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Hamlet - William Shakespeare


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(siglo II d. C.) llama clásico —classicus auctor— al escritor de primer orden, último valor de esta expresión que, referida a libros y creaciones artísticas, permanecerá ligado al concepto de obra escogida, excelente, casi próxima a lo perfecto. Aplicóse también la palabra clásico para calificar a los autores de primer rango convertidos en modelos para la clase. Y como estos modelos eran inevitablemente grecorromanos, durante mucho tiempo pareció heterodoxia el que otras formas poéticas, concebidas fuera de los ideales de la antigüedad grecolatina, recibiesen esa calificación. Un concepto más comprensivo y más amplio de la palabra, asociado al primigenio significado etimológico de la misma, permite calificar de clásicas a obras surgidas en conflicto contra el clasicismo tradicional.

      Por su originalísima e incontestable calidad y no por su ajuste a las reglas de un arte excesivamente pulido y castigado, puede afirmarse que Shakespeare es un autor que guarda cierta relación con la idea tradicional del clasicismo como escuela. Shakespeare es clásico, pues, debido a la compleja circunstancia de ser un autor de esencias universales, de singular excelencia artística, que ha servido tradicionalmente como modelo de creación dramática. No lo es, si se reduce el alcance de esta palabra a límites menos comprensivos. Pero aun así, su obra, que precisamente por estar en conflicto con aquellos ideales acentúa su modernidad, aunque marche por sendas distintas no desarmoniza con el legado de los grandes creadores teatrales del mundo antiguo, con quienes es posible sorprender sugestivas concomitancias. Milton, que no escribió nunca por capricho, vio bien lo que Shakespeare dejaba como herencia a la humanidad, y no en vano lo llamó “hijo predilecto del recuerdo, gran heredero de la gloria” —Dear son of memory, great heir of fame.

      El genio de Shakespeare es demasiado rico y potente para limitarse. Cualquier exigencia, salvo las que surgieran de su ideal de belleza, le hubiera resultado molesta para su trabajo. En sus conversaciones con Eckermann, Goethe, a quien Sainte-Beuve llamó “rey de la crítica”, subrayaba lo asombroso de que las obras de Shakespeare no fuesen propiamente piezas escénicas no obstante haber sido escritas para el teatro. “Shakespeare —decíale Goethe a su amigo— dejaba que su naturaleza se manifestase libremente en sus obras; además, ni su época ni la disposición del teatro de entonces le ponían trabas; las gentes dejaban a Shakespeare que hiciera lo que tuviese a bien. Pero si Shakespeare hubiese tenido que escribir para la corte de Madrid o para el teatro de Luis XIV, probablemente se hubiese acomodado a una forma teatral más severa. Mas esto no es de lamentar, pues lo que Shakespeare ha podido perder como autor de teatro, lo ha ganado como poeta. Shakespeare es un gran psicólogo, y en sus obras se aprende a conocer el corazón humano.” Precisamente esa igualdad a la vida y esa descarnada expresión de los sentimientos, es lo que, a la vez que maravillaba a los románticos, exacerbaba a los clasicistas. Un autor estaba para ellos más o menos distante de la perfección según fuese capaz de someterse a ciertas reglas. La magnificencia de Shakespeare, su originalidad crepitante, no podían sino parecerles bárbaras y antiartísticas.

      Shakespeare cultivó la comedia, el drama histórico o de crónica y la tragedia. Será imposible conocerlo a fondo si se le lee fragmentariamente, pues su obra tiene una unidad orgánica que surge del conjunto. Shakespeare vio la vida como un todo, y su poder creador, de igual pujanza en la comedia y la tragedia, volcó en ambos moldes imágenes humanas que se integran recíprocamente. Ningún autor hasta él había logrado descollar parejamente en ambos géneros, que, al parecer, exigen disposiciones muy distintas.

      Aunque creaciones con la gracia poética de El sueño de una noche de verano o la ingeniosa vivacidad de El mercader de Venecia le hubiesen bastado para su gloria, el arte de Shakespeare fue granando armónicamente hasta alcanzar en las tragedias su nota más grávida. El consenso común ha puesto las tragedias en un plano de privilegio, quizá porque éstas, como las piezas de inspiración histórica, tienen un valor menos específico y local dentro de la vibrante humanidad del conjunto.

