Hamlet. William ShakespeareЧитать онлайн книгу.
PRÓLOGO
Uno de los rasgos más sorprendentes de las obras maestras es su poder de burlarse, inmarchitas, de todos los olvidos, y su pareja capacidad suscitadora. Espíritus de singular penetración —Goethe, Hugo, Schlegel, Croce— han sentido latir en los dramas de Shakespeare los problemas del arte y de la creación verbal. Ni siquiera es incongruente la actitud polémica de Tolstói, quien, con el fin de refutar el mérito de Shakespeare, erigió un curioso y obstinado sistema de negaciones que ante el lector sagaz sólo sirve como reactivo para iluminar sus fértiles valores.
Nadie ha sondeado tan intrépidamente en zonas diversas y complejas del carácter. Podrá haber autores de genialidad más fecunda —Lope de Vega—, de arquitectura más elaborada —Racine—, de más recóndita sugestión metafísica —Milton, Goethe—, pero ninguno ha sobrepujado a Shakespeare en la aptitud para ver la existencia y a los hombres en sus animados contrastes, en su fuerza y en su debilidad. No reduce su visión a un solo rumbo. El cortesano y el plebeyo, el rey y el esclavo, el guerrero y el artesano, todos los quehaceres se igualan ante su mirada como manifestaciones de la excelsa y vibrante condición de hombre. Contempla la vida tal cual es, aunque la depure por el solo hecho de estilizarla. Hay un cernido naturalismo avant-la-lèttre que le permite considerar el bien y el mal, lo noble y lo injusto, lo triste y lo jocundo, la pureza y la lujuria, los más dispares matices de la pasión y de la personalidad, como formas de un acontecer caprichoso, aunque regido por normas y principios cuyo alcance no podemos abarcar totalmente. Sus materiales son a la vez numerosos y variados. Del contorno estiliza los seres, los elementos naturales, lo sensible y lo insensible, lo que se ve y lo que se sueña, pero sabe también escrutar lo no terrestre, el cielo y el infierno, lo sobrenatural y lo imaginado, como si el mundo de las formas invisibles no le guardase secretos.
Un lector que se acerque a Shakespeare sin la información minuciosa que la crítica ha ido elaborando perseverantemente podrá tal vez perder no escasos detalles reveladores o desvirtuar el sentido de ciertos pasajes, pero el saldo será inmenso, pues Shakespeare, a pesar de ser un hombre de su época y de su raza, superó toda limitación de lo local y de lo personal. De ahí que Taine, a quien le había resultado tan fácil amoldar a otros escritores en sus rígidos esquemas deterministas, debió forzar hasta extremos pintorescos la personalidad del dramaturgo inglés. Shakespeare desborda el marco estricto al cual afanosamente quiso circunscribirlo. Todo lo que es adherencia o sugestión primaria se esfuma en poder de Shakespeare y cobra en cambio categoría lo que es esencia de la criatura humana. Nadie menos que él puede ser visto como un “producto”, según querían los críticos de la escuela de Taine.
Shakespeare contrajo deudas con sus antecesores, utilizó materiales ya tratados en el relato o escénicamente, repitió asuntos, pero a todo le imprimió su estilo y le infundió una vibración intransferible. Los temas de casi todas sus comedias y tragedias eran ya conocidos y tenían a veces una larga trayectoria literaria, pero después que él los afrontó, nadie pudo tratarlos nuevamente sin empequeñecerlos. En aquella época no se era tan exigente como en nuestros días en materia de novedad en los argumentos, pero a pesar de su deuda a libros, tradiciones y fábulas, Shakespeare no alcanzó menos originalidad. Alteró, remodeló, y en sus manos, simples anécdotas amenas se convirtieron en creaciones de complejo significado; tradiciones desvaídas, en conflictos de almas. Shakespeare recogió el clima, la circunstancia histórica, el motivo desencadenante, y lo ensanchó, le comunicó lirismo, imaginación. Como soplo divino sobre el barro, hizo de nombres y de esquemas, seres que, paradójicamente, han alcanzado una vitalidad mucho más prolongada que los de carne y hueso.
Pocos autores dramáticos han logrado esa conexión íntima —que desde Charles Lamb en adelante han señalado todos los críticos— entre la atmósfera y la forma de cada pieza. Hay creadores receptivos, que sinfonizan e infunden armonía y coherencia a lo que el tiempo u otros espíritus les proporcionan inmodelado. Pero Shakespeare tuvo una virtud distinta: su genio consistió en dar nuevo sello, henchir de inéditas tonalidades los esquemas precedentes. Sus obras poseen tal excelencia que los temas han quedado en ellas fijados con una impronta de perfección ya insuperable.
