La sociedad invernadero. Ricardo ForsterЧитать онлайн книгу.
medida que se fue desplegando el dominio planetario del capitalismo). Ese llamado al goce paga el precio de transformar al individuo, no en el centro de una sociedad capaz de seguir arbitrando los vínculos intersubjetivos a partir de la defensa de lo común, sino como puro mecanismo de un poder económico fragmentador que busca despolitizar, a la par que mercantiliza, todas las relaciones en el interior del mundo social (una extendida forma de la intemperie y la desolación asolan la cotidianidad de los habitantes del tardocapitalismo). «Las políticas sociales destinadas a disciplinar a las poblaciones vulnerables –escribe con elocuencia William Davies, que hace foco en esas nuevas formas de intemperie y desolación que van acorralando a amplios sectores populares y de clase media– se han vuelto igualmente increíbles. De acuerdo con el régimen de “sanciones de prestaciones” británico, las prestaciones sociales en dinero pueden suspenderse repentinamente durante un mes por incumplimientos triviales, sin ningún sentido de razón procedimental acerca de cómo se aplicarán las normas. Un hombre sufrió un infarto cardiaco de camino a una cita, pero aun así lo sancionaron; otro perdió su prestación por ir al entierro de su hermano y no poder contactar con el centro de empleo. Más de un millón de británicos han sido sancionados por una razón u otra. Miles han muerto después de que los gestores privados subcontratados por el Estado para administrar el nuevo modelo de work-fare los declarasen “aptos para trabajar” y les retirasen sus prestaciones por discapacidad. Las políticas sobre el mercado laboral incorporan ahora dudosas técnicas de activación conductual, desde programación neurolingüística hasta lemas autopublicitarios. Los participantes deben leer “afirmaciones” como “Mis únicas limitaciones son las que me pongo a mí mismo”, que son casi cómicamente distantes de la realidad de quienes viven con bajos ingresos, enfermedades crónicas y miembros dependientes en la familia»[2]. Tomando el caso británico, que no es el más grave ni el peor del capitalismo avanzado, Davies muestra la precariedad y la fragilidad de la vida de los trabajadores en el neoliberalismo, el avance demoledor de políticas que van destruyendo sin misericordia no sólo los antiguos derechos ganados en los «treinta gloriosos» años de posguerra sino convirtiendo la «libertad» en un dispositivo que habilita el desamparo y la exclusión de millones. Ejercer la libertad como un modo directo de vulnerar los propios derechos, ser autorresponsable de la pérdida de aquello que debería garantizar una vida digna, he ahí la gran paradoja del ejercicio neoliberal de la «libertad de elección», que se vincula, a su vez, con la hipérbole de «la deuda» en el interior de una sociedad que ha hecho del endeudamiento asociado a la culpa un mecanismo sutil y terrible de sujeción y de apropiación del futuro. El otro rasgo, sobre el que habrá que volver, es el de la reaparición, bajo nuevas condiciones, de lo sacrificial en el interior de la sociedad del tardocapitalismo, allí donde el Sistema ha logrado convencer a una gran parte de la ciudadanía de que debe «sacrificarse en beneficio de la reconstrucción de la macroeconomía». Culpabilizar a los usuarios de los sistemas de salud y jubilación, arremeter contra el «excesivo gasto público», introducir el concepto neopuritano de «austeridad», mientras se rescata a los grandes bancos con el dinero de las arcas estatales sólo se ha vuelto posible cuando, a la par, se logró despertar el sentido de lo sacrificial. La descomposición del Estado de bienestar corre pareja con una doble, y aparentemente contradictoria, percepción social: por un lado, el llamado al goce consumista y a la ruptura de los lazos de responsabilidad entre individuo y sociedad, y, por otro, el reclamo al gran sacrificio sin el cual se vuelve imposible recuperar la salud económica. Un individuo que se ha vuelto autorreferencial, que vive en una atmósfera social de fragmentación y ruptura de los vínculos de solidaridad, es exigido a ofrecerse como víctima propiciatoria de un capitalismo voraz. Lo trágico es que ese individuo está convencido del valor de su sacrificio para salvar a quienes lo han conducido a la crisis.
