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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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      —Pero, ¿la quiere?

      —¿Por qué no habría de hacerlo? ¿Es que no puede amarla nadie, solo porque tiene dinero? Por supuesto que busca marido, ¿y por qué no habría de tener a Felix si es quien le gusta? ¿No entiendes mi preocupación por brindarle un lugar que no sea una vergüenza para su nombre y para la familia?

      —Mejor no hablemos de la familia, Lady Carbury.

      —Pero pienso tanto en ello.

      —Nunca lograrás que admita que nuestra familia se vería beneficiada por un matrimonio con la hija del señor Melmotte. Lo considero peor que el barro que hay en la cuneta. A mi anticuado modo de ver, todo su dinero, si lo tiene, no representa ninguna diferencia. Cuando hay un matrimonio en juego, las personas deberían conocerse, saber algo el uno del otro. ¿Quién sabe algo de este hombre? ¿Quién puede estar seguro de que ella es su hija?

      —Le dará su fortuna cuando se case.

      —Sí, todo se reduce a eso. Hay gente que lo tacha abiertamente de aventurero y de estafador. Ni siquiera fingen que es un caballero. Todo el mundo es consciente de cómo amasa su dinero: no mediante el comercio honrado, sino con triquiñuelas ocultas, como un tahúr. Un hombre que no se merece ni entrar en nuestras cocinas, mucho menos llegar hasta nuestra mesa, por sus propios méritos. Pero ha aprendido el arte de hacer dinero, así que no solo lo aguantamos, sino que nos arrojamos sobre su cuerpo como aves de rapiña.

      —¿Quieres decir que Felix no debería casarse con la chica, incluso si se quieren?

      Roger sacudió la cabeza, disgustado, seguro de que cualquier idea de amor por parte del joven era una farsa y una pretensión, no solo de cara a él, sino también a su madre. Sin embargo, no podía afirmarlo en voz alta, y al mismo tiempo deseaba que lady Carbury se diera cuenta.

      —No tengo nada más que decir al respecto —continuó—. Si hubiera sucedido en Londres, no habría dicho nada. No es asunto mío. Pero al saber que la muchacha en cuestión se encuentra en el vecindario, en una casa como Caversham, y que Felix viene aquí para estar cerca de su presa, cuando se me pide que sea cómplice en la conspiración, solo puedo decir lo que pienso. Tu hijo será bienvenido en mi casa porque es tu hijo y mi primo, aunque no apruebe su modo de vida. Pero desearía que hubiera optado por otro lugar donde llevar a cabo su conquista.

      —Si quieres, Roger, regresaremos a Londres. Me resultará difícil explicárselo a Hetta, pero nos iremos.

      —No es lo que quiero.

      —¡Pero has dicho cosas tan duras! ¿Cómo vamos a quedarnos? Hablas de Felix como si fuera un malvado. —Lady Carbury lo miró con la esperanza de obtener de él una contradicción a dicha afirmación, una retractación, una palabra amable; pero era lo que él pensaba, y Roger no tenía nada que decir. Su prima podía soportar muchas cosas; no era delicada para con la censura implícita o explícita. Había tenido que aguantar palabras mucho más duras y estaba preparada para lo que viniera. Si Roger la hubiera criticado a ella o a Henrietta, lo habría aguantado en nombre de los beneficios venideros. Además, podría haberlo perdonado más fácilmente porque no habrían sido críticas justas. Pero por su hijo estaba dispuesta a luchar. ¿Quién lo defendería, sino ella?

      —Me duele, Roger, que nuestra visita te haya incomodado. Pero creo que será mejor que nos vayamos. Eres muy duro y eso me destroza.

      —No era mi intención.

      —Dices que Felix está en busca de su… presa y que ha venido aquí para estar cerca de ella. ¿Qué palabras pueden ser más duras que esas? En cualquier caso, debes recordar que yo soy su madre.

      Expresó muy bien su sentimiento de ofensa. Roger comenzó a avergonzarse y a pensar que había pronunciado palabras excesivas. Y sin embargo, no sabía cómo retirarlas.

      —Si te he herido, lo lamento mucho.

