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El mundo en que vivimos. Anthony TrollopeЧитать онлайн книгу.

El mundo en que vivimos - Anthony Trollope


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mejor que nada.

      —Quédatelo si tanto te gusta —dijo Sophia despectivamente.

      —Gracias, querida, pero no me gusta en absoluto. No he caído tan bajo.

      —Acabas de decir que te fugarías con el primero que te aceptara.

      —Pero no con George Whitstable, te lo garantizo. Mira, te diré qué voy a hacer. Le escribiré una carta a papá, que espero se avenga a leer. Si no piensa llevarme a Londres, entonces que me deje quedarme con los Primero. Lo que más me enfurece es que hayamos tenido que tragar con la presencia de esos horribles Melmotte aquí. En Londres ya se sabe que hay que codearse con todo tipo de gente, ¡pero que los hayamos tenido en esta casa de invitados! Es el colmo.

      Durante toda la tarde no se habló más del asunto, solamente cruzaron las palabras precisas para el inmediato sustento de la vida. Georgiana había sido muy dura con su hermana, tanto como con su padre, y a Sophia, a pesar de su estilo callado, le había dolido. Ya casi estaba reconciliada con la idea de permanecer en el campo, porque en primer lugar era un castigo para Georgiana y, en segundo, la presencia del señor George Whitstable a menos de diez millas no era motivo para estar descontenta. Lady Pomona se quejó de dolor de cabeza, que siempre era una buena excusa para no hablar, y el señor Longestaffe se retiró temprano a dormir. Durante toda la tarde, Georgiana se dedicó a redactar la misiva que el cabeza de familia se encontró en su mesita de noche al día siguiente y que decía así:

      Querido papá:

      No creo que debiera sorprenderte tanto que nos importe volver a Londres. Si no vamos a la ciudad durante la temporada, no tendremos tratos con nadie, y por supuesto tú ya sabes lo que eso significa para mí. A Sophia no le importa realmente quedarse en Caversham, y aunque a mamá le gusta Londres, tampoco es una cuestión de vida o muerte para ella. Pero para mí es muy duro. No es que quiera ir para pasármelo bien; no me gusta precisamente pasearme por los salones de Londres. Ahora bien, enterrarme aquí en Caversham… Más me valdría estar muerta. Si hubieras decidido cerrar las dos casas durante un año, o dos, para ir al Continente, no me hubiera quejado en absoluto. Hay gente muy interesante en el extranjero, y quizá las cosas allí serían más fáciles que en Londres. No gastaríamos en caballos, vestiríamos más frugalmente, podríamos repetir ropa. Nada está más lejos de mi intención que gastar de forma innecesaria. Pero piensa en lo que significa Caversham para mí, sin nadie que valga la pena a menos de veinte millas a la redonda: no puedes pedirme en serio que me quede aquí.

      Dijiste, muy claramente, que si recibíamos a los Melmotte como anfitriones aquí en Caversham, volveríamos a la ciudad, y no puede sorprenderte que esté decepcionada al descubrir que, después de todos nuestros esfuerzos, debemos quedarnos aquí de todos modos. Me hace pensar que la vida es tan dura que no vale la pena. Veo que las demás muchachas tendrán su oportunidad, pero yo no, y a veces no sé qué será de mí. [Esto era lo más cercano a la amenaza de huir que había proferido con su madre delante que Georgiana se atrevió a consignar en la carta.] Supongo que ahora no servirá de nada pedírtelo, aunque también lo prometiste, pero si me das lo bastante para ir a pasar unos días con los Primero, me contentaré. Solamente seríamos yo y mi doncella. Julia Primero me invitó a pasar unos días con ellos cuando dijiste por primera vez que no volveríamos, y no me costaría nada recordárselo, pero tendría que ser rápido. Tienen una casa muy grande en Queen’s Gate y sé que les sobra al menos una habitación. Todos montan, y me haría falta un caballo, eso sí; pero nada más, porque tienen muchos carruajes extras, y el mozo que cuida del caballo de Julia podría cuidar del mío. Por favor, papá, respóndeme cuanto antes.

