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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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efecto, ¿dónde escaparía un Carbury de la contaminación de Londres, si no es aquí? Pero me temo que a Henrietta le parecerá aburrido.

      —No, no —dijo Hetta sonriendo—. Recuerda que nunca me aburro en el campo.

      —El obispo y la señora Yeld vendrán a cenar mañana, con los Hepworth.

      —Qué alegría ver al obispo de nuevo —dijo lady Carbury.

      —Todo el mundo debe estar contento de verlo, porque es un hombre entrañable y muy bueno. Su esposa es igual que él. Y también vendrá un caballero al que no conocéis.

      —¿Un vecino nuevo?

      —Sí, exactamente. El padre John Barham, que ha venido para ejercer de párroco en Beccles. Tiene una casita a una milla de aquí, en esta parroquia, y cubre tanto Beccles como Bungay. Hace tiempo conocí un poco a su familia.

      —¿Es un caballero, entonces?

      —Desde luego. Estudió en Oxford y luego se convirtió en lo que suelen llamar un joven perverso, y luego converso. No posee un chelín en este mundo, más allá de su estipendio religioso, que creo que es más o menos lo que cobra un campesino. El otro día me dijo que se ve obligado a comprar ropa de segunda mano para poder vestirse.

      —¡Qué escandaloso! —exclamó lady Carbury, llevándose las manos a las mejillas.

      —A él no le parecía ningún escándalo cuando me lo contaba. Nos hemos hecho bastante amigos.

      —¿Y crees que al obispo le gustará?

      —¿Por qué no? Ya le he hablado de él, y tiene especial interés en conocerlo. No creo que le caiga mal. Pero quizá a ti y a Hetta os aburra.

      —Estoy segura de que no será así —dijo Henrietta.

      —De hecho, hemos venido aquí para escapar de esas eternas veladas sociales de Londres —declaró lady Carbury.

      Sin embargo, a lady Carbury no le había gustado saber que vendrían más invitados a Carbury. Sir Felix había prometido llegar el sábado, con la intención de regresar el lunes, y lady Carbury esperaba que en el ínterin fuera posible organizar una visita a Caversham para que su hijo disfrutara de las oportunidades que la proximidad de Marie Melmotte le brindarían.

      —También he invitado a los Longestaffe para que vengan el lunes —dijo Roger.

      —¿Sabes si han llegado ya?

      —Creo que se disponían a salir ayer. Siempre hay una alteración en el ambiente y una perturbación en el condado cuando la familia Longestaffe viene y va, y me pareció percibir sus efectos alrededor de las cuatro de esta tarde. Aunque creo que no aceptarán mi invitación.

      —¿Por qué no?

      —Nunca lo hacen. Probablemente tienen la casa llena de invitados, y saben que la mía no es muy grande. Seguro que nos invitan a visitarlos el martes o el miércoles, y si quieres podemos ir.

      —Sí, ya sé que tienen invitados —dijo lady Carbury.

      —¿Qué invitados?

      —Los Melmotte —declaró lady Carbury, y al anunciarlo notó que le fallaban la voz y la templanza; no podía mencionar el hecho sin que se le notase lo mucho que le importaba.

      —¡Los Melmotte en Caversham! —dijo Roger, mirando a Henrietta, que se ruborizó al recordar que la habían traído a rastras a casa de su pretendiente solo para que su hermano tuviera la ocasión de cortejar a Marie Melmotte fuera de Londres.

      —Sí, la señora Melmotte me lo dijo. Supongo que las dos familias se tratan con frecuencia.

      —¡El señor Longestaffe ha invitado a los Melmotte a Caversham!

      —¿Por qué no?

      —Antes de que lo hicieran los Longestaffe, sería más probable que lo hubiera hecho yo. Y sabes lo lejos que estoy de hacer algo así.

      —Creo que el señor Longestaffe precisa de una pequeña ayuda monetaria.

