La sociedad invernadero. Ricardo ForsterЧитать онлайн книгу.
«La hegemonía del homo economicus y de la economización neoliberal de lo político –concluye Wendy Brown– transforma tanto al Estado como al ciudadano cuando ambos se convierten, en identidad y en conducta, de figuras de la soberanía política a imágenes de empresas financializadas. Esta conversión a su vez lleva a cabo dos reorientaciones importantes. Por un lado, reorienta la relación del sujeto consigo mismo y su libertad. Más que una criatura de poder e interés, el yo se convierte en capital en el que invertir, mejorado de acuerdo con criterios y normas especificados así como con contribuciones disponibles. Por otro lado, esta conversión reorienta la relación del Estado con el ciudadano. Los ciudadanos ya no son en el sentido más importante elementos constitutivos de la soberanía, miembros públicos o incluso portadores de derechos […]. Además, el sujeto que es el capital humano para sí mismo y para el Estado se encuentra en riesgo persistente de redundancia y abandono. Como capital humano, el sujeto está a la vez a cargo de sí mismo, es responsable de sí mismo y es, no obstante, un elemento potencialmente prescindible del todo»[8]. La libertad, materia prima de la subjetividad moderna, queda sometida a las fuerzas disgregadoras del mercado y su antigua soberanía convertida en recuerdo de otra época, en el mejor de los casos en melancólico repaso de lo que ha quedado definitivamente subordinado a las duras condiciones del mercado y su razón de ser, la competencia de individuos que se han transformado en inversores de un capital construido sobre la base de una vida abstraída de sus condiciones biográficas, culturales, sociales y políticas. Libertad para la precarización, libertad para ser engullido por las fauces del mercado.
George Simmel, en el comienzo del siglo XX, acuñó la idea de «la condición trágica de la cultura moderna» allí donde se había producido una escisión entre la cultura subjetiva y la cultura objetiva (que en Simmel representaba literalmente todo aquello que modificaba tecnológica, artística y económicamente el paisaje de la vida humana y de la naturaleza); una escisión que ponía en evidencia la incapacidad del sujeto de comprender la profundidad, los alcances y el sentido de las mutaciones de esa misma cultura objetiva, al punto de resultarle indescifrable el movimiento acelerado de lo que había surgido de su propia acción transformadora. La escisión en el interior del sujeto se corresponde a esa otra fractura entre su aspiración a la libertad postulada por el discurso ilustrado y la reducción de esa misma libertad a lógica patrimonialista condensada, en su punto más álgido, en la libertad contractual para vender la propia fuerza de trabajo. Allí donde la libertad queda sujeta a las normas del mercado y a la supuesta decisión individual de administrar el capital humano, lo que queda dramáticamente suspendido es el ejercicio de autonomía que debiera fundar el acto libre. La trampa del capitalismo neoliberal es el resultado de internalizar en el individuo la supuesta conciencia de ser el responsable único de su éxito o de su fracaso. La libertad supone, así lo sostiene el sistema, ser responsable de las propias acciones sin tener que exigirle a un tercero (por ejemplo, el Estado) que se haga cargo de las consecuencias erróneas de esas mismas acciones. «La sociedad no existe… sólo existe el individuo», frase paradigmática de Margaret Thatcher, que expresa, con economía de recursos expresivos, la ficción neoliberal que reduce las redes complejas de lo social al solipsismo del sujeto autosuficiente y que, a la vez, lo deja completamente solo ante sus dificultades, sus angustias y su sobreexigencia.
