer en su actitud el estilo de renovación que la nueva teoría económica propugna (ya que en rigor se insinúan en este grupo innovaciones que la Argentina independiente va a conocer demasiado bien).
En efecto, lo que en este grupo sustituye a la rutinaria explotación de una ubicación privilegiada en el circuito comercial es la tendencia a la especulación; sin duda esta tendencia es presentada, y no sin orgullo, como un progreso respecto de la antes dominante: Tomás Antonio Romero, el más poderoso de esos comerciantes de nuevo estilo, iba a contraponer al comercio “sedentario y pasivo” antes dominante el “descubridor de provincias, colonias y reinos totalmente desconocidos”[31] que él practicaba. Pero esta nueva audacia no es premiada –no podría serlo en los tiempos revueltos que para el comercio mundial inauguran las guerras revolucionarias y napoleónicas– con la conquista estable de nuevas rutas y nuevos mercados; la nueva vía de acceso a la prosperidad consiste en acumular golpes afortunados utilizando, con la necesaria versatilidad, una coyuntura esencialmente variable.