La trilogía «individuo, propiedad y libertad», base sacrosanta del liberalismo en todas sus tipologías, ha logrado penetrar hasta el corazón de la subjetividad borrando las huellas de aquellas culturas y formas sociales en las que la experiencia de la libertad no era reducible al «goce individual» y a la posesión privada de los bienes como sus únicos atributos. La ideología funciona allí donde no se trata sólo del engaño, de la falsa conciencia o del error sino de la proyección de una «verdad» interiorizada en el individuo como si fuera la esencia indiscutible de su travesía como especie, es decir, bajo la forma de su naturalización. No se trata, entonces, de la ignorancia servil de una sociedad atrapada en las mentiras del Sistema o de una falsa conciencia que espera el momento de la «iluminación», ese «para sí» capaz de sacar a los seres humanos de las oscuridades de la caverna. Se trata, antes bien, de la confluencia entre ideología del dominio y proyección imaginaria de subjetividades propositivamente inclinadas a sentirse productoras de «su» libertad[3]. Por eso, no suele haber nada más escandaloso, para ese statu quo del individuo contemporáneo, que las amenazas que se yerguen contra la libertad desde los proyectos de matriz popular-democrática, es decir, populistas e igualitaristas, que han venido, una vez arrojado el comunismo al museo de la historia, a constituirse en la nueva bestia negra de la época. El populismo recuerda vagamente al individuo del «goce infinito» que una amenaza indescriptible surge del reclamo de igualdad y de derechos de esa multitud indiferenciada y negra, según su visión alucinada, que está allí, a su alrededor, para limitar sus fantasías. El odio y el rechazo, unidos a la descalificación y el revanchismo, fueron la materia prima que alimentó tanto el repudio de los años kirchneristas[4] (homologados a lo peor del populismo, la demagogia y la corrupción) como su arrojarse a los brazos envenenados de la restauración neoliberal, que prometía a ese sujeto del goce una carambola a dos bandas: por un lado, permitirle ejercer su libertad de consumir –aunque más no fuere que en el terreno de lo imaginario si es que su situación económica no le permitía abalanzarse con avidez sobre los bienes y los dólares tan deseados–, y, por otro, gozar infinitamente, aunque al precio de su propio empobrecimiento y servidumbre, con el triunfo sobre los «negros de mierda», que, ahora sí, volverían al redil del que nunca debieron haber salido.
Extraño periplo el de una parte mayoritaria de la clase media. El goce de la libertad como una clara señal de diferenciación; como, recurriendo al símil teológico calvinista, una suerte de «predestinación» que hace de ese sujeto de clase media el actor y el dramaturgo de su propia historia, con independencia de fuerzas externas y de limitaciones sociales. Ser elegido, ser diferente, valerse de la propia astucia, inteligencia y fuerza, asociable todo esto al valor regulador de la meritocracia: ahí radica, a su vez, la intensidad utópica de la libertad como bastión del individuo contemporáneo, como santo y seña de quien ha logrado pasar del «lado de los ganadores» valiéndose de su propio esfuerzo y superando los obstáculos que se le han interpuesto en su camino hacia el éxito. Libertad y egotismo van de la mano, se complementan y se necesitan. La subjetivación neoliberal trabaja en el interior de este vínculo, lo refuerza y lo expande hasta convertirlo en el centro imaginario de la autoconsciencia del individuo gerenciador de su propia vida convertida en capital humano que hay que saber administrar con astucia y sin ahorrar esfuerzo y autoexplotación. En la figura de la libertad como deseo y práctica del sujeto consumidor se manifiesta, en su máximo grado, la hipérbole del oxímoron, es decir, la contradicción que desgarra la existencia de ese individuo: creerse dueño de sus propias decisiones cuando no es otra cosa que parte de la estrategia del poder para someterlo a una nueva forma de esclavitud. La libertad como autosojuzgamiento.
II
En un libro conceptualmente valioso e inquietante en sus mecanismos deconstructivos de la racionalidad neoliberal, Wendy Brown hace eje en el problema de la libertad, en sus metamorfosis desde los tiempos del liberalismo clásico hasta la llegada a la época de la consolidación del «capital humano» como núcleo distintivo del neoliberalismo. «Si bien en las democracias liberales modernas el homo politicus se ve obviamente adelgazado, es sólo a través del dominio de la razón neoliberal que el sujeto ciudadano deja de ser un ser político para convertirse en uno económico, y el Estado se reconstruye de uno que se fundamenta en la soberanía jurídica a uno modelado a partir de una empresa»[5]. En ese giro decisivo se monta