      —Por supuesto que me has herido. Creo que voy a entrar en casa. ¡Qué duro es el mundo! Vine aquí para gozar de la paz y del sol y de repente se ha desatado una tormenta.

      —Me has preguntado acerca de los Melmotte y me he visto obligado a responder. No era mi intención ofenderte.

      Caminaron en silencio hasta que llegaron a la puerta que llevaba a la casa desde el jardín y ahí Roger la detuvo.

      —Si he sido excesivamente duro contigo, déjame que te pida perdón.

      Lady Carbury sonrió y se inclinó, pero su sonrisa no era de perdón. Luego intentó acceder a la casa.

      —Por favor, no vuelvas a hablar de regresar a Londres, prima.

      —Creo que voy a ir a mi habitación. Me duele tanto la cabeza que casi no lo puedo soportar.

      Era última hora de la tarde, alrededor de las seis, y según su costumbre diaria debería haber dado una vuelta por el despacho y las tierras para ver a sus hombres al final de la jornada, pero se quedó quieto unos instantes en el lugar donde lady Carbury le había dejado y se alejó lentamente por el césped hasta el puente. Allí se sentó en el parapeto. ¿Era posible que abandonara su casa en un arranque de ira y se llevara a su hija con ella? ¿Así debía separarse de la única persona que amaba en el mundo? Roger era muy consciente de los deberes de la hospitalidad y estaba convencido de que un caballero en su propia casa debía desplegar una cortesía para con sus huéspedes más dulce, más suave, más amable que en cualquier otro lugar. Y de todas sus huéspedes, las que ostentaban su propio apellido eran las que más derecho tenían a la cortesía en la Finca Carbury. Roger administraba el lugar para el disfrute de otros. Pero si había una persona entre las demás para quien la casa debía ser un refugio, no una morada de problemas, en cuyo nombre, si fuera posible, Roger haría el aire más suave y las flores más dulces que de costumbre, a quien pensaba declarar, si por fin lograba pronunciar esas palabras, que era la dueña de la casa y de él mismo, era a su prima Hetta, quisiera concederle la mano o no. ¡Ahora, su invitada acababa de informarle de que, debido a su actitud, Hetta y ella regresarían a Londres!

      Y no podía negarlo. Sabía que había sido duro. Se había expresado en términos inequívocos. También era verdad que no podría haber expresado su opinión sin utilizar palabras duras ni reprimido lo que quería decir sin reprochárselo. Pero en su actual estado de ánimo no podía consolarse para justificarse a sí mismo. Lady Carbury le había hecho recordar que Felix era su hijo; y mientras así hablaba, había actuado como una madre indignada. El corazón de Roger era tan blando que, a pesar de que sabía que su prima era una falsa y su hijo, un inútil, se condenó a sí mismo. No podía consolarse. Cuando llevaba sentado media hora sobre el puente, se volvió hacia la casa para vestirse para la cena y preparar una disculpa, si es que la aceptaban. En la puerta, de pie como si lo esperara, se encontró a su prima Hetta. Llevaba en su pecho la rosa que Roger había colocado en su habitación y cuando se acercó a ella, pensó que en sus ojos había más bondad y cariño hacia él de lo que nunca había visto antes.

      —Roger… —dijo ella—. Mamá está tan triste.

      —Me temo que la he ofendido.

      —No es eso, sino que te hayas enfadado tanto con Felix…

      —Estoy enfadado conmigo mismo por haberle causado el menor disgusto a tu madre. Más de lo que puedo expresar con palabras.

      —Ella sabe lo bueno que eres.

      —No, no es verdad. Me he comportado muy mal. Estaba tan ofendida conmigo que ha hablado de volver a Londres. —Hizo una pausa para que ella hablara, pero Hetta no tenía nada que decir en ese momento—. Me sentiría un miserable si se fuera a Londres disgustada conmigo.

      —No creo que lo haga.

      —¿Y tú? ¿Estás enfadada?

      —No. Nunca me atrevería a estar enfadada contigo. Desearía que Felix se comportara mejor. Dicen que los hombres jóvenes pasan por etapas malas y que luego mejoran a medida que maduran. Ahora Felix tiene un trabajo en la City, un cargo de director, y mamá piensa que eso le hará bien. —Roger no podía expresar ninguna


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