III
Quisiera darle otro giro al desvío necesario que vengo haciendo a partir de la lectura del valioso libro de Wendy Brown, libro en el que es posible sumergirse en las profundidades de la estrategia neoliberal que pone a su servicio no sólo una nueva forma de racionalidad, sino que alcanza a apropiarse de la idea de libertad hasta el punto de disolverla en el interior de los intereses de la economización de todas las prácticas esenciales de la vida social. «La definición clásica de la corrupción política –argumenta W. Brown– se refiere a la acomodación sostenida del interés público a intereses privados, y la identifica como una enfermedad casi imposible de curar una vez que se ha arraigado al cuerpo político. Dicho significado no se puede incluir en la racionalidad neoliberal, en la que sólo hay intereses privados, contratos y acuerdos, y en la que no existe algo como el cuerpo político, el bien público o la cultura política. Por consiguiente, si bien las grandes corporaciones obviamente harán uso de su poder financiero en la esfera política en busca de fines propios (considérense, por ejemplo, los bancos de inversión que escriben nuevas regulaciones, las compañías farmacéuticas y de seguros que escriben partes importantes del Obamacare, o la industria agrícola que desarrolla leyes de derecho de propiedad intelectual para organismos genéticamente modificados), esto no califica como acomodación del interés público al privado, porque, por un lado, el neoliberalismo elimina la idea misma de interés público y, por otro, las corporaciones ahora tienen situación de personas cuyo discurso es público y “todos pueden juzgar su contenido y su propósito”»[9]. Quizás el triunfo principal de la ratio neoliberal haya sido, precisamente, que las corporaciones adquiriesen estatuto de personas y sean juzgadas y aceptadas con los derechos y las obligaciones de las personas físicas, o, más grave todavía, que se constituyan en modelos de prácticas reguladoras de la vida pública. No deberíamos perder de vista que la fábrica de subjetivación supone que en la esfera del lenguaje, que es también la de las nominaciones y, por lo tanto, la que alimenta el sentido común, el neoliberalismo ha logrado convertir en verdadero aquello que no es más que una posición de dominio y sujeción. Esta interiorización que en el sentido común concluye por superponer lo corporativo y lo individual, lo privado y lo público, es el eje alrededor del que gira el minucioso trabajo de neoliberalización de las conciencias hasta el punto de volver invisible el mecanismo por el cual esto se ha logrado. Ideología es, siguiendo esta reflexión, aquello que es vivido como real y verdadero aunque se sepa que es ficticio y falso. En el renunciamiento del ciudadano democrático a su propia condición de persona diferenciada de una corporación económica ordenada a partir de la rentabilidad y la ganancia –que siempre es propia y nunca parte de lo común– se instituye el triunfo cultural del neoliberalismo. Aquello que antaño se comprendía y se vivía como «lo público» ha sido desdibujado hasta volverlo una figura fantasmagórica envuelta en los humos de la economización. Los miembros de esta sociedad desfondada, carentes de referencias y, por lo tanto, de tradiciones, se dejan llevar por los flujos volátiles e indefinidamente infinitos de lo único inmaterial que cuenta como dador de sentido: el dinero en tanto figura ordenadora de la esencia sin esencia del capital y sus formas irreales pero constituidoras de lo único real, en el imaginario subjetivo, del orden socio-económico. Friedrich Mauthner pensaba que «el lenguaje es recuerdo»[10], mientras que la mercancía, y obviamente el dinero, no sólo carece de lenguaje[11], sino que debe fundarse en una lógica de la fugacidad y del olvido. Por eso, aunque esto nos llevaría hacia otras cuestiones no menos importantes, junto con los mecanismos de desocialización el neoliberalismo necesita, también, transformar radicalmente la percepción espacio-temporal de los sujetos hasta hacer vaporosa la relación del presente con el pasado. El capital se mueve en la dimensión del olvido; en su enloquecida marcha hacia ninguna parte no hay ni pasado ni futuro, sólo la eternización del presente. De ahí la insistencia de las derechas neoliberales (que ahora se asocian en muchos lugares con los neofascismos) por ejercer una política del olvido asociada con una proyección imaginaria hacia el futuro. Mirar hacia atrás, sostiene este discurso, es dejarse atrapar por la melancolía y volverse improductivo y carente de la fortaleza necesaria para afrontar los grandes desafíos que debe asumir el individuo contemporáneo.
Intentar dar cuenta de la corrupción sin analizar el paso del interés público como fundamento de la acción política al interés privado como dominio extendido de la economización neoliberal de todas las esferas de la vida constituye el punto débil de las críticas «progresistas» a la problemática de la corrupción reducida a la cosa pública y a la política. Los ejemplos que da Brown son elocuentes y hablan por sí solos de la conquista del sentido común por parte de las corporaciones que logran imponer sus intereses en la esfera de lo público utilizando su poderío financiero y su fuerza