      Tu hija, afectuosamente,

      Georgiana Longestaffe

      El señor Longestaffe se dignó a leer la carta. Aunque había reñido a su hija rebelde con severa rigidez, también estaba en cierta medida intimidado ante su fiera reacción. Un estallido súbito contra su autoridad no era un problema y sabía cómo hacerle frente y asumir su posición de dignidad paterna, pero temía terriblemente la tensión sostenida de una disputa doméstica a largo plazo. Lo cierto es que Georgiana era un poco melodramática; le gustaban las discusiones o, de lo contrario, no se producirían tantas en la casa. El señor Longestaffe, por su parte, odiaba el conflicto. No tenía ningún interés en especial: no leía demasiado ni hablaba mucho. No le gustaba beber o comer en exceso. No jugaba y la granja le importaba más bien poco. Lo que más le gustaba en el mundo era estar de pie en los vestíbulos y las salas de los clubes a los que pertenecía y escuchar a los demás hablar de política y de escándalos. Pero también estaba dispuesto a sacrificar este pequeño placer por el bien de su familia. Si tenía que soportar largos y aburridos días en Caversham y cuidar de su propiedad, lo haría; si es que su hija se lo permitía. El señor Longestaffe había llevado una vida de una cierta pompa, había vestido con elegancia a sus sirvientes y comprado pelucas caras para los criados domésticos. Había imitado las costumbres de los que pertenecían a una nobleza más pudiente, sin llegar a pertenecer a ella, y no le había resultado beneficioso ni a él ni a sus hijas, pues se había endeudado gravemente. Ambicionaba un título, y pensó que así lo obtendría. Su hijo había heredado una propiedad separada, procedente de la madre de su esposa, que generaba entre dos mil y tres mil libras anuales de renta, aunque se decía erróneamente que los ingresos eran el doble. Durante un tiempo, sabedor de este detalle, se había tranquilizado y le había parecido que sus cuitas financieras tenían solución. Estaba seguro de que su hijo, al llegar a la mayoría de edad, aceptaría vender la propiedad de Sussex para mantener la de Suffolk. Pero ahora Dolly también se había endeudado y aunque en algunos aspectos era un idiota descuidado, en lo relativo a las propuestas de su padre siempre estaba ojo avizor. Había dicho claramente que no aceptaba la venta de la casa de Sussex a menos que la mitad de la cantidad que se obtuviera se le entregara de inmediato, en mano. El padre no podía aceptar, pero durante su negativa descubrió que el mundo y sus problemas se habían agravado mucho. Melmotte le había echado una mano, pero lo había hecho de manera dura y tiránica. En Caversham, el hombre de negocios había analizado el estado de sus cuentas y le había dicho claramente que con una casa así en el campo no podía mantener otra en Londres. El señor Longestaffe había balbuceado algo sobre sus hijas, en especial sobre Georgiana, y el señor Melmotte le había hecho una sugerencia.

      Cuando leyó la carta de su hija, el señor Longestaffe sintió algo de pena por ella, a pesar de que seguía furioso. Pero si había una persona a quien odiaba por encima de todas, esa era su vecino el señor Primero y, en segundo lugar, su mujer. Primero era un advenedizo, según la opinión de Longestaffe, y para nada un caballero. No le debía un centavo a nadie, pagaba puntualmente a sus proveedores y siempre que se cruzaba con él en Caversham parecía que hiciera un especial despliegue de su virtud financiera. Se había gastado varios miles de libras en su partido para las elecciones locales y ahora era miembro del distrito metropolitano. Era un radical, claro está, o según el punto de vista del señor Longestaffe, actuaba y votaba como radical porque no tenía nada que ganar en el otro lado. Y ahora se rumoreaba en Suffolk que el señor Primero podría conseguir un título nobiliario. Había quien no daba crédito a ese rumor, pero el señor Longestaffe sí lo creía, y eso era equivalente a una cruel agonía. Que Primero se convirtiera en el barón Bundlesham era más de lo que podía soportar. No, era imposible que su hija fuera una invitada de los Primero en Londres.

      Pero había otra opción. Habían dejado la carta de Georgiana en la mesa de su padre el lunes por la mañana. A la mañana siguiente, a pesar de que no había habido tiempo de que llegara correspondencia de Londres, lady Pomona llamó a su hija y le entregó una nota para que la leyera.

      —Papá acaba de dármela. Por supuesto, decides tú.

      Mi querido señor Longestaffe:

      Puesto que parece decidido a no regresar a Londres en un tiempo, quizá una de sus hijas acepte pasar unos días con nosotros. La señora Melmotte estaría encantada de recibir a Georgiana durante los meses de junio y julio. Si acepta venir, solamente tendría que avisarla con un día de antelación.

      Suyo,

      Augustus Melmotte

      En cuanto Georgiana echó un vistazo a la nota, buscó la fecha en que se


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