      Las tragedias pertenecen al periodo de madurez en la vida y el arte de Shakespeare. Antes de los treinta años sólo había escrito Romeo y Julieta, canto de amor juvenil que no pertenece estrictamente al género trágico; pero es entre los años 1602 y 1608 cuando produce ese grupo de tragedias considerado —como producto de un solo espíritu— inigualable en la dramática inglesa y en la literatura universal. Hamlet, Otelo, Macbeth y El rey Lear, o sea las que el gusto y la crítica han reconocido generalmente como de más valor, pertenecen a ese momento. Pero también en esa etapa produjo Troilo y Crésida, Timón de Atenas, Coriolano y Antonio y Cleopatra, sólo en el campo de la tragedia, ya que también escribió una comedia —Medida por medida— y editó sus Sonetos. Antes o después de ese periodo había forjado obras de ningún modo secundarias, pero es en el curso de tan fecundos años cuando compone las creaciones de más irrefutable genialidad.

      Su dominio de la escena y del estilo va integrándose armónicamente. Su prolongada tarea inicial como adaptador y revisor de obras ajenas despertó su instinto teatral, le enseñó la difícil economía del desarrollo, el uso oportuno de las sugestiones poéticas y los efectos del espectáculo sobre el público. Ya Romeo y Julieta, en su iniciación como autor, demuestra que había superado el periodo de los tanteos. Llegó a la tragedia a través de experimentos sucesivos en la comedia y en la historia dramática; cada nueva obra fue para él un ejercicio y una exploración. Si se le lee en orden cronológico es posible advertir una destreza siempre creciente y una variedad de temas en que las sugestiones son cada vez más profundas. Aunque, como hombre de teatro, antes que revelarse a sí mismo procuró abarcar poéticamente el cuadro múltiple de todo lo humano, sin duda alguna el cambio de géneros tiene una significación en la historia de su espíritu. Ese conjunto de tragedias de intensidad no igualada en ninguna literatura, corresponde a una etapa que se admite como muy dolorosa en su vida. No aludimos a causas biográficas concretas ni a transposiciones de lo personal a la ficción, sino a profundas experiencias sin las cuales éstas resultarían inexplicables. A la par que su oficio ha sazonado, Shakespeare ha crecido también en conocimiento del hombre y del mundo. Cuando escribe Hamlet tiene ya en sus manos las llaves del misterio.

      Toda su labor anterior parecería una gimnasia, una preparación para la madura realización de las tragedias. Después de sucesivos experimentos al cabo de los cuales la pericia técnica le permitía manejarse con soltura, se decidió a tratar más gravemente la vida. Una gracia alada e irónica, traviesa y sutil burbujea en sus comedias. Ahora va a trabajar con fuerzas gigantescas: pasiones, tiempo, crimen, eternidad... Más allá del bien y del mal, mira al mundo en su enigmática hondura, pero sin doctrinas, condenas, alegatos; con una inmensa piedad y una tierna benevolencia hacia todo lo que existe. “Himno de la vida” llama Edith Sitwell al conjunto de sus tragedias. Y en párrafo que ilumina poéticamente la naturaleza de su creación, apunta: “En estas obras gigantescas hay las diferencias en la naturaleza, en la materia, en la luz, en la oscuridad, en el movimiento, que encontramos en el universo”.

      En su esencia, sin embargo, la atmósfera de las tragedias es la misma de las comedias, conserva, en su gravedad, la magia inimitable de Shakespeare. Si antes se deleitaba en frágiles escorzos, ahora sondea, escruta las conciencias y a veces le sobra una palabra para revelar todo el misterio del alma de un personaje. No hay arcano ni pasión que no penetre, pero como si calculase que todo arte fenece con la revelación completa, goza al envolverlos en sombras y al dejar que sus criaturas regresen al misterio originario.

      Saca del tiempo al rebaño humano y le insufla vitalidad poética. Reyes y locos, asesinos y enamorados, pastores y verdugos, bandoleros y brujas, son los personajes de una misma e inmensa sucesión de escenas. Por eso los escritores románticos, al hablar de Shakespeare, henchían sus párrafos con palabras como historia, vida, naturaleza, hombre, y las escribían con decorativas mayúsculas, como para revestirlas de un sentido más solemne. Hoy, con más sencillez y sin discrepar en lo que aquéllos quisieron significar, podemos decir que lo que Shakespeare poseyó fue una sutil aptitud para conocer el corazón humano en su heroísmo y en su grandeza, en su pequeñez y en su infamia, en su triste y divina capacidad de dolor, y una aptitud mucho más infrecuente, puesto que sólo aparece alguna vez en el decurso de los siglos, para estilizar con belleza ese conocimiento.

      Todo hombre de mediana cultura, aun sin haber leído a Shakespeare,


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