      —¡Y así es como piensa obtenerla! Supongo que pronto no importará a quién conoce uno o a quién no. Las cosas ya no son como eran, por supuesto, ni volverán a serlo. Quizá el cambio sea para bien, no diré que no. Pero que un hombre como el señor Longestaffe acepte a alguien como Melmotte en los salones de su esposa… —Henrietta se ruborizó aún más. Hasta lady Carbury lo hizo, porque se acordó de que Roger Carbury sabía que había llevado a su hija al baile de la señora Melmotte. El propio Roger cayó en la cuenta en cuanto hubo hablado y trató de excusarse—: No es que en Londres no me parezcan mala gente, pero desde luego en el campo son mucho peores.

      Los preparativos para que las damas se instalaran interrumpieron la conversación. Los criados las acompañaron a sus habitaciones mientras Roger volvía a salir al jardín. Empezó a comprenderlo todo. ¡Lady Carbury había venido a su casa para estar cerca de los Melmotte! Algo que le costaba no encontrar reprochable. No habían venido porque quisieran verlo. Roger opinaba que Henrietta no debía estar en la casa, pero podría haber perdonado la situación fácilmente, porque la muchacha le encantaba. Podría haber perdonado la situación incluso aunque creyera que su madre la había traído para que la conquistara con más facilidad. Porque, de ser así, los objetivos de la madre coincidirían con los suyos, y por eso podría haber perdonado la maniobra, aunque no la aprobara. Hasta cierto punto, era un bálsamo para su amor propio herido. Ahora caía en la cuenta de que su casa y su persona eran meros instrumentos para que el vil proyecto de casar a dos personas viles llegara a buen puerto, y eso le indignaba.

      Mientras reflexionaba sobre este descubrimiento, lady Carbury salió a buscarlo al jardín. Se había cambiado de vestido y se había acicalado, como tan bien sabía hacerlo. Y ahora su rostro había mudado a la más dulce de las sonrisas. Su mente también estaba ocupada con los Melmotte, y deseaba explicarle a su ceñudo y terco primo todas las bondades que lloverían sobre ella y los suyos si lograban la alianza con la heredera.

      —Roger, entiendo que no te guste esa gente —empezó mientras lo cogía del brazo.

      —¿Qué gente?

      —Los Melmotte.

      —No me desagradan. ¿Cómo van a desagradarme, si ni siquiera los he visto? Simplemente me disgusta la gente que quiere codearse con ellos porque se rumorea que son ricos.

      —Es decir, te refieres a mí.

      —No, prima. No me refiero a ti. Tú no me disgustas, como bien sabes, aunque no me complace que persigas a esa gente. Pensaba más bien en los Longestaffe.

      —¿Acaso crees que los persigo, como dices, por placer? ¿Crees que visito su casa porque me gusta contemplar el esplendor con el que viven? ¿O que he venido hasta aquí tras ellos porque espero obtener algo a cambio?

      —Yo no los habría perseguido en absoluto.

      —Desde luego que regresaré a Londres si tú me lo pides, pero déjame que te explique lo que quiero decir. Sabes cuál es el problema de mi hijo, mucho mejor, me temo, que él mismo. —Roger asintió en silencio—. ¿Qué puede hacer? La única oportunidad para un joven en su posición es casarse con una heredera. Y es guapo; no puedes negarlo.

      —La Naturaleza ha sido generosa con él.

      —Debemos aceptarlo como es. Lo enviaron al ejército cuando era muy joven y heredó una pequeña fortuna cuando aún no había madurado. Quizá podría haberle ido mejor, ¿pero cuántos jóvenes como él, colocados frente a las mismas tentaciones, habrían salido incólumes? La cuestión es que no le queda nada.

      —Me temo que no.

      —Y por lo tanto, ¿no es imperativo que se case con una muchacha con dinero?

      —Eso equivale a robarle el dinero a su futura esposa, lady Carbury.

      —Ay, Roger, ¡qué duro eres!

      —Un hombre debe


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