Hacían falta estas aclaraciones para explicar en qué sentido es Shakespeare un clásico. A nadie que lo haya leído se le podrá ocultar que faltan en su obra, precisamente, los elementos que constituyen el arte tradicionalmente considerado clásico. No se conforma a ninguno de los preceptos o principios estéticos del clasicismo: simplicidad, simetría, armónico equilibrio de las partes, predominio de la razón y de la lucidez analítica. Los únicos límites de Shakespeare parecen ser los de la imposición física del teatro, y aun ésos le resultan incómodos y quiere superarlos. El mundo de ultratumba, el fragor de las batallas, todo lo que puede acontecer es trasladado a la escena en sus obras. Hay una multitud imponente de personajes, pero conserva cada uno su rasgo, su perfil individual. Nada lo subordina en su espontaneidad borboteante, en su fantasía pletórica, y por eso a Victor Hugo y a los escritores románticos se les presentó como el arquetipo del escritor anticlásico.
La tragedia tradicional, con sus unidades, sus decorados, sus normas estrictas, carecía del movimiento, de la intensidad y de los contrastes que Shakespeare quiso imprimir a la suya. La variedad de su poder creador descubría a cada paso nuevas formas, recursos inéditos para canalizar su desbordante inventiva. A la elaboración mesurada, armoniosa, opuso las fuerzas espontáneas de la emoción y del mundo imaginativo; a los modelos, la superación de toda disciplina limitadora. Los críticos clásicos han padecido la alergia de Shakespeare. Chateaubriand censuraba el error de mirar a Shakespeare “con el anteojo clásico”, instrumento útil para juzgarlo según las reglas del buen gusto y del equilibrio, pero insuficiente para abarcar su vasto panorama. Y Voltaire —precursor en ciertos aspectos de la estimación moderna de Shakespeare—, en su carta a Lord Bolingbroke (1730), llamaba a sus tragedias “sainetes monstruosos”. Quien ama la arquitectura intelectual, la limpidez en el desarrollo, la lógica decantada, se siente incómodo ante un autor intrépido. Se le llamó bárbaro, extremado, impetuoso, salvaje, deslumbrante, sobrehumano, siempre en procura de una medida para su espíritu extraordinario. Nada más revelador que la confesión de Taine, a quien Shakespeare le resultaba de “una complexión extraña” para los “hábitos franceses de análisis y de lógica”.
La emoción, en efecto, no surge en el teatro de Shakespeare como fruto de una empeñosa voluntad intelectual en la etapa elaborativa. Hay en él, empero, un orden profundo que no se ajusta a teorías preconcebidas, pero que sacude con audacia innovadora, con fuego creador. Insumiso a restricciones de forma o de escuela, no depura, no tamiza emociones y sentimientos; tampoco los intelectualiza, sino que los refleja con todos sus ímpetus. A la llama que ardía en su corazón no ha procurado contenerla ni le ha echado cenizas retóricas.
El observador sagaz ve casi siempre que tras el aparente desorden hay una armonía encauzadora, una solidez que surge del conjunto. El ardor que crepita es también energía transformada, los abismos de la vida sensual o emotiva que explora no son trasplantes, sino que brotan de una profundización incesante en la sensibilidad, el instinto y toda la vida interior del hombre.
Tienen por otra parte sus obras dos virtudes que son inherentes a la escuela clásica: la impersonalidad y la universalidad. En vano algunos críticos —Frank Harris, Georg Brandes, por ejemplo— se han empeñado en buscar equiparaciones biográficas entre Shakespeare y las criaturas por él inventadas. Ninguna particularidad de sus personajes puede autorizadamente ser transferida a su propio carácter. Por lo demás, aunque a veces no ha descuidado los rasgos locales, sus piezas tienen una resonancia sin fronteras. Los estados de la emoción y los rincones más secretos del ser por él analizados pertenecen a todos los hombres. Aun en los dramas de la historia inglesa, las aventuras que viven sus personajes desbordan de un limitado marco geográfico. Pero sobre todo en las tragedias, éstos tienden a lo general, a lo eterno, y despliegan una majestad y una grandeza que se sale de su época para resistir al tiempo. Nada más exacto por eso que la afirmación de Ben Jonson, al decir que Shakespeare “no era de una edad sino de los tiempos todos” —It was not of an age, but for all time. Lo cual, entre otros, fue corroborado por Emerson, quien, a fines del siglo XIX vio a Shakespeare como